5.2.17

La señora Florencia

Mujer sentada. Antonio López
Juan Ramón Santos presentaban el viernes en Las Claras su nuevo libro y en sus palabras caía la lluvia, una constante o hilo conductor de esos relatos. Como cayó después, cuando su compañera Pilar Galán hizo otro tanto con el suyo y evocó el año fatídico del que surgieron, a su pesar, los cuentos que se reúnen en el suyo, donde tampoco falta, desde el título, la lluvia. La misma que caía inclemente fuera y que seguía cayendo al día siguiente en la calle Zapatería y en los versos de Teresa Gúzman que el primero presentó en La Puerta de Tannhäuser. Decía Borges en su famoso poema que "La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado". Allí se ha quedado fijada para siempre la imagen de la señora Florencia, la vecina de mi abuela Fausta y la madre de personas a las que estimo: Isabel, Juan Francisco, José Luis y José Carlos. También de Félix, al que apenas he tratado. Los hermanos Muñoz Bejarano. Murió, ya anciana, un viernes lluvioso de febrero y su muerte fue todo lo dulce que cabía esperar en alguien que fue por la vida sin hacer daño a nadie. 
En mi familia, al menos para la más cercana, su figura forma parte del paisaje íntimo. Durante años, los de buena parte de mi infancia y adolescencia, mi abuela Fausta y ella entraban y salían de sus casas con absoluta naturalidad. Compartieron televisión y charla, celebraciones y duelos, alegrías y tristezas, confidencias y misas, salud y enfermedad. Mientras atendían a Félix y a Ramón, los maridos, y a hijos, nietos, hermanas (las dos de la señora Florencia, solteras, también eran habituales en aquellas reuniones)... Su particular sonrisa, a veces sonora carcajada, inundaba cada poco aquellas pequeñas estancias en penumbra donde la infeliz memoria de los años de plomo y la dura postguerra, de los tiempos difíciles, se hacía a veces demasiado evidente. Y la soledad, ya se sabe.
En el tanatorio, a pesar del dolor, vi en los rostros de sus hijos y hasta de sus nueras y yerno (mi estimado Manolo), la serenidad de quienes saben que en esa mujer buena el ciclo de la vida se había cumplido como a cualquiera le hubiera gustado, a pesar de esos últimos años entre las brumas del olvido. Por eso su partida ha sido menos dura. Sólo un poco, sí, porque precisamente a esa gente bondadosa y sencilla es a la que más echamos de menos. Por suerte, su memoria permanece. Y nos seguirá acompañando. De eso quiero dar cuenta, con gratitud, aquí.