Hace ahora 9 años que José
Manuel Díez (Zafra, 1978) publicó su primer libro: 42. El segundo, La caja vacía, ganó el Premio Cáceres Patrimonio de la Humanidad en 2006 y
lo publicó Visor. En el blog anoté: “Lo que uno intuía se confirma: hay poeta.
Y lo hay porque Díez escribe buenos poemas. Sólo por eso. Del nuevo libro de
alguien se espera que supere al anterior. O que, cuando menos, lo iguale. Mi
impresión de lector es que este es un libro más contenido y maduro que aquél;
mejor, en suma”.
Llega el
tercero; y a la tercera, según dicen, va la vencida.
Uno no intuía,
seré sincero, que un poeta tan impulsivo y dotado acabara dando a la imprenta
sólo tres libros en una década. Llega, como digo, una nueva entrega y lo hace
bajo el deslumbrante amparo del Premio de Poesía Hiperión. Desde 1986, han
ganado este galardón, uno de los más limpios y prestigiosos de la poesía
española (llena de premios indecentes y desacreditados) algunos de los mejores
poetas del panorama. Pero no es sólo el premio. Es el jurado (algunos de cuyos
miembros ya estaban en el tribunal que le concedió el Cáceres) y, acaso lo que
más importa, la editorial, Hiperión, una de las mejores de este país en lo que toca
a la poesía.
Con este galardón,
Díez se sitúa, además, en el mapa poético nacional. En el regional era de
sobras conocido. Su penúltima aparición ha sido en la antología Matriz
desposeída (Últimas voces de la poesía en Extremadura), cuyos editores son
los profesores Morales Barba y Martín Gijón. Con todo, no nos engañemos, lo que
de verdad importa, más allá de esta deliciosa parafernalia a la que tan dados
somos los españoles, es el libro. Se titula Baile
de máscaras.
Dos de las tres
citas que abren el volumen son del todo elocuentes en lo que al título respecta.
Una del músico alemán Robert Shumann: “Desde un punto de vista superior la
historia del género humano puede ser vista como un prolongado baile de
máscaras”, y otra de Gonzalo Rojas, el poeta chileno: “El tiempo de los
encantos / es un baile de máscaras”.
¿En qué sentido?
Puesto que hablamos de un libro de poesía, en lo que a partir de Browning, se
denomina “monólogo dramático”. Un procedimiento, mezcla de ficción y realidad, que tanto ha dado de sí a
lo largo y ancho de la poesía moderna y contemporánea y lo sigue dando en la
postmoderna o dondequiera que ahora estemos.
En su libro Metapoesía
y ficción: Claves de una renovación poética (Generación de los 50-Novísimos),
(Madrid, Visor, 2007), el profesor y crítico Ramón Pérez Parejo sostiene que “esta
técnica consiste en la elección de un personaje (llamado correlato objetivo)
tomado de la cultura o de la historia que asume y transmite en primera persona
las emociones que el autor real desea expresar. Con ello, el texto consigue
alejarse del impudor del patético yo romántico, objetivar las emociones y, al
mismo tiempo, crear sorprendentes connotaciones textuales. Robert Langbaum
localizó los primeros casos de monólogo dramático en la lírica posromántica
inglesa (Tennyson y Browning).”
En lo que
respecta a la poesía española, y dejando aparte al muy anglosajón Borges, se
rastrea su empleo en Cernuda, Valente, Gil de Biedma hasta llegar a la
Generación de los 80 (y más), con parada y fonda en los Novísimos:
Colinas, Carnero, Gimferrer o José María Álvarez. Sí, a este último es a quien
más me recuerdan los poemas de Díez. Por sus títulos extensos y los epígrafes
que suelen acompañarlos. No quiero dar a entender que estamos ante una poesía
epigonal. El recurso no es nuevo (en poesía, ¿qué lo es?); sin embargo, los
versos suenan con voz propia.
Por precisar, Díez
da un paso más y hace que la mayor parte de los personajes conversen entre sí,
establezcan un diálogo (que vendría a romper, en rigor, ese monólogo), algo que
redunda en su carácter lírico, pues si por algo se significa la poesía es,
precisamente, por lo que tiene de diálogo, como subrayó Paz. Esa “conversación
en la penumbra”, al decir del poeta cubano Eliseo Diego.
Tampoco es ajena a esta manera de proceder la
heteronimia y los heterónimos, los juegos de voces y el camuflaje verbal que
tan lejos llevó Pessoa a través de la confederación de almas que encarnó; así, en
un poema donde se recuerda a Porchia, Díez escribe: “Ser feliz con mis voces, / que son una voz
sola.”
Las máscaras o
personajes (palabra que remite a persona, del latín persōna,
máscara de actor) utilizados para encarnar sus ideas o sentimientos son
variados: guerreros, músicos, exploradores, poetas, neurólogos, matemáticos,
historiadores, teólogos, filósofos, cineastas, fotógrafos y hasta un jornalero
de su ciudad natal.
Góngora, Milton,
Casanova, Chopin, Rimbaud, Van Gogh, Freud, Sartre, Dalí, Éluard, Reverón,
Zweig, Huidobro, Seifert, Duchamp, Zagajewski son algunos de los protagonistas
que figuran en los títulos de los poemas.
No falta un
amplio capítulo de “Acotaciones” (que ocupa cinco páginas) donde se explica el
origen y desarrollo del libro, se detallan múltiples referencias de los poemas,
se ponen en relación los versos con las personas a quienes están dedicados y,
en suma, se pormenorizan los diferentes contextos para que el lector no se
pierda.
Poemas que, en
su mayor parte, reflexionan en última instancia sobre la creación, de suerte
que la obra tiene un innegable matiz metapoético (léase su poema sobre Pushkin),
tal vez porque, como dijo Stevens, «la poesía es el tema del poema».
Trate de lo que trate. ¿Y de qué tratan estos? Pues de asuntos muy variados y
hasta de actualidad, pero que, en
resumen, son los consustanciales a la poesía: la vida, la muerte, el amor
(“porque el dolor existe, nos amamos”), el paso del tiempo…
Se
puede hablar de culturalismo, en el sentido de que la inmensa mayoría de estos
poemas se refieren a hechos culturales o relacionados con distintos aspectos de
la cultura: el arte, la literatura, la música… No en lo que respecta a la línea
poética -tan suntuosa, decorativa y epatante- que tuvo su máximo apogeo entre
los mencionados novísimos. Díez no es
un snob.
También
podría decirse, por comparación con la novela, que ésta es “poesía histórica”,
pues que a la historia y a sus avatares (la guerra y la paz, pongo por caso) dedica
no pocos poemas.
¿Y
cómo están escritos? Uno destacaría dos cosas. Primero, el ritmo. No sé si la
condición de músico de Díez tiene o no que ver con eso. Entiendo que son mundos
complementarios, si bien distintos. No faltan, es cierto, las repeticiones, incluso
a modo de estribillos No cabe duda de que tiene buen oído.
Incidiría
después en la economía de medios con la que estos poemas están escritos: menos
es más, una deliberada contención novedosa en Díez, más dado en sus primeros
libros a la expansión, digamos, nerudiana; en la brevedad de los poemas (que
apenas se rompe con algunos largos que en realidad no lo parecen por lo
ajustado de su mismo decir); en su tono sereno y sentencioso, epigramático; en el
gusto por la paradoja, tan consecuente con los inverosímil y absurdo de la
existencia; en su capacidad de sugerencia (con más preguntas que respuestas), a
pesar, o precisamente por eso, de lo esencial de su vocabulario (“palabras de
familia gastadas tibiamente, que diría Gil de Biedma); en su claridad, en suma,
tan bien entendida. Nunca simplismo. Otro rasgo borgeano. También en un puñado
de poemas dedicados a mujeres. Díez escribe: “Me acuerdo de mujeres que nunca
he conocido”.
No
se podrá decir de esta poesía que es barroca, vanguardista o hermética. Sí
celebratoria, conversacional y solar.
Uno
de sus personajes dice: “valía más un verso que un diamante”. Creo que José
Manuel Díez hace suya, con gusto, esa distinción entre valor y precio. Porque
ama la poesía, y eso se nota.
“Al
final de esta frase, joven Derek, / como al final de tantas otras frases, / solo
el fecundo germen del silencio, / de lo escrito por nadie y para nadie.”,
escribe Díez, melancólico, al final de su poema sobre el antillano Derek Walcott
que es, además, el que cierra el volumen. Me parece que no va a ser su caso. No
ve uno aquí “germen del silencio” por ningún lado. Le deseé hace nueve años que
la fiesta no decayera y en ésas sigue. Y este poeta, créanme, tiene cuerda para
rato.
(Nota: Esta reseña ha aparecido publicada en el número doble 757/758 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.)