Inmigrantes de segunda
William González Guevara
Hiperión, Madrid, 2023. 94 páginas, 12 €
William González Guevara
Hiperión, Madrid, 2023. 94 páginas, 12 €
Leí por primera vez el nombre de William
González Guevara (Nicaragua, 2000) en una carta de Antonio Carvajal donde ponderaba
su ópera prima: Los nadies, ganadora del galardón que lleva el nombre
del autor granadino y publica Hiperión. «El poeta es de Nicaragua,
hijo de inmigrantes pobrísimos, muy joven. Y sabe muy bien quienes
son los álguienes y quienes son los nadies (y los naides).
Poesía de la experiencia de los hijos de las fregantinas de los poetas de la
experiencia. Con dolor y sin rencor», decía. Al
año siguiente, conseguía el premio Hiperión con este libro. En medio, Me
duele respirar, premio Ruiz Udiel (Valparaíso, 2023).
El título es cristalino, como casi todo aquí. El «de
segunda» se refiere a la generación inmigrante (llegó con 11 años), si bien no
evita el doble sentido. Esta es una poesía que rehúye los equívocos y va por
derecho a lo que importa. No es el primero en escribir sobre los múltiples
problemas que aquejan a los jóvenes en un mundo líquido en crisis permanente. Se
podría hablar incluso de una tendencia, muy plural, que ya afecta a más de una
promoción. De una suerte de nueva poesía social o cívica. Recuerden aquellos «hijos
de la bonanza», de Ben Clark, jurado de este premio. Para muestra, otro Hiperión:
Servicio de lavandería, de Belén M. Rueda.
Escribe Irene Vallejo en la contracubierta: «La vida de los Inmigrantes de segunda transcurre
en páramos contemporáneos, entre neones de sueños apagados y vastas
podredumbres. Allí donde brotan casas de apuestas para crear ludópatas
y fusilar sueños. Donde el autorretrato del artista adolescente
incluye una nevera vacía, tu chándal favorito, tu acento repudiado. Donde las
mujeres limpian por horas portales y casas, y sufren las mismas lesiones en el
brazo que los tenistas de Roland Garros, en sus labores sin trofeos. Y, por las
noches, recitan las letanías de los temarios para aspirar a la nacionalidad». Y
añade: «William acoge en sus versos lo que no cabe en los pactos de silencio.
Contempla las realidades que derogan la retórica de los grandes jardines
del imperio. Atrapa la tristeza malva de esas manos
jabonosas, de esas vidas escindidas. Invoca a coros de muertos amados, su
lúcida abuela nicaragüense. Con su sensibilidad explosiva, disecciona el
desgarro humano. Cómo no reconocernos».
De tres empleadas de hogar son las
citas que abren el libro. Y así se titula la primera parte. Nada aquí puede
sonar solemne. Es la vida, idiota, parafraseando el eslogan político. La de las
chicas, tan invisibles. Otras nadies: «Todas portáis el
rostro / alicaído de mi santa madre». Gente a la que le «pesa la vida». «Decidme:
¿a quién le importan / los huesos de mi madre envejecidos?».
Para contar lo que les pasa (lo conoce bien), WGG recurre, no sin ironía,
a palabras gastadas y a un lenguaje prosaico y conversacional, lo más cercano
posible al habla de la calle, que, no obstante, jamás pierde vista su condición
de poético. Decir las cosas de otro modo, más retórico y grandilocuente, habría sido un imperdonable error de cálculo lírico. Prima,
sí, la crónica. Uno la calificaría de «poesía documental».
Kapuściński, ya ven, inaugura la segunda parte: «La pobreza sufre,
pero sufre en silencio». Carabanchel, la Caixa, los chándales («La vida es
nuestro chándal favorito»), la droga, Pan Bendito, el banco de alimentos… Léase
«Ego sum, tu es, ille est». Y luego, en «Interludio», la chatarra, la vendimia,
las noches de autobús. Por fin, «Memento mori», tan emocionante: «Siento
la muerte lenta de mi madre». Y la lejana de la abuela. En Nicaragua,
deshonrada por el tirano Ortega.
Esta reseña se ha publicado en El Cultural.