Al hablar de Guillermo Carnero
(Valencia, 1947), siempre se empieza por el mismo sitio: su condición de novísimo, uno de los nueve elegidos por Castellet
para su famosa antología. Con ser verdad, su obra, ya larga, da para mucho más
que para volver, una y otra vez, sobre ese lugar común. Su primera etapa se
cierra con la edición de lo que hasta entonces era su poesía completa: Ensayo de una teoría de la visión. Poesía
1966-1977 (con prólogo de Carlos Bousoño). Lo fundamental de su poética estaba
allí fijado. Por decirlo pronto, culturalismo y metapoesía (“aquella poesía que
se tiene a sí misma como asunto”, explicó en la Fundación March). Mucho más,
cabe añadir, que mero venecianismo. Llegó
luego el silencio y más de uno pensó que, retirado en los procelosos territorios
universitarios de la docencia y la investigación, sería definitivo. Pero
llegaron Música para fuegos de artificio (1989) y Divisibilidad
indefinida (1990); se publicó su poesía reunida: Dibujo de la
muerte. Obra poética, en
edición de Ignacio Javier López (1998), a la que siguió, en 2010 una
segunda edición corregida y aumentada: Dibujo de la muerte. Obra
poética (1966-1990); y, sobre todo, por la sorpresa que supuso (que se vio
refrendada con la concesión de los premios Nacional y de la Crítica), vio la
luz Verano inglés, en 1999, al filo del fin de siglo. Otra
etapa empezaba, la que conforma ese libro junto a Espejo de gran niebla (2002), Fuente
de Médicis (Premio Loewe, 2006) y Cuatro
noches romanas (2009). Salvo el premiado, todos ellos fueron publicados por
Tusquets en su colección Nuevos Textos Sagrados. Cuatro títulos “enlazados en
una unidad de sentido”, según su autor. Este momento queda resumido así por el
propio Carnero: “es cierto que a partir de Divisibilidad indefinida se
produce en mi forma de escribir una cierta mutación, que consiste en que la
verdad emocional se hace más accesible al aflorar en ocasiones el intimismo
directo que tan extraño me resultaba en un primer momento. Nada de eso ha sido
consciente ni calculado; se trata de una consecuencia de la edad y la evolución
personal, y es algo que culmina en Verano inglés, donde no faltan las
referencias culturales ni las reflexiones metapoéticas”.
Ocho años después, tras otro significativo
paréntesis, en el año que el poeta alcanza la setentena, aparece Regiones devastadas, que es sin duda un
gran título, y vuelve a ser acogido con interés por los lectores (lo que a
algunos nos devuelve la esperanza, no todo está marwanescamente perdido). En su “Pórtico”, con esa supuesta altivez
a que el catedrático emérito nos tiene acostumbrados, persuadidos también de que
estamos ante un lúcido lector, expone que, en “línea paralela” a esos cuatro libros
mencionados más arriba, “a cuya orilla se iban depositando”, ha ido reuniendo a
lo largo de veinte años en una carpeta (“tanto joyero como pudridero”) estos
“textos más breves” que ahora componen la obra que nos ocupa.
Para él han tenido, dice, “el
atractivo de lo elemental, lo sintético y lo pequeño, y el alivio de la
intensidad sostenida que producen (…) los más extensos y unidireccionales”.
Algunos nacieron breves y otros
fueron objeto de “un proceso deliberado de poda y despojamiento”, precisa.
Ya que las artes siempre ha
estado presente en sus poemas, aclara (cosa del todo pertinente en estos
tiempos bárbaros) que “si contienen referencias a elementos del imaginario cultural,
es porque ante y mediante ellos me he sentido llamado a dar cuenta de mí
mismo”. En “términos de mi historial personal”, matiza, y añade: “nunca me he
limitado a describirlos, puesto que son ellos los que, una vez designados, me
describen a mí”. Concluye que su objetivo no ha sido en ningún caso la
“accesibilidad”.
En la dedicatoria a su amigo el
arquitecto Antonio Fernández Alba desliza que es “lector sabio y brillante”. No
nos engañemos, a ese prototipo de lector ideal se dirige sin ambages Carnero. A
un lector culto, el menos normal de nuestra época. Incluso el de poesía, que
hasta ahora se caracterizaba por ser algo más que público.
La arqueología (recuérdese Poemas arqueológicos, de 2003) es la
protagonista del primer poema: “Yacimiento”. Siguen, en el sentido cronológico
de la Historia, otros que remiten a la Biblia, a la cultura clásica griega: Sunion,
Himerio en Atenas, y a la romana: Ovidio (“Remedia
amoris”), Virgilio (“Scripta manent”,
donde se dirige a su amigo Cneo Cornelio Galo), Bizerta (que da origen a uno de
los poemas más hermosos del volumen: “Factoría de Gárum en Bizerta”)…
En “Lección inaugural…”
encontramos un irónico aviso para lectores: “Los ignorantes toman por verdad /
el grado más pueril de la retórica”. En “Última oración de Severino Boecio” (en
Pavía) y “Oración de Venancio Fortunato” evoca a los bárbaros. “Estancia de
Heliodoro” se le ocurrió en el campo de exterminio nazi de Sobibor.
No es extraño que la edición de Cátedra,
donde se agrupó parte de su poesía, López tuviera que recurrir a tantas citas a
pie de página. No pocas, es verdad, innecesarias, siquiera para ese lector tipo
a que antes aludimos. El que conoce las obras de Tiziano, Bronzino, Lucas
Cranach el Viejo, Tintoretto, Domeniquino o Romero de Torres. Y ha leído al capitán
Aldana y Góngora. El viajero perdido en Roma y Viena.
“Toda belleza duele y es
violenta”, reza el primer verso rilkeano de “Muerte de Joaquín Winckelmann”, el
que termina: “No a la melancolía, la soledad y el tedio; teme al amor de un
ángel”.
Llegan después Tiépolo, Böcklin,
Rodin, Yeats…
El viejo recurso del
monólogo dramático y cuantos se ponen al servicio de ese artefacto literario
denominado poema (la ironía entre ellos) no pueden ocultar, sin embargo, que estos
versos ofrecen la medida de un hombre. Alguien que, según ha confesado en una
entrevista, visita subastas “para adquirir muebles de épocas más felices”. Como
la del último poema.
Por encima de esa
sustancia culturalista, en el mejor sentido: el más genuino y vital, que
impregna la poesía carneriana, uno destacaría la verdad de su belleza, que se
centra, claro está, en el lenguaje. Dúctil, exacto, epigramático, sentencioso. Elegante,
como don Guillermo. Propio de alguien que apoya su labor poética en el
conocimiento y el rigor.
Celebra uno, en fin,
que estos poemas no hayan permanecido en un cajón. Entre la “fragilidad” y la
“piedad”, aportan, sí, “una nueva forma de concebir la intensidad y de acotar
la expresión”. Un libro, sí, iluminador y necesario.
Guillermo Carnero
Vandalia. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2017
NOTA: Esta reseña ha sido publicada en el número
129 de la revistas
Clarín.