Aunque el profesor Ángel Esteban tuvo la amabilidad de invitarme a participar, por mediación de Blanca, las obligaciones laborales me impedirán asistir al merecido homenaje que la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada le va a tributar a nuestro viejo amigo, el poeta Vicente Sabido. De corazón, como suele decirse, allí estaré. Este es el cartel, en primicia.
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30.4.14
De revista
Gonzalo Torné |
IbiOculus es una revista con nombre en latín y contenidos muy interesantes. La dirige Pablo Luque Pinilla y acaba de aparecer el número 7; una entrega, por cierto, con vistosas ilustraciones de Gonzalo Torné.
Además de un pequeño zoom de la poesía eslovaca (Petra Pappová traduce a Peter Macsovszky, Tatjana Lehenová e Ivan Kolenič), un dossier sobre la poesía rusa actual (a cargo de Milagrosa Romero Samper) y otro sobre Charles Péguy (que firma Juan Carlos Vila), se recuerda la longeva revista salmantina Papeles del Martes y editan una antología de poemas allí publicados. Como éste de Juan Antonio González Iglesias aparecido en el número 13 (noviembre de 1986) que, por cierto, había ganado ese mismo año el Primer Premio del Colegio Mayor Fray Luis de León:
Permíteme en tus ojos, en esas dos menudas
y elevadas mansiones, mirarme y acogerme.
Permíteme que habite, ahora, siempre ahora
tan hermosas, tan frágiles, tan suaves residencias.
Permite largamente que cultive tus ojos,
que olvide soledades, que me diluya lento
en tus dos manantiales de imprevista frescura.
Permite que en tus ojos sintiéndome te ame.
Con el ritmo que imponen tu mirada y el tiempo,
salgo y recorro mapas, islas, atardeceres…
y enamorado, humilde, yo regreso a tus ojos.
Perdido en tus pupilas soy un niño infinito,
y en ti por fin descanso, pequeñito, incluido
en tus dos diminutas burbujas de ternura.
En la sección "Recomendamos" se publica una reseña de Miguel Ángel Lama sobre Plasencias y otra sobre Setenta y cuatro días sin mí, de Francisco Fuentes, que apareció en este blog.
29.4.14
La poesía según García Márquez
© Colita |
"Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía."
Gabriel García Márquez, palabras finales del Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 1982.
28.4.14
Zambrano en Cáceres
Miguel Ángel Lama cuenta lo que ocurrió el otro día en la Feria del Libro de Cáceres a propósito de la prevista presentación del último libro de José Antonio Zambrano (del que hablaremos, cómo no, aquí), un acto que al final no tuvo lugar. Y lo hace con la delicadeza y el buen talante que le caracterizan. Uno habría dicho alguna cosa más. Que me contó él de viva voz, por cierto, ayer en Cánovas. ¡Ánimo, maestro!
27.4.14
Palabra de Felipe Núñez
Ya dimos noticia hace un par de meses de la aparición de Obras, de Felipe Núñez (Plasencia, 1955) e incluso publicamos la "Breve nota previa" que va al frente de ese libro fundamental que Editorial Delirio ha puesto, con la debida valentía, a disposición de los lectores. Desde entonces ha estado uno disfrutando, con calma, de esas páginas dignas de un ser, sin duda, perplejo. Para solitarios y asombrados como él.
1998 es una fecha clave en la vida de FN. Ese año publica su ensayo Para escapar de la voz media (Editora Regional de Extremadura) y reúne su poesía completa en el libro Balizamiento para un aterrizaje nocturno (Calambur), un título que "me persigue desde hace más de veinte años". Ya había publicado cinco: Tris Tras Princesa (1976, plaquette editada en Salamanca por Aníbal Núñez - su referencia literaria, y no sólo, más directa- que contiene poemas de la versión inédita del mismo libro que ganó el premio "Ciudad de Badajoz"), Leticia va del laberinto al treinta (autoedición, 1977), Los Seres y las Fuerzas (autoedición, 1979), Equidistancia (Diputación de Cáceres, 1983) y Nombres o cifras (Editora Regional de Extremadura, 1985). Todos estaban agotados o eran inencontrables.
La edición de Fabio de la Flor, en perfecta sintonía con el poeta (que, a pesar de las dudas, la consiente y promueve), no sólo recupera esos libros (salvo el primero, que quedó reducido a unos pocos poemas agrupados en el apartado "Poemas de varia colección"), sino que añade, contra Bartleby, un puñado de versos inéditos -fragmentos, parece, de un mismo, extenso poema- que no figuraban en la edición anterior de su poesía completa, y recupera el mencionado ensayo con el ganara el Premio Extremadura a la Creación Benito Arias Montano, así como una serie de textos, artículos y reseñas centradas en la filosofía (materia en la que acabó licenciándose) y el arte (escritos sobre fotógrafos y pintores).
Todo eso da para las casi quinientas páginas del hermoso volumen de Delirio. "En cuanto al nombre que reúne estos textos, Obras, debo su forma final al valioso consejo de Ada Calvo (precisa FN al tiempo que nombra a su mujer, una persona ineludible: "sólo en su nombre lo real viene escritura"). El singular, Obra, parecía demasiado pretencioso. Obra lo es la cervantina, por ejemplo. Y en cuanto a la compleción o incompleción de tales Obras, también es prudente dejar el asunto indeciso."
Me parece acertada la decisión no ya de agrupar todo lo publicado, que con ser bastante no es mucho, sino de poner al frente una acerada e implacable reflexión que sirve de lema y que define la escritura de FN, un ensayo fundacional que "quiere ser la consigna de una resistencia -patética por floja, por melancólica y por periférica mil veces- frente al caudal del río que nos lleva. Quiere ser un grito inútil de ciaboga, pero inútil no porque no encuentre eco, que tampoco, inútil por incomparable con la fuerza a que se enfrenta". Pero él sí ha logrado escapar de la voz media y, sin excusas ni contemplaciones, nos ofrece, en prosa y verso, una voz personal como pocas, siempre a contracorriente, impetuosa y a ratos violenta, exigente y única. No en vano, nos dice, "esa poética de la mirada inflamable -del ojo combustible- fue siempre, si alguna, mi poética". Nihilista por naturaleza, FN nos confiesa que "apenas sin remedio, la poesía -como yo la entiendo- es del orden de cosas de lo malo genuino". Pero que nadie se asuste. Más allá de la radicalidad -en lo vital ("Si se pide vida, hay que cuidar de que la escritura no entregue, como suele, biografía") y en el pensamiento, que aquí se aúnan con plena coherencia hasta extremos dignos de elogio-, los poemas de FN, "en esa derechura hacia el abismo" en la que parecemos instalados, nos proporcionan una suerte de felicidad nada complaciente, si se me admite la paradoja, en lucha permanente con el sentido ("Es el poema el eminente lavadero donde se purga a la lengua de su pringue de sentido", le dijo una vez a Leopoldo Santos), que, por más que uno lea y relea, nunca cansa. Esa es al menos mi experiencia. Y sé que la de otros. Otros que serán más gracias a esta magnífica edición de Obras que nos facilita de nuevo el acceso a una de las poéticas más desasosegante, legítima e iluminadora que uno haya conocido.
26.4.14
Atxaga y la poesía
B. A., T. S. S. y Fernando Martos |
Bernardo Atxaga estuvo aquí atrás en León, con los miembros del club de lectura del IES Giner de los Ríos, el Club Giner. Su anfitrión, el poeta y profesor Tomás Sánchez Santiago. Maite López Luengo ha recogido, en forma de entrevista figurada, lo que allí sucedió. Por ejemplo, alguien pregunta: ¿Cómo se ve como poeta?, y el autor de Poemas & Híbridos responde: Estoy enamorado de la poesía, soy devoto lector, me gustaría hacer buenos poemas, pero escribo poco, muchos no los acepto, los destruyo. En Siete casas en Francia hay diferentes poemas, pero se trata de retórica pura. Cada vez estoy más convencido de que, si la mirada infantil pervive en nosotros, conduce a la poesía. Se lo escuché decir a Michael Ende en un texto, esa mirada es determinante. Hay cantidad de pegaversos, pero no quiero que sea mi caso. José Miguel Ullán escribió sobre un poeta demasiado prolífico:
¡Ostras!, dijo el cartero,
otro libro de Santervás
y aún estamos a tres de enero.
25.4.14
Dos libros dos
El negro premonitorio de las cubiertas, tan intenso, se adapta perfectamente a lo que podemos leer en su interior: una poesía grave, desolada, áspera (en el mejor sentido), que gira en torno a la amargura, el dolor, la pena, la enfermedad, el sacrificio, las pequeñas desdichas y la muerte, parca en el tono, desnuda y elíptica, sin concesiones.
A uno le recuerda, a debida distancia, la poesía de Olvido García Valdés (presentadora de su libro, por cierto) y, en general, el aire, cierta poética (generalizo) de algunos poetas de Valladolid; por ejemplo, los capitaneados por Miguel Casado en torno a proyectos varios y revistas como El signo del gorrión, o los que reunió Antonio Piedra en su antología Sentados o de pie. 9 poetas en su sitio, "un grupo poético de afinidades coyunturales", según el editor, y donde aparece, claro está, Santana, que, por cierto, es traductor del catalán para distintas editoriales.
Otro es el tono de Lluvias continuas, de la viajera Verónica Aranda (Madrid, 1982). Lo publica Polibea en su colección el levitador. Se trata de un libro de haikus, "el cine mudo de la poesía", como dice María Antonia Ortega en su prólogo. El haiku, sigue, "que es a la poesía lo que la acuarela a la pintura".
Camino, bosque, aldea, montaña y mar son las palabras que utiliza Aranda para titular los bloques que componen su libro.
Ilustran sus versos -hondos, frágiles, logrados, sencillos- un dibujo de David Escalona e ilustraciones de Ángel Aragonés y Fumie Ito (en forma de ideogramas).
Las epifanías e iluminaciones de estos haikus, que tanto calman el espíritu, vuelven a recordarle al lector el largo recorrido de esa ancestral e incesante forma poética, tan japonesa como, ya se ve, de todas las culturas.
24.4.14
Maestros
El afán de los políticos del Partido Popular por denigrar a los maestros es inaudito. Y algo enfermizo, añado. A los de la pública, claro. Será porque la mayor parte de ellos se formaron en colegios privados (como uno, por cierto) donde tuvieron profesores, que no maestros (una desgracia), con una formación que daba pena. De la puesta en práctica mejor no opino. Generalizo, sí, pero a propósito. Ahora, el presidente de la Comunidad de Madrid, un tipo íntegro (no sé si procedente de El Pilar, nuestra particular École nationale d'administration), ha propuesto que a las oposiciones a maestro se pueda presentar cualquier licenciado. Vuelve a caer en el mismo error que cualquier persona mínimamente informada sabría esquivar: supone que, a mayor formación universitaria, mejor educador será. Como si en nuestras facultades se preparara para enseñar lo que allí se aprende. Ni siquiera en Magisterio, a mi modesto entender, se insiste lo bastante en la didáctica, que, ésta sí, es la clave. Los conocimientos en Primaria son básicos, sin duda, de ahí que la pega no esté en ese asunto, en el qué, sino en el cómo, y para eso hace falta un maestro no un sabio. De lo vocacional, digamos, mejor no hablo. Eso sí, que nadie se llame a engaño: esta tarea no es fácil ni la soporta todo el mundo. Y menos a cambio de nuestros sueldazos y de nuestras flamantes condiciones laborales.
En fin, otro dislate. Y ya llegan Wert y la Gomendio (ésta sí que nos odia) con nuevas medidas al respecto. A favor, digo, del disparate. ¿No es acaso Madrid el laboratorio nacional de casi todo?
Ah, ¿y los que han estudiado o estudian Magisterio, esa pobre gente, esa panda de inútiles, van a poder presentarse a oposiciones de otra cosa? Sería lo justo. Lo mismo en eso sí eran solventes. Si las hubiera a presidente de Comunidad Autónoma o a Ministro de Educación...
Ya lo dice mi sensato hermano pequeño, profesor de Tecnología Educativa en la Universidad de Extremadura, pedagogo (con perdón) por Salamanca, "leí la noticia en twitter y aún no salgo de mi asombro por la imprudencia y falta de conocimientos de los políticos en cuestiones de educación (de todo signo y condición). Y siempre con el desprestigio de los docentes como resultado final". Pues eso, Jesús. España.
En fin, otro dislate. Y ya llegan Wert y la Gomendio (ésta sí que nos odia) con nuevas medidas al respecto. A favor, digo, del disparate. ¿No es acaso Madrid el laboratorio nacional de casi todo?
Ah, ¿y los que han estudiado o estudian Magisterio, esa pobre gente, esa panda de inútiles, van a poder presentarse a oposiciones de otra cosa? Sería lo justo. Lo mismo en eso sí eran solventes. Si las hubiera a presidente de Comunidad Autónoma o a Ministro de Educación...
Ya lo dice mi sensato hermano pequeño, profesor de Tecnología Educativa en la Universidad de Extremadura, pedagogo (con perdón) por Salamanca, "leí la noticia en twitter y aún no salgo de mi asombro por la imprudencia y falta de conocimientos de los políticos en cuestiones de educación (de todo signo y condición). Y siempre con el desprestigio de los docentes como resultado final". Pues eso, Jesús. España.
23.4.14
Más cuentos de Pilar Galán
Tecleo en vano se titula la última recopilación de cuentos de Pilar Galán (Navalmoral de la Mata, 1967) y lo publica su sello habitual, de la luna libros.
Aunque abundan los microrrelatos, una distancia en la que Galán ha demostrado encontrarse cómoda y hacerlo muy bien, se intercalan en el conjunto relatos de mayor envergadura; en lo que hace a la extensión, no necesariamente a la intensidad.
Observadora sagaz, apegada al día a día, a la tierra, a los sucesos cotidianos y en apariencia banales, Galán aúna en su escritura las historias sorprendentes, que nacen, insisto, de lo que se cree acostumbrado e insustancial, con un uso elaborado y literario del lenguaje, lo que no quiere decir que su estilo relumbre, sino todo lo contrario. Por eso digo que aúna, porque lo contado y el cómo se cuenta van al unísono, algo que no siempre ocurre. Para mal, claro. O eso creo.
Siempre lee uno a Galán con una sonrisa en los labios. Su sentido del humor, esencial en su manera de decir, no carece de tristeza, de ahí que rara vez culmine en risa abierta o carcajada. Hay mucha melancolía en estos sucesos familiares y profesionales (la enseñanza y su mundo es otra de las marcas de la casa). Y una sutil mirada de mujer, sin duda, otra evidencia que caracteriza el tono de la narrativa galaniana.
Celebramos esta nueva entrega de la autora morala afincada en Cáceres. Los que la venimos leyendo desde hace años y, deberían hacerlo, quienes no se han acercado todavía a sus particulares relatos. Cuando lo hagan.
22.4.14
Dos poemas italianos
Giovanni Scarabello ha conseguido el "Premio Jacopo Allegretti per la traduzione", uno de los que componen la XI Edición del Premio Letterario Nazionale "Città di Forlì", por "due poesie del poeta spagnolo Álvaro Valverde, molto ben tradotte in italiano", según el acta del jurado.
Los poemas, "Sera di marzo" y "Cimitero Tedesco, Yuste" (que ofrecemos como primicia aquí debajo), forman parte de la Tesi di Laurea Magistrale del joven traductor: La poesia di Álvaro Valverde - Jardines de memorias, con la concluyó recientemente su licenciatura en Lingue e Letterature Europee ed Extraeuropee en la Università degli Studi di Milano.
La entrega del galardón tendrá lugar el próximo 17 de mayo en el Salone Comunale de la ciudad italiana de la Emilia-Romaña.
Añadiré que, animado por su profesor, el hispanista Alessandro Cassol, Scarabello fue alumno, en calidad de becario Erasmus, de la Universidad de Extremadura a lo largo del curso 2011/2012. De su estancia en Cáceres, una ciudad que estima, y de sus viajes por Extremadura, ha conservado cierto acento y un generoso afecto por esta tierra, su paisaje, gente, su gastronomía y, claro está, su literatura. En la actualidad, vive y trabaja en Barcelona.
Complimenti, caro Giovanni, e grazie mille.
Los poemas, "Sera di marzo" y "Cimitero Tedesco, Yuste" (que ofrecemos como primicia aquí debajo), forman parte de la Tesi di Laurea Magistrale del joven traductor: La poesia di Álvaro Valverde - Jardines de memorias, con la concluyó recientemente su licenciatura en Lingue e Letterature Europee ed Extraeuropee en la Università degli Studi di Milano.
La entrega del galardón tendrá lugar el próximo 17 de mayo en el Salone Comunale de la ciudad italiana de la Emilia-Romaña.
Añadiré que, animado por su profesor, el hispanista Alessandro Cassol, Scarabello fue alumno, en calidad de becario Erasmus, de la Universidad de Extremadura a lo largo del curso 2011/2012. De su estancia en Cáceres, una ciudad que estima, y de sus viajes por Extremadura, ha conservado cierto acento y un generoso afecto por esta tierra, su paisaje, gente, su gastronomía y, claro está, su literatura. En la actualidad, vive y trabaja en Barcelona.
Complimenti, caro Giovanni, e grazie mille.
CIMITERO TEDESCO, YUSTE
Ha in sé la morte una misura esatta.
In fila, i tumuli ricordano
i nomi e poi le date degli eroi.
L’età ignora quando
sarebbe infine giunto il dolce frutto
quello della sconfitta.
Niente preserva, invece, la memoria
di quelli che già caddero in battaglia.
I loro volti anonimi. Le vite,
bellissime e lontane come il sogno
che abita i paesi che lasciarono.
Ci porta a questo luogo un’abitudine
di assenza e di quiete.
Verso sud, giù dal muro,
dormono vigne accasciate
e all’ombra senz’ombra degli antichi ulivi
il silenzio è solenne.
Con le ultime luci, lo sguardo si perde,
luminoso di eterno.
Non so cosa darei
per poter rimanere
qui seduto con te,
sul balcone all’aperto,
a guardar le terrazze
e un giardino di palme,
ed un muro di glicine
a cui un sole morente
dà quel tono azzurrato
così bello.
Se vuoi,
consumiamo la luce,
quel che resta del giorno,
nella tenue penombra
di una stanza smaltata
dove soli, in silenzio,
senza neanche guardarci,
siamo stati capaci
di tornare a quegli anni,
né felici né infausti,
in cui eravamo giovani,
e sapevamo amarci.
21.4.14
Moga, el viajero "escribiol"
Son muchos los viajes que uno no ha emprendido. Me refiero a esos viajes que pudieron ser y que no fueron. Amables invitaciones que uno declinó (la familia, el trabajo...), oportunidades de conocer personas y sitios para siempre perdidos. A Hispanoamérica, por ejemplo. A países concretos como Argentina y Venezuela, por razones familiares, y a México, Cuba y Colombia, que uno recuerde, por cuestiones literarias. Dos de ellos, el segundo y el tercero, sí fueron visitados por el poeta y crítico Eduardo Moga (Barcelona, 1962) en 2008 y 2013, respectivamente, y en 2010 estuvo en República Dominicana (y no de playas y hoteles), tal como nos narra en La pasión de escribil (Relato de tres viajes a Hispanoamérica), un libro de viajes, un diario (como él lo denomina), tan atípico, título incluido (que tiene que ver, por cierto, con el comentario de una colegiala dominicana que habla en castúo), como todo lo que toca el verbo prodigioso y apasionado del autor de Insumisión. Lo publica La Isla de Siltolá, colección Levante.
En "Haciendo las maletas", Moga reflexiona sobre lo que es el viaje, algo que compara con la poesía, justifica el porqué de Hispanoamérica (y no Latinoamérica, Suramérica o Iberoamérica) y afirma, con esa rotundidad que le caracteriza, que "al igual que las críticas literarias han de ceñirse al texto, los libros de viajes han de ceñirse a la tierra, a la trastornada cotidianidad del viaje, a los sucesos nimios que albergan, quizá, significados trascendentes, a la pléyade de personajes ridículos o extraordinarios -en primer lugar, nosotros mismos- con los que el viaje nos obliga a convivir". Y dicho y hecho. Sin "dorar mis experiencias", sin pudor (ese gran enemigo de la literatura, según Álex Chico, al que Moga menciona como instigador, sin pretenderlo, de estas crónica), aparecen en el relato, escrito a pie de obra, según nos confiesa, ciudades, pueblos y paisajes, mil peripecias (desde una inoportuna diarrea a la visita a un erudito local, además de las que que comportan los distintos trayectos en diversos vehículos y la estancia en hoteles con rugientes aparatos de aire acondicionado, algo que descompone a cualquier ser humano con tendencia al insomnio y sensibilidad auditiva), numerosos individuos (del más interesante al más atrabiliario, del más exótico al más atrayente, del más pedante al más encantador) dignos de una novela de Aramburu ("Asistir a encuentros literarios tiene tanto que ver con hacer literatura como sumarse a una tertulia de médicos para aprender medicina") y un sinfín de divertidas anécdotas (se impone "cierta querencia satírica") que uno lee, entre risas y sonrisas, y a ratos con tristeza. Cosas del clima. Ya que lo menciono, al lado del narrador aparecen, sudorosos también (se pasa mucho calor en este libro), amén de los citados personajes (casi todos escritores o así, algunos muy conocidos como Hugo Mujica y Juan Manuel Roca, de los que traza retratos poco complacientes), Ángeles, sufriente esposa (un decir), "-para su pesar y mi gozo- está siempre conmigo", y Álvaro, un hijo que, como todos, suele ponerse enfermo cuando menos falta hace, así como algunos amigos. De los de verdad, preciso, tal Willy McKey, Virginia Riquelme o el cubano Orlando González Esteva, un tipo que en las distancias cortas no deja indiferente a nadie. Puedo dar fe.
Entre bromas y veras, sin concesiones a lo correcto, con su dosis de escatología y todo, Moga dispara su artillería, unas veces pesada y otras no tanto ("se trata de zaherir a los hechos, no a las personas. Por lo menos, no a todas", nos advierte al principio) y deja caer algunas verdades, sensaciones, descripciones, pensamientos y otras humanidades dignas de ser tenidas en cuenta y hasta de celebrarse. Sí, porque creo que, ante todo, estamos en medio de una fiesta de la literatura. Con su correspondiente tasa de alcohol, de cerveza ante todo. Fiesta, en fin, por lo bien narrada que está (ya he alabado en otras ocasiones las habilidades lingüísticas de Moga, sólo hay que leer su blog) y por lo entretenida que es. Para que luego digan.
En "Haciendo las maletas", Moga reflexiona sobre lo que es el viaje, algo que compara con la poesía, justifica el porqué de Hispanoamérica (y no Latinoamérica, Suramérica o Iberoamérica) y afirma, con esa rotundidad que le caracteriza, que "al igual que las críticas literarias han de ceñirse al texto, los libros de viajes han de ceñirse a la tierra, a la trastornada cotidianidad del viaje, a los sucesos nimios que albergan, quizá, significados trascendentes, a la pléyade de personajes ridículos o extraordinarios -en primer lugar, nosotros mismos- con los que el viaje nos obliga a convivir". Y dicho y hecho. Sin "dorar mis experiencias", sin pudor (ese gran enemigo de la literatura, según Álex Chico, al que Moga menciona como instigador, sin pretenderlo, de estas crónica), aparecen en el relato, escrito a pie de obra, según nos confiesa, ciudades, pueblos y paisajes, mil peripecias (desde una inoportuna diarrea a la visita a un erudito local, además de las que que comportan los distintos trayectos en diversos vehículos y la estancia en hoteles con rugientes aparatos de aire acondicionado, algo que descompone a cualquier ser humano con tendencia al insomnio y sensibilidad auditiva), numerosos individuos (del más interesante al más atrabiliario, del más exótico al más atrayente, del más pedante al más encantador) dignos de una novela de Aramburu ("Asistir a encuentros literarios tiene tanto que ver con hacer literatura como sumarse a una tertulia de médicos para aprender medicina") y un sinfín de divertidas anécdotas (se impone "cierta querencia satírica") que uno lee, entre risas y sonrisas, y a ratos con tristeza. Cosas del clima. Ya que lo menciono, al lado del narrador aparecen, sudorosos también (se pasa mucho calor en este libro), amén de los citados personajes (casi todos escritores o así, algunos muy conocidos como Hugo Mujica y Juan Manuel Roca, de los que traza retratos poco complacientes), Ángeles, sufriente esposa (un decir), "-para su pesar y mi gozo- está siempre conmigo", y Álvaro, un hijo que, como todos, suele ponerse enfermo cuando menos falta hace, así como algunos amigos. De los de verdad, preciso, tal Willy McKey, Virginia Riquelme o el cubano Orlando González Esteva, un tipo que en las distancias cortas no deja indiferente a nadie. Puedo dar fe.
Entre bromas y veras, sin concesiones a lo correcto, con su dosis de escatología y todo, Moga dispara su artillería, unas veces pesada y otras no tanto ("se trata de zaherir a los hechos, no a las personas. Por lo menos, no a todas", nos advierte al principio) y deja caer algunas verdades, sensaciones, descripciones, pensamientos y otras humanidades dignas de ser tenidas en cuenta y hasta de celebrarse. Sí, porque creo que, ante todo, estamos en medio de una fiesta de la literatura. Con su correspondiente tasa de alcohol, de cerveza ante todo. Fiesta, en fin, por lo bien narrada que está (ya he alabado en otras ocasiones las habilidades lingüísticas de Moga, sólo hay que leer su blog) y por lo entretenida que es. Para que luego digan.
17.4.14
Leyendo a Álvaro Valverde
Este texto apareció en el número 759 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos en septiembre del pasado año 2013 y se publica ahora íntegro aquí, en cinco entregas que se corresponden con las partes que tiene.
Por Gonzalo Hidalgo Bayal
1
Si en abril de 2012, a la espera de una suma
poética completa, apareció Un centro
fugitivo (La Isla de Siltolá), primera gran antología de la poesía escrita por
Álvaro Valverde entre 1985 y 2010, apenas unos meses después, en enero de 2013,
llegó a las librerías un nuevo último libro, Plasencias (De la luna libros), un recorrido sentimental por los
lugares del poeta, por los hitos de su territorio, un conjunto de poemas, según
confesión preliminar, «explícitamente autobiográficos», algo, por lo demás,
poco frecuente en la obra de Valverde, al menos en lo que se refiere a la (digamos)
«autobiografía con vida» (cosa distinta es la biografía interior o, si se
prefiere, la «autobiografía implícita», la que corresponde a la meditación y al
pensamiento a los que la propia vida aboca), no tanto en lo referido a la
circunstancia geográfica o territorial. Plasencia «ha sido el trasunto de no
pocos de mis poemas», se lee «In limine», breve razón previa del proceso y del
propósito, aunque enseguida añade: «sí, pero sin ser nombrada», y ciertamente
el territorio es hasta tal punto reconocible y abundante en su poesía y en sus
novelas que, cuando al fin se ha decidido a nombrarla, Plasencia se le ha
vuelto necesariamente plural: Plasencias. Busca, es cierto, un precedente de
autoridad externa, Venecias («Plasencias, como Venecias», dice, el libro de Paul Morand), que, sin embargo, según
creo, más que una afirmación o el reconocimiento de una deuda retórica es una
clara negación, el propósito de quien, habiéndose formado literariamente en
pleno esplendor del culturalismo novísimo, donde lo
veneciano tuvo una presencia generacional determinante, frente a una poética de
góndolas y canales, frente al esteticismo
decadente y enfermizo de una ciudad que se hunde, prefiere la poética menor de
su ciudad de origen y destino, de elección y permanencia, una ciudad ambigua
que genera por tanto un sentimiento ambiguo, un «odi et amo» que sólo en un
cincuenta por ciento es compatible con el lema «ut placeat deo et hominibus»
bajo el que se fundó, una ciudad también a su manera hundida (y no sólo en el
tiempo, y no sólo en las galerías de la memoria). En mi competencia de lector
testimonial el título Plasencias evoca
a su vez de manera inmediata el título de un libro primerizo y anunciado y
finalmente frustrado, no sé si inconcluso o solamente inédito, Poema de Ansano (hay en Plasencia una
plaza de Ansano), un libro del que Álvaro Valverde sólo ha salvado con el
tiempo un poema sin título, uno de cuyos versos figura como cita inicial de Territorio (libro por otra parte que le
merece hoy al poeta una valoración contradictoria) y que, sin embargo, crea una
suerte de círculo en torno a lo que ha venido luego siendo en esencia su poesía,
hasta el punto de que en Un centro
fugitivo figura como cita inaugural el poema entero, en cursiva y ahora bautizado,
esto es, con título: «Hojas de acanto y rosas», cuyo epifonema tal vez sea el
verso más citado de Valverde como enunciado y síntesis de su poética: «Hagamos
de este lugar un territorio». Ese territorio no sólo es Plasencia,
naturalmente, porque tiene además una clara dimensión simbólica, pero hay mucho
territorio en Plasencias y es, en
efecto, territorio autobiográfico, desde las casas en que el poeta ha vivido (también
los habitantes de esas casas) hasta los lugares que todos conocemos, la
evocación de lo que hubo y ha desaparecido, la geografía estándar de los
visitantes, la isla, el río, la plaza mayor, las catedrales, los conventos, la
muralla, las puertas, todo el laberinto interior en su conjunto (la expresión
«cartografía poética» se impone como necesidad y como tópico), pero también los
pasos del sujeto que habita ese territorio, y los pasos de otros habitantes
especulares, y la conciencia de ese sujeto, que es, en suma, quien pasea, quien
piensa y quien escribe. No cabe concluir en cualquier caso que Plasencias sea mejor ni peor libro que
otros anteriores (cuando «los poemas que [un poeta] escribe empiezan a ajustarse a un preciso
modo de decir que solemos designar como voz», una vez «asentada,
digámoslo así, su poética», por decirlo con palabras de Valverde, sólo caben
progresiones o mejorías circulares, frutos maduros equidistantes del centro),
pero sí que en cierto modo era éste un libro al que todos los anteriores
conducían, en el que se elevan hasta su nombre los lugares de siempre, en que
lo particular y lo universal al fin se funden.
2, 3, 4 y 5.
2, 3, 4 y 5.
Leyendo a Álvaro Valverde
2
Tengo cierta predilección
teórica por dos textos homónimos de Álvaro Valverde, titulados «Noticia de la
muerte», más un tercero llamado «Conversaciones póstumas». La primera «Noticia
de la muerte» es un poema de Una oculta
razón (1991) y se trata de un monólogo dramático en el que cierto escritor
ficticio reflexiona ante la llamada del necrólogo del New York Times Alden Whitman. «Conversaciones póstumas» (sigo el
orden cronológico) es un artículo de prensa (Abc, 1/3/1999) en el que, a propósito de ciertos epílogos
televisivos nacionales, cuenta cómo tuvo Valverde conocimiento de la existencia
de Alden Whitman, de sus procedimientos necrológicos, y cómo ello le llevó al texto
primero. «Escribí ese poema con un doble
convencimiento», dice: «que la breve nota daba para un cuento o una novela y
que, al menos entonces, yo sólo sería capaz de dar a ese hecho un modesto
ropaje lírico». Y la segunda «Noticia
de la muerte» es una reescritura narrativa del mismo episodio, desde el mismo
punto de vista, pero con más detalles sobre el personaje y la enfermedad que, además
de los años y el prestigio, provoca la llamada del necrólogo. El relato está
recogido en Ficciones. La narración corta
en Extremadura (2001) e incluye una nota a pie de página en la que se lee:
«Mi primer impulso, al conocer la anécdota en que se basa, fue el de escribir
un cuento. Quiere el azar que ahora, muchos años después de ser concebido como
poema, alcance por fin ese modo de expresión. Que cada lector elija bajo qué
forma lo prefiere y, si le place, que considere este trasvase de géneros como
una de las infinitas posibilidades del juego literario». Pues bien, que, tras
el punto de partida externo, el autor se viera en la necesidad de escribir
sucesivamente un poema, un artículo y un cuento no creo que forme parte tanto
del juego literario (en literatura cada asunto trae incorporado su propio género,
igual que reclama en arte su propia manifestación), como de la necesidad de
cerrar todos los huecos que el asunto trae consigo y todas las perspectivas
desde las que se ofrece. Bien es verdad que en esta triple «noticia de la
muerte» se aprecia una circunstancia puntual y cabría decir que excepcional, un
mismo asunto —la llamada del necrólogo— tratado desde distintos puntos de
vista, esto es, desde distintos géneros. Sin embargo, es a esta misma idea a la
que responde en sentido amplio la escritura de Valverde, la poesía, por una
parte, en primer lugar, y después la novela y el artículo (e incluyo en
«artículo» la actualización diaria del blog en que tanto se empeña). No se
trata de una trinidad intelectual o sentimental más o menos difusa, sino de los
distintos modos de expresión que requieren las ideas para cumplirse en su
totalidad, de modo que, si la poesía aspira al punto central de la diana, las
incursiones narrativas y las derivaciones periodísticas o digitales se expanden
por las varias circunferencias concéntricas de su superficie. La distribución
es pertinente: si la poesía es afirmación o hipótesis, la prosa narrativa o
periodística es una secuela lógica, un (cabría decir) quod erat demonstrandum.
3, 4 y 5
3, 4 y 5
Leyendo a Álvaro Valverde
3
Que Álvaro Valverde entiende su escritura narrativa
como una variante paralela, un complemento genérico, se aprecia sobradamente en
las dos novelas que ha publicado hasta el momento, Las murallas del mundo
(2000) y Alguien que no existe (2005),
una doble escenificación narrativa de sus temas poéticos. El germen de ambas novelas
se encuentra en la noción de territorio y de lugar habitable que ya anticipó en
los primeros textos poéticos y que ha seguido desarrollando después desde diversos
ángulos: a debida distancia, ensayando círculos, desde dentro y desde fuera (no
en vano los títulos son a un tiempo método y contenido). Ni la simetría argumental
de Las murallas del mundo, que es la
historia de un regreso y de un intento de recuperación de la ciudad que fue, ni
los sucesivos episodios de Alguien que no
existe, que es la historia de una disolución y de una fusión con el
espíritu perdurable de la ciudad, ocultan que esa ciudad es el centro y el verdadero objeto de la historia. Incluso
del poeta en clave que aparece en una de ellas se dice que «sus versos sugieren
un mapa de esta ciudad: un lugar que ha convertido en un territorio». Alguien
que no existe, además, se acoge,
como procedimiento narrativo, al monólogo dramático de un personaje ficticio, equivalente
e incluso simétrico al empleado en «Noticia de la muerte» (y en tantos otros
poemas por los que desfilan poetas, pintores, arquitectos, fotógrafos, viajeros,
etcétera, disfraces o variaciones o conjeturas del sujeto), en el que se
suceden señeros episodios de la pequeña intrahistoria urbana, semblanzas de señalados
personajes locales (arquetipos en general de la negra provincia), estampas de
un tiempo que desaparece, fragmentos, en fin, que no forman parte de la
«autobiografía con vida» del autor ni del narrador («retazos
y cosas que viví o me contaron»), pero que configuran una aproximación al
«centro fugitivo» del autor. Es como
si frente a la reflexión o la meditación a que conduce la contemplación
presente de los lugares de antaño, o a la rememoración que surge de esa
contemplación —la mirada, la memoria, la melancolía—, no cupieran en el poema los
personajes, las anécdotas, la noticia de un crimen, las adversidades con
nombre, las desventuras singulares de la guerra y la posguerra, y por ello Valverde
tuviera que recurrir a una voz enmascarada, la voz narrativa de «alguien que no
existe». No sé hasta qué punto cabría decir que, al margen de las exageraciones
y de la deformación atribuible al juego literario, el sujeto de Plasencias y el narrador de Alguien que no existe no son al fin y al
cabo el mismo trasunto personaje. Si el escenario —el territorio— es el mismo,
si muchos pasajes son los mismos, si ante su contemplación narrador y poeta (acéptese
que «poeta» apunta a veces al autor y a veces al hablante del poema) piensan,
sienten y dicen lo mismo, no sé por qué no habría que concluir que ambos son el
mismo o, si se prefiere, la cara y la cruz, el anverso y el reverso de un mismo
sujeto, de una misma voz. Si nos entretuviéramos levantando dos columnas
paralelas, una para el narrador de Alguien
que no existe y otra para el poeta de Plasencias,
y fuéramos cotejando paseos y pensamientos —miradas, memorias y melancolías—,
comprobaríamos sin esfuerzo que novela y poesía son vasos comunicantes. Atendiendo
primero al escenario, por ejemplo, esto es, a la ciudad, ambos coinciden en las
palabras descriptivas y en la obsesión del laberinto, de modo que, si los paseos del narrador son «constantes,
reiterativos, siempre por las mismas calles y en torno a los mismos sitios;
paseos circulares, fuerapuertas, alrededor de la muralla y paseos interiores,
por el centro, recorriendo las callejas laberínticas de los antiguos barrios
medievales», si «su recorrido reproduce el trazado de un laberinto», para el
poeta «ese trazado / es propicio al paseo y al silencio,
/ a las divagaciones y derivas, / a perderse sin más entre las ruinas / de un
nimio, inextricable laberinto». Lógicamente, la ciudad es su propio centro, su
mismo laberinto, condición intramuros o interior. La expansión urbana, por
tanto, uniforme y sin rostro, se percibe ajena y anónima. «Lo que denomino las
“afueras” es para mí otra cosa», dice el narrador: «Allí todo evoca imágenes
que hemos visto o podemos ver en cualquier ciudad de cualquier parte del mundo:
bloques de edificios, grandes superficies, institutos y colegios, almacenes y
talleres, naves industriales y tanatorios, en fin todo aquello que, según he
leído, se acogía al concepto de “no-lugar”, por oposición a lo que está
enraizado y pertenece desde muchos años, incluso siglos, a un sitio preciso y
sólo a ése». «Sin alcance de miras, / con escasa ambición / e inaudita torpeza
/ han ido construyendo periferias / en torno a esta ciudad», dice el poeta: «Uno
pasea por esos escenarios / sin memoria / y al cabo le parece / estar en
cualquier parte». Incluso en ambos late una misma memoria. «Si he de recordar
alguna imagen nítida de entonces», dice el narrador, «elegiré la estampa
recobrada de la plaza vacía. Era en invierno. Había nevado durante la noche y
la ciudad amanecía blanca, fría, desierta». «Con todo, es de una foto / la
imagen que prefiero», dice el poeta en «Plaza Mayor»: «un día en que la nieve /
la iluminó de blanco». Ambos ven la ciudad como una prolongación simbólica de
sí mismos, o al revés, si se prefiere, se ven a sí mismos como corolarios de la
ciudad, y así, si el narrador dice: «Tal vez por mímesis, a imitación de la
ciudad fortificada en la que vivo, yo también he levantado mis propias,
inexpugnables murallas. Muros que me protegen de mis semejantes, de los otros;
meras coartadas como la soledad y la timidez», el poeta, como si entablara un
diálogo con son semblable, son frère,
replica: «Yo te respondo / que acaso las murallas […] han sido mi refugio, una
isla aparte; / que entre sus muros, en fin, levantó uno / su mundo frente al
mundo». Y, en fin, para concluir esta deriva comparativa, aunque sin ánimo de
agotarla, ambos experimentan la misma pesadumbre del destierro interior. «Paradoja
cruel», dice el narrador, «saberse de un lugar, quedarse anclado en él, por
propia voluntad o por destino y, sin embargo, saberse, en ese sitio, un
desplazado» (adviértase que no sería difícil ni temerario escandir los
parlamentos del narrador e incluir discretas barras versales). «No es preciso
partir para sentirse / un desterrado, un extranjero. Basta / con apartarse un
poco de los otros, / por no participar de sus costumbres, / con ejercer sin más
de solitario…», responde el poeta: «No lo dudes, / sin salir de este sitio en
el que vives / sólo eres la sombra de un extraño». En modo alguno cabe decir que,
más allá de los límites de la experiencia, poeta y narrador sean autorretratos,
pero sí parece que a ambos les sostienen el mismo pensamiento e idéntica
determinación moral.
4 y 5.
4 y 5.
Leyendo a Álvaro Valverde
4
Antes, sin embargo, de llegar a Plasencias Álvaro Valverde ha recorrido
el trayecto que va desde «aquel Valdeamor
/ que dio título al libro / primero que escribí / cuya edición completa / —un
ejemplar a mano— / regalara a mi novia» hasta Más allá, Tánger, todavía inédito y del que algún poema anticipa El centro fugitivo, o, si prescindimos
de tentativas y de inéditos, desde Territorio
(1985) hasta Desde fuera (2008),
trayecto en el que al ahondamiento de la espiral temática se ha añadido la
depuración formal. Hace ya tiempo que Valverde recurrió a un ejemplo afortunado
para hacer visible el modo como los procedimientos poéticos se han ido
despojando de todo artificio retórico en pos de una claridad y una
transparencia ejemplares. «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de
las sierras de mi entorno», escribe («La sombra de una idea», 2004), «de ésas
que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si
intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz
de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la
superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos
mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo,
ni el codo, sino el hombro y más incluso». Después, trasladando la imagen a la
poesía, añade: «Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante,
sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar. En la claridad está la mayor profundidad» (la cursiva es mía). Y,
ciertamente, bien puede decirse que ese propósito y ese objetivo de claridad y
profundidad se han ido ahondando en libros sucesivos. El lector de sus poemas no
podrá entretenerse en vericuetos formales, sin más recursos musicales que una métrica acentual muy ortodoxa (lo que,
dado el capricho fónico del nombre, no deja de ser un punto paradójico: a quien
aglutina en nombre y apellido bilabiales y líquidas implosivas
bien podrían agradarle aliteraciones, consonancias y paronomasias, pero Álvaro
Valverde es un poeta perfectamente serio: nunca ha escrito sonetos), ni en
intrigas semióticas, porque carecen de concesiones adjetivas, y quedará, en
cambio, perplejo y pensativo ante la hondura de la meditación, en el enigma de
la melancolía, en lo que a pesar de la claridad permanece oculto e innominado,
en el «fondo de guijarros» (como «guijarro» viene de «petra aquilea», piedra
aguzada, no creo disparatado ver en cada poema la idea indemne cuyo filo o
aguijón alcanza al lector y cuya huella permanece). Pues, si, como se ha visto más arriba, la noción de
lugar (Plasencias, Alguien que no existe)
impone la idea de laberinto, si pasear entre estas murallas o, por extensión,
vivir, es ir trazando (o ensayando) círculos, entonces la obra literaria de Valverde,
tanto poética como narrativa, traza también un laborioso laberinto. Siempre he defendido que cada obra contiene sus propios índices de
lectura y que, a partir de cierto grado de madurez e inteligencia, nadie tiene
tanta conciencia de la obra literaria como el propio autor. Sirvan, pues, sus palabras
para enumerar los temas centrales de El
centro fugitivo (entiéndase este título como mera sinécdoque): «Esos temas […]
serían, en mi caso, la reflexión sobre la poesía (más allá del ortodoxo
ejercicio metapoético); el tópico del viaje (“la distancia se hizo para
amar lo recóndito”, escribí allí); la metáfora del jardín (esa hermosa
alegoría, como la anterior, interminable); la presencia de la casa (pues la
poesía es también un habitar) y la noción de lugar». Y añade: «Son esas obsesiones que
ensayan círculos en torno a uno mismo y que hacen único también, sujeto a
variaciones (al modo musical) o series (al modo pictórico), el poema sucesivo
que ese uno escribe con obstinación durante el resto de su vida». Todos
los temas, sin embargo, y las obsesiones, el jardín, el río, el verano, el
viaje, la conciencia de ser, etcétera, tienen haz y envés, son de ida y vuelta,
como si trazaran un oxímoron conceptual (que no es violento sino apacible y
sereno), una fusión de contrarios que cabe resumir en que el «centro» sea, en
suma, «fugitivo». El jardín, por ejemplo, es el espacio propio, propicio y
apacible, en el que se reconoce la memoria, el ser que ha sido, donde se funden
los motivos del locus amoenus y el tempus fugit en una suerte
de tempus amoenus (amoenus, a pesar de todo) que es el
tiempo de la contemplación y de la meditación y a menudo el instante de la
revelación; pero también es el sitio cerrado,
inaccesible, secreto, clausurado, prohibido, en el que se enseñorean las ruinas
y crece la maleza. El tiempo,
inexorable, subraya la condición efímera de las cosas y arrincona el pasado en
la memoria, el río, los veranos, la felicidad antigua de la infancia («Si la felicidad
existe, / es en la infancia. / Y, aún allí, en los veranos»), pero obliga, por
ello, a su recuperación, a buscar en lo efímero lo permanente, a negar una y
otra vez ante el curso fugitivo del río la maldición de Heráclito, a ser «en
sus aguas siempre otro y el mismo». El viaje es la
sucesión de motivos que permiten al poeta otras contemplaciones y ofrecen otras
perspectivas a la meditación, pero también es la suma de lugares que, con la
sinuosidad del laberinto, remiten inevitablemente, circularmente, al jardín, al
lugar de origen, al lugar del que no se sale, a la clausura de las murallas. Viajar
es advertir la multiplicidad del «centro»
y la unicidad del (valga decir) «no-centro», de todo lugar exterior y literalmente
excéntrico. Tanto da que el poeta esté en Nápoles, en Cadaqués, en Brujas, en Madrid o en
luminosas ciudades del sur: cada uno de esos lugares remite inexorablemente al
origen. Y no es sólo que todos los lugares sean a la postre el mismo lugar o el
único («una ciudad es todas las ciudades»), sino también que vaya el sujeto
donde vaya no deja de ser el mismo sujeto y no dejará de establecer conexiones
(en eso consiste en suma el ejercicio intelectual) entre lo uno y lo otro y
certificar que ir y volver sí son la misma cosa. Y en
uno y otro sitio, en el jardín, en los lugares del viaje o en el lugar propio, en
la reflexión poética, prevalece siempre la conciencia del ser, que lleva
consigo las eternas preguntas sobre la identidad presente y pasada («ya había escrito el poema que ahora leo»), sobre la identidad interna y externa, la necesidad del
desdoblamiento y la posibilidad de introducirse en otras conciencias, de ser otras
conciencias y hablar con la voz de otras conciencias en justa aplicación del je est un autre («yo era ese otro que ahora vuelve»), una suerte de extrañamiento
objetivo que no deja de ser un modo de desdoblamiento subjetivo, un circuito de
la mirada hacia otros que no dejan de ser yo, un yo exterior. Y que, además, en mi opinión, alcanza a la recepción
textual, pues si el poeta, «Leyéndome a mí mismo», desea «que un mínimo azar
haga al cabo posible / que yo sea ese otro», el usuario final de la escritura, «leyendo
a Álvaro Valverde» como corresponde (tal es la pretensión de estas páginas), se
convierte asimismo en el sujeto o en parte del sujeto del poema. De todo ello
resulta, en fin, una poética que va de la experiencia velada, del episodio
mínimo, de la oculta razón, al vigor universal del símbolo. De ahí, tal vez,
antaño, el silencio de los nombres; de ahí también la sutilidad de los hechos,
su sigilo: para no malversar la significación.
y 5.
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Leyendo a Álvaro Valverde
5
«Cualquiera que me haya leído», ha escrito Álvaro Valverde, «sabe que una de mis obsesiones favoritas coincide con una de aquellas preguntas de viaje de Elizabeth Bishop: ¿partir, quedarse? Uno se quedó. O no supo escapar». Tal circunstancia ha tenido, sin duda, repercusiones literarias, por una parte, en la medida en que se ha convertido en «obsesión poética» y, por tanto, en expresión (y no creo que si la decisión hubiera sido partir, como el personaje del apólogo de Kafka: «Salir de aquí: esa es mi meta», las consecuencias poéticas no se hubieran invertido con la misma intensidad y, por tanto, con idénticos efectos, esto es, con textos poéticos desde el otro ángulo, desde el otro lado de la frontera). Tomada, pues, la decisión de quedarse, desestimada la huida, los hechos se separan del tema, la obsesión y la realidad trazan líneas paralelas y se produce un desdoblamiento temático, el que da pie a parte de la escritura. De ahí que el sujeto de Plasencias pueda sentirse prisionero y declarar que «quedarse en este encierro es la razón / que iguala a una condena tu existencia». Pero también creo, por otra parte, que «quedarse» ha tenido consecuencias biográficas (digamos) sociales, en el sentido de que es bastante probable que la elección adoptada haya ido de alguna forma en perjuicio de la dimensión pública de Valverde, toda vez que, como se sabe, la corte sigue siendo corte todavía, a pesar de todos los pesares y todas las tecnologías, y la aldea sigue siendo aldea, por mucha significación interior que proporcione. Tengo el convencimiento de que Álvaro Valverde hubiera prosperado socialmente en la corte («De ocasiones perdidas / están hechas la líneas / que dibuja el destino»), pero ha preferido la discreción y aun la reclusión de la aldea. Recuerdo a este propósito que ya en 1985, antes incluso de la publicación de su primer libro, preparó Álvaro Valverde, en colaboración con Ángel Campos Pámpano, una antología de poetas extremeños de entonces (consagrados y promesas) que recogía un sinfín de nombres: fue Abierto al aire. El título respondía a su voluntad de manifestación, al deseo de mostrar una amplia gama de voces regionales con pretensiones suprarregionales, a abrir al aire nacional en suma la producción poética del territorio (eran tiempos fundacionales y entusiastas). No sé si fue mucho o poco el aire que pasó por la abertura, pero es en otro sentido en el que quiero usar la expresión. Pues fueron precisamente los antólogos (que por pudor no figuraban en la antología como poetas, lo que no ha sido obstáculo para que su obra sí tenga significación y relieve exterior, que se haya abierto por sí misma al aire) quienes permanecieron en la región. En Valverde, su reclusión singular en el círculo de sus plasencias arroja el siguiente resultado interior. Ha sido director del centro de profesores y recursos de Las Hurdes, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, director del Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán, cofundador de la revista hispano-lusa Espacio/Espaço escrito, coordinador del Plan de Fomento de la Lectura y director de la Editora Regional de Extremadura, tareas unas y otras que le han llevado a recorrer la región con infatigable intensidad (es un viajero automovilístico de primer orden, sin pereza ni fatiga: «Yo también al volante, como el reconocible / personaje de Pessoa, muy al este de Sintra / veloz, ¡qué duda cabe!») y a identificarse con las diversas muestras del paisaje regional, «la aridez y la fronda, la pizarra y el bosque». Ahora, retirado en la equívoca paz del laberinto, da clases en el colegio público Alfonso VIII de Plasencia, lo que, en cierto modo, lo convierte en un viajero inmóvil (uno más de sus temas poéticos). En una encuesta digital reciente, a una pregunta sobre el empleo del tiempo no lectivo respondía: «Leo, escribo, paseo, tomo algunas cervezas…». De la lectura dan prueba tanto sus colaboraciones en revistas como las numerosas y diarias entradas de su blog. De sus paseos hay abundantes referencias textuales, sea en «el enclave de un viejo molino de agua, desprovisto ya de su práctica función original en beneficio de la no menos ejemplar de servir para el retiro y el ocio», cuyos alrededores ofrecen dos posibilidades, «paseo largo» o «paseo corto», más la sabia e intuitiva mansedumbre de la naturaleza, sea por el paseo fluvial que flanquea ambas márgenes del río Jerte a su paso por Plasencia, catorce o quince kilómetros de hormigón más que suficientes para, a paso raudo, nervioso y solitario, sin diversión auricular alguna, dar forma al pensamiento y caminar con ritmo métrico: «Paseos, cómo no, / de un solitario / por lugares que siguen / suspendidos del tiempo. / Ahora, cada tarde, / junto al río, / repito esas precisas caminatas. / De paso apresurado, / son sendas reiteradas / a la busca incesante / de la vida perdida. / […] / Paseos en silencio, / siempre a solas. / Como forma de ser; / como método, quizás, / de conocerse; / de inmersión en el mundo; / rodeos al encuentro / de uno mismo; / formas de la nostalgia / o de la resistencia; / filosofía elemental / o una manera humilde / de ser hombre». Por mi parte, yo podría dar algún testimonio de las cervezas, raudas también, y coloquiales, a las que Álvaro Valverde aplica el mismo nerviosismo que a sus paseos, un nerviosismo que es rasgo asumido de carácter («soy un hombre nervioso», confiesa en la «Nota del autor» que cierra El centro fugitivo) y que tiene incluso reflejo sintáctico en sus escritos: la frecuencia de un súbito adverbio afirmativo ante vagas y presuntas objeciones, el recurso a fórmulas prosódicas reflejas que en sus escritos funcionan con brusca independencia, cierto minimalismo métrico, etcétera. Pero no creo que en ciertos hábitos haya mucha diferencia entre quienes se dedican al noble ejercicio de leer, pasear, escribir y conversar ante un vaso de vino o una cerveza meridiana. Cabe añadir, sí, lo dice en la misma encuesta, que le escandalizan pocas cosas: el paro, la corrupción política, los recortes y la privatización de la educación y la sanidad, el desprecio hacia la cultura, los desahucios, la pobreza, el hambre; y que se declara «socialdemócrata en suspenso. Sin carné, por supuesto. Y casi sin esperanzas». Pruebas de esa preocupación o de ese escándalo, de su compromiso civil, en suma, ha habido bastantes en sus artículos periódicos, cuando tenía columna semanal en prensa (lo que no dejó de procurarle sinsabores), o, ahora, al hilo del presente, igualmente en el blog, si bien cada vez parece más difícil, por una parte, comulgar con ruedas de molino y, al mismo tiempo, por otra, más inútil martillear en la piedra. No diré que, si, «entre sus muros, en fin, levantó uno / su muro frente al mundo», eso signifique una claudicación, pero sí que cada vez son más los muros y que lo que ante ellos prevalece es la voz serena y lúcida del poeta, la misma voz que en palabras del narrador decía: «Soy una persona solitaria, huraña, distante. Más melancólica que alegre; más depresiva que jovial», y en palabras del poeta: «No he vivido, confieso, / a favor de la noche. / Mi presencia es diurna. / La luz a la que aspiro / es blanca y la refleja / el sol sobre las cosas: / sobre el muro de cal, / en la azotea». Vale así: dar clases, leer, escribir, pasear, tomar algunas cervezas… Lo demás son puntos suspensivos.
16.4.14
Entrevista en Rick's Magazine
© Alberto Valverde |
Se habla en ella un poco de todo. Con la debida sutileza al pasar por encima de algunos asuntos. Tiempo habrá para explicaciones más prolijas.
Está divida en tres apartados: el crítico, el poeta y el editor. Mucho suponer es eso.
Pasen y, si les apetece, lean.
15.4.14
Azorín
Me pasa con Azorín lo que con Portugal, que se duele uno de no conocerlo como debiera.
Digo Azorín y evoco al mismo tiempo varios nombres. El de mi amigo Fernando Pérez, ante todo, que remite de inmediato al de su padre, Fernando Pérez Marqués, azoriniano de pro. Y el de Trapiello, cómo no, que tanto y tan bien ha leído al de Monóvar.
Recuerdo, además, una vieja anécdota. Allá por los ochenta, cuando nadie se acordaba (o casi) del autor de Los pueblos, me extrañó mucho saber (por Amparo Amorós) que todo un novísimo, Antonio Martínez Sarrión, leía y releía su obra con absoluta delicadeza.
A estos nombres he de unir, a partir de ahora, otro: el del joven profesor Francisco Fuster, alguien que se mueve como pez en el agua entre autores como Baroja (a su sobrino Julio Caro dedicaba el pasado sábado una Tercera en ABC), Camba y nuestro Azorín. De este último acaba de editar Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París (Fórcola).
Es un libro delicioso al que el mencionado Andrés Trapiello ha puesto un bonito prólogo y que gana aún más por las fotografías que lo ilustran.
"Leer es vivir, y no hay vida que se precie de verdadera y plena sin libros", escribe el autor de Las armas y las letras, y no otra cosa hizo Azorín como nos confiesa a menudo: "Leer y tornar a leer. No hay más remedio. Ése es mi sino: la lectura y también el amor a la soledad". Mi pasión, dice, son los libros. Fue, sí, "un insaciable lector". Y un bibliófilo que no se limitaba a coleccionar libros.
Fuster nos presenta, no lo dudo, "la más completa y documentada exposición de la personal filosofía de Azorín sobre el libro y la lectura de todas las publicadas hasta la fecha". Cincuenta textos divididos en cuatro grandes bloques: "Sobre la edición y difusión del libro", "Sobre las bibliotecas", "Sobre los libreros de viejo y las ferias del libro" y "Sobre la lectura" (donde se publica su lista de libros imprescindibles, empezando por la Biblia y terminando por los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola).
Son muchos los hallazgos y no pocas las lecciones que depara la lectura de esta obra, que no ha perdido cierta actualidad a pesar de los años transcurridos desde que estas reflexiones en primera persona se publicaron por primera vez. Me quedo con unas pocas palabras que, a mi humilde modo de ver, resumen a la perfección su ejemplar pensamiento: "La elegancia no puede ser más que lo sencillo".
14.4.14
Julián Rodríguez dixit
JR por Marta Zarco |
El escritor extremeño ha conversado en El Periódico Extremadura con Salvador Vaquero. Estas son algunas preguntas y respuestas.
-¿Cómo se define Julián Rodríguez?
-Crítico, es decir, pesimista por un lado; pero optimista "para la acción" por otro, siguiendo el dicho de Gramsci. Y con deseos de aprender siempre.
-¿Cáceres ha pasado del iceberg de la movida al último de la fila del panorama nacional?
-No soy nada nostálgico, y menos de los días de "juventud"... Creo que hay quien echa de menos su juventud y se equivoca al enjuiciar el pasado, recordándolo más brillante de lo que en realidad fue. Cáceres nunca ha pertenecido a la punta visible del iceberg cultural, pese a quien pese. Salvo, como el resto de Extremadura, en lo que se refiere a la poesía: puede decirse que la poesía hecha en Extremadura ha sido equiparable a la del resto del país desde hace mucho. Y me gusta, precisamente, que sea un arte "pobre" en lo material quien "represente" a Extremadura, me gusta esa humildad.
-¿Cuál es la situación actual de las letras extremeñas?
-Para bien y para mal, la misma que cuando había una política cultural más cabal. Eso en cuanto a "textos" me refiero. En realidad, toda crisis genera un espacio interesante para el arte, al contrario de lo que suele decirse, y aloja una luz singular y necesaria sobre la realidad que al final es fértil... Pero una cosa son los creadores (que, ojo, también necesitan "formación continua") y otra eso que llamamos "público": éste necesita inversiones en las bibliotecas, conferencias de calidad, cursos, seminarios, talleres, etc., etc. Y esto es lo que se nos niega a todos ahora.
13.4.14
La canción triste de Elena Medel
© Uxío da Vila |
En veinticinco años, tres mujeres han sido
premiadas, en lo que a poesía concierne, por la Fundación Loewe. Para ser
precisos, dos han conseguido el premio de poesía “a la Creación Joven” (para
menores de treinta años) y sólo una, Cristina Peri Rossi, ha conseguido el
acreditado galardón. Con Chatterton,
se suma a esa breve lista la cordobesa Elena Medel, en la categoría joven, eso
sí, pues nació en 1985. Una poeta, por cierto, muy representativa de la poesía
femenina española. Hasta ahora había publicado dos libros: Mi primer bikini (2002), que creó un significativo revuelo en el
pequeño patio de la lírica patria, y Tara
(2006), ambos en la desparecida, pero no olvidada, editorial barcelonesa
DVD.
Catorce poemas componen Chatterton. Sin necesidad de recurrir a la manida frase de Gracián,
lo importante no es eso. Dividido en tres partes, Medel ha escrito un libro
sobre la identidad en un momento clave de la vida de cualquiera, que,
significativamente, comienza con estos dos versos: “La madurez / era esto:” Por
eso Jaime Siles, miembro del jurado que la premió, ha resumido con acierto que
se trata de “una elegía a la adolescencia”.
Con aguzada conciencia femenina (no sé si
feminista), sin poder evitar la realidad
(“la vida real” a que alude Creeley en la cita inicial del libro), muy
apegada a lo cotidiano (a la cotidianidad, que menciona Mercedes Cebrián en la
nota de la contracubierta, y que ella destaca al nombrar la segunda parte como
“Nueva vida cotidiana”), entre referencias bíblicas y escenas domésticas
reconocibles (padre, madre, hermana, casa, macetas, etc.), se van abriendo paso
los versos, deliberadamente prosaicos, de aire norteamericano (tan al uso en la
poesía española de ahora), abruptamente encabalgados y sujetos al ritmo que
exige el propio discurso, la canción triste de Elena Medel.
Mujeres solteras (“Una plegaria para las
mujeres solteras”), solas, que comen comida rápida, viajan en metro y trabajan
en sórdidas oficinas. Imágenes opresivas en medio de la gran ciudad (un Madrid
nombrado y reconocible: Puerta de Atocha, Ciudad Lineal, Parla…). Soledad. Mudanzas.
Y crisis, claro, que se respira en estos versos del mismo modo, aunque cada
cual lo diga a su manera, que en los de cuantos poetas escriben hoy día en este
castigado país, lo pretendan o no. “Después de crecer / mi hogar lo levanté
sobre las ruinas”, escribe en “Jericó”.
El libro toma su título de Thomas Chatterton,
poeta del XVIII que se suicidó a los diecisiete años, un muchacho que encarnó
el espíritu romántico de su época, creador del monje medieval Thomas Rowley, y al
que Medel dedica un bonito y significativo poema que abre la última parte de la
obra, “Cuando me preguntan si escribo, respondo que ya no”.
A pesar de la extensión de los poemas, largos
en general, la contención, el laconismo y hasta la sequedad, en el mejor
sentido, son aquí norma. No es esta una poesía, digamos, palabrera, tan del
gusto de los poetas estupendos. Por otro lado, nada más normal si tenemos en
cuenta el tono grave que predomina. De ahí, tal vez, la consecuente brevedad
del libro.
Cierra el volumen “A Virginia, madre de dos
hijos, compañera de primaria de la autora”, un paradigmático poema que termina:
“No sé si sabes a lo que me refiero. / Te estoy hablando del fracaso.”
Nota: Esta reseña apareció ayer en ABC Cultural. El texto subsana la errata que se deslizó en el antepenúltimo párrafo de su versión en papel.
12.4.14
Un laberinto madrileño
De Martín Rodríguez-Gaona (Lima, 1969) uno sólo conocía su ensayo Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes. Leo ahora, algunos meses después de publicado, Madrid, línea circular, un libro de poesía editado por La Oficina.
La obra ganó el premio de poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad y la deriva de ese veterano galardón, que estuvo en manos de editoriales como Visor y DVD, la ha llevado hasta la exquisita casa madrileña donde unos dibujos de Jacobo Pérez-Enciso ennoblecen aún más la bonita impresión.
No es la del madrileño de adopción una poesía al uso, ni carece de ambición y de maneras. En torno a un Madrid de ahora mismo, con todos los problemas que acucian a quienes viven allí, levanta Rodríguez-Gaona su particular mapa de circunstancias, consciente de que habitamos en una encrucijada tan apasionante como peligrosa. Madrid, sí, es el pretexto, la metáfora, y las voces y los tonos que se entrecruzan en los extensos, fragmentarios poemas que lo componen quienes dan fe de la múltiple, rica e inclemente realidad que nos ha tocado vivir. Poesía civil, digamos, para una época que demanda, sobre todo, la intervención ciudadana. Del poeta también.
11.4.14
Palabra de Antonio Moreno
Los versos del poeta alicantino (1964) vuelven en forma de antología, la que hace el número 66 de la acreditada colección a rayas (en feliz idea de Marie-Christine del Castillo) de la sevillana Renacimiento. Su título es hermoso: El viaje de la luz, y su prologuista también de lujo: el poeta Vicente Gallego, cada vez más hondo, lúcido y sereno. Quien quiera saber algo de los poemas de AM (de los escritos entre 1990 y 2012) puede adentrarse sin miedo en las páginas que le dedica su paisano. La suya es, sin duda, una lectura cabal. A mí, tras pasar con gusto y aprovechamiento por allí, me queda ahora lo mejor, con permiso de VG: leer y releer los versos de ese excelente poeta. Uno de los que más respeto y admiro. Es difícil que alguien salga decepcionado de tan luminosa aventura.
10.4.14
Valero dixit
Samuel Sánchez / El País |
“La poesía es más complicada que difícil. Lo malo es que [no] termina de tener su espacio entre los lectores en España. Conserva la pureza que el poeta espera de su propia poesía. A los novelistas no les ocurre lo mismo porque la sociedad ha ampliado su capacidad lectora hacía la narrativa. El poeta necesita explorar en el abismo de la sociedad. En España los creadores de poesía tienen una fuerza importante. Sus voces son muy potentes”, dice Vicente Valero a Aurora Intxausti, que conversó con el poeta ibicenco para El País.