30.4.22

Carta de Ávila

Hacía mucho tiempo que no recorría uno el trayecto que separa esta ciudad de la de Ávila. Aunque el camino natural es seguir la N-110, Soria-Plasencia, es más práctico, y casi tan bonito, evitar las curvas del Valle del Jerte y el Puerto de Tornavacas y tomar la autovía A-66 o de la Plata, subir hasta Béjar y, tras el Puerto de Vallejera, girar a la derecha y seguir por la SA-102. Ahí empieza la parte más interesante del viaje, al menos para los amantes de las carreteras secundarias. Uno pasa por Sorihuela, Santibáñez de Béjar (pequeños pueblos con justa fama chacinera), Puente del Congosto (con su castillo y su estrecho puente sobre el Tormes), Piedrahíta (con el soberbio palacio dieciochesco de inspiración francesa de los Duques de Alba y un bar en la plaza donde preparan unas deliciosas croquetas de huevo cocido), donde uno retoma la calzada de la 110, y el imponente Puerto de Villatoro (donde un mes de mayo de hace años nos cayó una nevada épica; nombre, por cierto, que recordarán quienes escuchaban en la tele única de los sesenta y setenta la información meteorológica de los hermanos Medina, Mariano y Fernando). 
La nieve acompañaba mi viaje desde las cumbres de las sucesivas sierras que conforman el paisaje de esas sobrias tierras castellanas. Al bajar Villatoro, todo cambia. Una recta interminable (o casi) nos lleva hasta Ávila. Los pueblos van quedando a ambos lados de la carretera y sólo cruzas uno, ya al lado del destino: Padiernos, y a 50, que hay radar. Antes, dejé a la izquierda Roal, un restaurante con tienda (y un matadero industrial, como otros de la zona) que nos descubrió Luis Landero, donde paraban a comer su amigo Juan Luis Mirón (el "landeriano alto") y él cuando viajaban desde Madrid hasta Plasencia. Desde entonces, no ha habido viaje a Ávila o Segovia (cuando estudiaba allí nuestro hijo) que no aprovechásemos para degustar sus platos caseros y abundantes donde la carne, con perdón, era apreciada protagonista. 
El edificio de la Universidad de la Mística, en el Centro Internacional Teresiano-Sanjuanista (CITeS), que alberga la Casa de la Poesía Juan de la Cruz, es moderno, de una arquitectura inesperada en una ciudad monumental con muralla como Ávila. Desde el cielo, tiene forma de estrella, o eso parece. Está pintado de verde. Dentro, uno se olvida del alarde arquitectónico y se funde en un ambiente de silencio y recogimiento propios de cualquier convento. En mi segunda estancia en el Aula Poética que dirige María Ángeles Álvarez Sánchez fui recibido con el mismo cariño que la primera vez y pronto se sintió uno a gusto con el grupo de habituales que asisten a esas sesiones o lecturas. No eran pocos. Mujeres, la mayoría. Saludé, por ejemplo, a Miriam Sayans, que, según me dijo, me conoció gracias a Las aguas detenidas (ya ha llovido, ay), cuando se lo regaló Jesús López, viejo amigo, casado con una prima suya. Luego recordé que cuando él era responsable del placentino Centro Cultural Santa María, José Antonio Gabriel y Galán presentó allí ese libro, el segundo de los míos. 
Abracé además a dos amigos recién llegados de Salamanca: Eduardo Ayuso (director de Ediciones Sígueme) y Óscar Lilao (bibliotecario de la Universidad), compañeros de estudios de mi hermano el cura. Una alegría. Y una sorpresa. 
Después de unas cariñosas palabras de presentación por parte de mi anfitriona, inicié la lectura de un breve texto sobre el libro que nos convocaba (sabia, temprana lección de mi amigo Bayal para esos casos), los diarios de Porque olvido, y tres breves fragmentos de la obra. A continuación, leí varios poemas inéditos, de libros que van creciendo con la debida calma, al azaroso ritmo que la caprichosa poesía impone. 
Las digresiones y las anécdotas no faltaron. Hubo un coloquio animado y, para finalizar, dediqué algunos ejemplares. A María Victoria (maestra jubilada), a Esther y a Ester, a Lola, a la citada Miriam, a Óscar... 
Según costumbre, no sin despedirme, cogí el coche y volví a la carretera. Llovía a ratos. Hacia poniente, al frente, se resistía a anochecer. Bajo esa luz mortecina, las nubes y la nieve subrayaban su indeleble belleza. Su inextinguible misterio. La radio, como siempre, me hacía compañía. Como siempre también, recordaba lo sucedido y me arrepentía, al paso, de muchas de las cosas que dije en la lectura, confidencias que surgen de forma natural durante la conversación con los otros (eso es al fin y al cabo la poesía), más cuando uno sale de las hondas soledades pandémicas que todos hemos sufrido.
Paré a echar gasolina en Piedrahíta. A las once estaba en casa. Con mi Aechmea Blue Rain en la mano, un precioso regalo de María Ángeles. 

Con Eduardo y Óscar


Vista general






26.4.22

Olmos

Los olmos cacereños de la Ribera del Marco van creciendo. Me alegro.

24.4.22

"Cáceres", de Pureza Canelo

La poeta Pureza Canelo (Moraleja, 1946) sigue ordenando su archivo y biblioteca, donados en su día a la Diputación de Cáceres. La tarea es compleja, pero ella no ceja en su afán de entregarlo todo en las mejores condiciones. Fruto de esa minuciosa y casi titánica labor, el redescubrimiento de un poema olvidado, "Cáceres", que se publicó en el diario ABC de Madrid en 1973 por encargo de su director entonces, el extremeño Pedro de Lorenzo. Salió en el periódico, nos recuerda, "con una gran foto a todo color del Arco de la Estrella y el Adarve". 
Aparece ahora, precisa, en "un nido de la carpeta de los años 70". Lo cuenta Canelo en la nota que abre la reedición de esos versos en la primera entrega de la bonita y sobria colección Pliegos El Legado, auspiciada por la mencionada institución pública. 
"Me sorprende su escritura derramada y extensión con mi joven pluma. En aquel tiempo empezaba mi obra poética y ahora compruebo que me tomé en serio el encargo de don Pedro. Debí escribirlo en Moraleja en el verano del 73". 
Sí, como ella misma indica, ya estaban ahí "los códigos, armas y registros" de lo que será mi poética en el tiempo". En especial, subraya, lo metapoético, "reflexión sobre la propia escritura por aquellas rampas empedradas de la Ciudad de Cáceres". 
"Pero quiero ser más atrevida / que la piedra agazapada de perseverancia; / porque soy ser vivo / y antena a más mundos sin orden", leemos. Y: "Al norte de tu corona ilustre / he nacido cerca de Gata, / y al Oeste, en mi propio río, orilla, / se lavaba en Portugal / batallando en el agua". Y: "Oh, ciudad, / prefiero no adularte tanto, / adentrarte en mis sentidos sí, / en ese estuche a recorrer / del que hablo. Paso gigante / este aprender de oros". "Palabras solas". 
Canelo concluye: "Recupero este poema con el fervor que merece la señora del Oeste". 
Aunque por esas fechas el ABC llegaba a mi casa a diario bajo el brazo de mi padre, no soy consciente de haber reparado en él. Todavía no estaba el adolescente de catorce años que uno era para versos. 
Leído ahora sorprende su actualidad. Quiero decir que no parece escrito hace tanto tiempo. Tampoco hace falta volver sobre la precocidad de su autora, que 1970 ganó el premio Adonáis con Lugar común. Tenía 24 años, pero el libro había sido escrito cuando contaba aún menos. 
No deja de ser, como Canelo apunta, "la prehistoria de una poesía enraizada en Oeste". 
Ha sido un acierto, sin duda, rescatarlo (sus lectores se lo agradecemos) y una feliz idea la de lanzar a la calle estos Pliegos El Legado que a buen seguro nos depararán nuevas sorpresas. 

23.4.22

El "Meléndez Valdés" de Basilio Sánchez

Lisbeth Salas para WMagazín

De los muchos debates en los que uno ha participado en la honrosa  condición de miembro de un jurado literario, éste (el de la tercera edición del Premio "Meléndez Valdés") ha sido acaso el más complejo. Lo de "arduas deliberaciones" esta vez fue verdad. Enhorabuena al ganador, Basilio Sánchez, por su excelente libro y, cómo no, a los finalistas por los suyos. La cosecha era magnífica. 

Aquí puede leer la información de la prensa.



22.4.22

El cielo es solo cielo

Fabio Morábito
 podría ser un personaje de Lejos de Egipto, la autobiografía de André Aciman. Como éste, nació en Alejandría (1955). Su infancia transcurrió en Milán. Su idioma materno, el italiano. A los 15 años llegó a México y aprendió español. En esta lengua ha escrito toda su obra literaria, tanto narrativa (es autor de cuentos y novelas: “Es de la prosa de donde realmente se alimenta un poeta para crear más poesía”) como lírica, compuesta por cuatro libros, uno por década (“Hay que descansar de escribir poesía, porque la poesía es un lenguaje sumamente artificial”): Lotes baldíos (1984), De lunes todo el año (1992), Alguien de lava (2002) –reunidos los tres en La ola que regresa (2013)–Delante de un prado una vaca (2011); y por tres antologías: El verde más oculto, Un náufrago jamás se seca y Ventanas encendidas. El quinto (que se titula igual que una amplia selección de sus poemas publicada en Francia por Seuil) es el que comentamos y ve la luz al inicio de un nuevo decenio. Consta de cinco partes y los poemas carecen de título. En la primera reflexiona sobre la propia escritura: “Escribo prosa mientras junto / valor para los versos”. Versos, cabe matizar, que con ser deliberadamente prosaicos nunca dejan de ser líricos: “que mis poemas rezumen prosa / sin desbordarse de los límites del verso”. Consiste en “hacer caber en la envoltura lírica / el máximo de utilidad”. De “las casas rodantes”, “aprendí que los poemas / se escriben en papel cuadriculado”. Él los concibe con “métrica mental”, aunque apoyado en “versos impares”.
Traductor de Montale y Saba, confesó a Olmo Balam que el triestino “me convenció de que yo podía ser poeta por su mirada al ras de las cosas, sin mayores pretensiones y apegada al vivir cotidiano”. De eso se trata: “La vida es escarbar y a cada cual su cielo”. Porque “puede que la escritura sea el único refugio desde el cual puedes sentirte real”. “La mía –dice Morábito– es una mirada obsesiva”. Su poesía, “velocidad pura” que destila y comprime el lenguaje. “Concentración”, en una palabra. Para elevar a categoría lo anecdótico. A base, claro, de imaginación. Una caja de madera convertida en autobús, por ejemplo. “Soy un experto en resplandores”. “No la cosa, sino los ojos que la han visto”.
Cree que todos sus libros tratan de responder a la pregunta: “por qué las piedras no se abren”. Ahí radica el misterio, que no falta en esta poesía transparente. “Todo viene al caso si estás vivo. / Todo”, podría ser su lema. Y eso sirve para pasar un invierno en la Antártida (donde “no prosperó la pelambre”), ir a Puebla sin perderse, echar de menos las guitarras y los ceniceros de los aviones o colgar sábanas en la azotea. Por medio, deliciosos poemas de amor que hablan de la sutileza de Morábito. De su melancólica ironía y su humor: a este hombre se le lee con una sonrisa en los labios, incluso cuando se refiere (“Qué final!”) a la muerte de su padre: “como si para morir fuera preciso / estar en buena forma”.
La errante juventud perdida y el insomnio, la madre y la infancia (con hermano y sin perro), los ciegos y los mudos (como en su novela El lector a domicilio), los cuadros y los muros, los mapas y los besos, los gallos y los ríos le inspiran poemas memorables. “Escribo para que me oigan, no para ser leído”, afirma.
 
Fabio Morábito
Visor, Madrid, 2021. 108 páginas. 12 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

16.4.22

En Cáceres con Cernuda

Teníamos interés en que nuestros amigos suizos, Jorge y Christophe, conocieran El Figón, el restaurante cacereño donde tantas veces hemos disfrutado de la buena cocina. La más tradicional y la más extremeña. Un clásico. Allí quedamos con ellos y ellos se presentaron con la puntualidad prevista y un regalo en las manos. Un libro. Bien sabe Dios que no soy bibliófilo, pero qué emoción al abrir, y luego oler y tocar, la primera edición (la de Losada del 47) de Como quien espera el alba, de Luis Cernuda, uno de los poetas que más admiro, el mejor, para mí, del 27 y uno de los cinco mejores (podría reducirlo tal vez a tres), en español, de su trágico siglo. 
Los poemas que lo componen, ya se sabe, fueron escritos durante su exilio inglés, entre 1941 y 1944, en Glasgow, Oxford y Cambridge. A pesar de que no en las mejores circunstancias, como cuenta en Historial de un libro, sí en "uno de los períodos de mi vida cuando más requerido me vi por temas y experiencias que buscaban expresión en el verso; a veces, no terminado aún un poema, otro quería surgir". Luego confiesa: "Es quizás una de las colecciones de mis versos donde mas cosas hay que prefiero". Brines, uno de sus mejores lectores, lo consideraba su mejor libro. Le contó a Miguel Mora (El País) que "cuando estudiaba Derecho en Salamanca, encontró Como quien espera el alba en el polvoriento armario de una librería madrileña. Desde entonces, ése fue su libro favorito del autor de Desolación de la quimera, aunque aguantó el trayecto en tren hasta Valencia sin abrirlo «para aumentar el placer del descubrimiento»". 
No debe olvidarse que contiene poemas tan sustanciales en su obra como "Góngora" o "A un poeta futuro". Por lo demás, el título lo dice todo: Cernuda esperaba un nuevo amanecer, para él, un exiliado a la intemperie, y para el mundo, que no dejaba de estar en guerra. 
La comida no decepcionó a ninguno de los cuatro. Al salir, Cáceres, entre aguacero y aguacero (algo muy inglés, por cierto), volvía a ser la ciudad donde uno descubrió, como estudiante, libros como este de Cernuda, donde empecé a pergeñar mis primeros versos, donde, en fin, volvía, muchos años después, a la incesante ilusión de la poesía. Gracias. 


8.4.22

La poesía de Clive James

Fin de fiesta (Pre-Textos), del australiano Clive James (Kogarah, Australia, 1939-Cambridge, Reino Unido, 2019) fue uno de los libros que recogí en mi lista de los mejores del año 2021 para El Cultural. La reseña de Jordi Doce en La Lectura, el nuevo suplemento de cultura de El Mundo, me animó a volver sobre él y reconozco que pocos libros me han estremecido tanto como este en los últimos tiempos. Sorprende que su autor, aunque de origen australiano, fuera durante mucho tiempo un personaje famoso de la televisión británica lo que, imagino, conlleva suponerlo un ser frívolo que viajaba a merced de los acontecimientos que ese trepidante mundo acarrea. También pasó por la radio y el teatro. Fue crítico de The Observer (de 1972 a 1982) y, según la socorrida Wikipedia, "su popularidad en Reino Unido se debió primero a su actividad como guionista de televisión y, posteriormente, a su faceta como presentador de sus propios programas". En la BBC, pongo por caso. 
Dicen que, como crítico, "en ocasiones era despiadado". Ejerció ese oficio en la prensa, los suplementos y las revistas. Sus reseñas fueron reunidas en sucesivos libros de ensayo. En 2007 publicó Cultural Amnesia (2007), "una colección de biografías intelectuales mínimas de más de 100 figuras relevantes de la cultura, la historia y la política modernas". 
James tuvo como maestro a Philip Larkin (¡qué excelente discípulo!) y agrupó todos los textos que escribió sobre su poesía en Somewhere Becoming Rain, que es, según creo, su último libro publicado, de 2019. 
A lo largo de su vida dio a la imprenta novelas y varios volúmenes autobiográficos. Asimismo, colaboró en álbumes musicales junto a Pete Atkin. Y hasta se atrevió con Dante: en 2013 vio la luz una traducción suya de la Comedia
Otra de sus facetas como escritor fue la de autor de libros de poesía; a veces, humorística y satírica. Poca gracia tienen, sin embargo, aunque no falte un sutil sentido del humor y la imprescindible ironía, los poemas de este libro que comento. Lleva por subtítulo Últimos poemas. Poemas meditativos, sí, al borde de la muerte, escritos por una persona seriamente enferma. Eso no resta a estos emocionantes versos lucidez, todo lo contrario. Ni el cansancio ni la medicación ni los padecimientos ni, al cabo, la culpa (que tiene un peso decisivo en esta historia) vencen a las serenas reflexiones de alguien que sabe bien lo que le espera. Allí, casi siempre solo, en su casa de campo. 
No niego que la lectura de Fin de fiesta sea muy distinta si quien la hace es un joven con toda la vida por delante o una persona mayor que ya le ve las orejas al lobo; uno, por ejemplo. Dudo, en todo caso, que cualquier lector, con independencia de su edad, no quede conmovido por lo que James cuenta y por cómo lo hace. No, no estamos ante un poeta aficionado. Su verdad no puede dejar impasible a nadie. 
La muestra, dice Doce (y en su categoría de acreditado traductor podemos confiar por completo), está "traducida modélicamente" por Luis Castellví Laukamp, que ya en 2019 publicó en la revista Letras Libres "In Memóriam: Clive James (1939-2019)", donde podemos leer, por cierto, un poema suyo: "Regreso del niño de Kogarah". Como epígrafe: "Inscripción para una pequeña placa de bronce en Dawes Point (Sídney)". 
Doce, que presentó el libro junto a Castellví en la librería Rafael Alberti de Madrid, termina su nota afirmado que "estamos ante un poeta genuino, en el que inteligencia y emoción van en todo momento de la mano. Una revelación". Pueden creerlo. 

7.4.22

Goñi

Como tantos lectores, uno también siente la muerte de Javier Goñi. Fue un crítico de referencia. Y un buen narrador. Seguía sus reseñas porque, a decir verdad, coincidía con sus gustos. No optó por la estridencia ni por la presunta novedad a toda costa. Además, estaban muy bien escritas. Con la debida claridad.
Tuve, en fin, la suerte de que se ocupara en Babelia de mi segunda novela: "Alguien que no existe". Tituló su nota "Raros y solitarios".
Descanse en paz.

5.4.22

Gildardo

En un remoto lugar de México, Texcoco, vive desde hace 40 años Gildardo Montoya Castro. Alguien, dice él, "interesado en ese «juego de palabras», la poesía, según el admirado José Emilio Pacheco". 
Nació en Sinaloa, estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana y cursó la Maestría en Letras Mexicanas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Aún ejerce la docencia en la Universidad Autónoma Chapingo
Tiene tres libros publicados: El ladrón que sobornó a la luna, Armónica para desnudar el sueño y Ebria ilusión del aire. Poemas suyos figuran en las antologías: Los mejores poemas mexicanos (Joaquín Mortiz y Fundación para las Letras Mexicanas, 2005) y Poemas para un poeta que dejó la poesía (Cuadernos de El Financiero, 2011).
A los 62 (como uno, de la cosecha del 59), acaba de iniciar los trámites para su jubilación. 
Hace años que nuestras cartas cruzan el Atlántico. 374 contabiliza mi servidor de correo. En las suyas, torrenciales, vienen confidencias, poemas inéditos y, sobre todo, fragmentos de obras de distintos autores (mexicanos no pocos, como Paz o el citado Pacheco) que, lector incansable, considera oportuno que uno lea o relea. También entrevistas. Sabe que es un género que aprecio. Una de Eliseo Diego, por ejemplo: "Poco a poco fui tendiendo a la mayor concisión posible. Me parecía que mientras menos palabras hubiera, mejor. Y sigo pensando lo mismo. El único principio realmente válido en poesía es el de la necesidad". Otra de Seamus Heaney: "el poeta frente al silencio debe permanecer callado hasta que llegue algo digno de decirse. "
Aunque afirme: "Lo cierto, es que prácticamente ya no escribo. Vivo de cosas de otro tiempo. Es triste", no dejan de llegar poemas. Casi siempre en distintas versiones y con la pregunta: "¿He escrito un verdadero poema?"
En una de sus últimas cartas anota: "Debo estar en declive, acaso en «ese oscuro camino a la vejez» que cantaba uno de mis poetas de «cabecera»: Rubén Bonifaz Nuño". A los dos, llegados a este punto, nos preocupa el imparable paso del tiempo. Normal. "Ahora que el señor Cronos «ese disfraz del diablo» (Lezama Lima), insiste en ultimar su fechoría onomástica (4 de octubre), los recuerdos continúan haciendo antesala en la memoria", escribe. Y: "De repente hay días que siento en mí como una loza pesada, muy pesada, no logro acostumbrarme a mis 61 años... Recuerdo cuando iba de la mano de mi padre y yo no dejaba de preguntarle tantas cosas... Empezaba a nombrar el mundo. Se envejece, se envejece".
Él es un ser nocturno. Uno, diurno. Los dos, animales melancólicos. No deja de escuchar música, algo que a mí me cuesta. En lo que respecta a la correspondencia, no siempre le alcanzo. 
En esos mensajes que parecen lanzados por un náufrago, verdaderas páginas de un diario, abundan, sí, los recuerdos. El padre y su armónica, su abuela María del Carmen y el limonero del patio de su infancia, la inolvidable madre, su hermano Jacobo que vive en Tabasco (al que visita en su finca Kukai, en medio de un exuberante paisaje tropical, la tierra de Carlos Pellicer)... 
Copio, en fin, tres poemas de Gildardo Montoya. Un solitario. Un poeta. Un amigo. Tan lejos, tan cerca. Un abrazo, cuate. 


SÓLO MÚSICA

Caminaba, demasiado nocturno,
casi cuerdo, rumbo a casa.

Caminaba; atrás la chispa, el relajo,
Mozart, divino Mozart, en alto voltaje.

Caminaba,
allegro, allegreto, oscura
carretera sin nadie, y sin nada, en mis
bolsillos.

Caminaba; sorpresa, tenazas, cuello,
voltereta. "Pinche pobre".

Caminaba; pensé, no sé por qué,
en los últimos días de Mozart en la tierra;
sin nada, sólo música, mucha música, en sus
bolsillos.


NIÑOS DEL AIRE

Los vi; con su cajita,
nadería, su precariedad;
se acercaban, escuálidos,
ofrecían leves, frágiles;
"niños del aire" pensé, sentí;
hoy, aquí, los evoco, en esta
hora alargada, dolor, aire,
insomne, oscura.


NUNCA

Desde algún lugar del
destino escucho lunes
acaricio jueves de tus
pasos nunca te miré te
sentí desnuda desde
algún lugar del destino.

3.4.22

Carta de Sevilla

Con tiempo por delante, salí de Plasencia a las nueve y cuarto de la mañana camino de Sevilla. A las nueve y cuarto de la noche (casi tarde todavía), regresaba. Con curiosa precisión matemática. Como en los viejos tiempos. Otro viaje exprés. 
Me preocupaba un poco que la huelga de camioneros pudiera afectarme (que me encontrase con alguna marcha lenta de vehículos, por ejemplo), pero la autovía estaba expedita. Como no paré en sitio alguno, a las doce y media estaba en el aparcamiento del Mercado de Triana. Fue llegar a Plaza de Armas y encontrarme de golpe con una multitud que pululaba por las aceras, turistas la mayoría. Como si fuera agosto: camisetas, bermudas, sandalias... Me sorprendió ese gentío, la verdad. Más después de la pandemia y sus soledades. El puente trianero era una feria. 
Al salir, me esperaba en la placita Carlos Peinado Elliot, profesor de la Universidad de Sevilla, quien me había invitado a participar en el Máster de Escritura Creativa; el primero de los reconocidos en España por el Ministerio del ramo. Luego llegaron otros, como el de la Complutense de Madrid. 
Paseamos por el barrio, entramos en alguna iglesia, cruzamos el río, nos acercamos al Arenal y a las traseras de la Maestranza... Y conversamos, sobre todo conversamos. Volvimos después a Triana para comer. Sobria, discretamente, en un patio de lo que fue una fábrica de cacharros de barro. En la calle Alfarería, dónde si no, una palabra que nombra la esencia del famoso barrio sevillano. 
Como la sesión era a las cuatro y media, nos fuimos pronto a la Facultad de Comunicación, sede del curso. 
Aunque no les pude ver la cara, me consta que, de la decena de alumnos que asistieron, la mayor parte aparecen en la foto que ilustra esta entrada, realizada con motivo de un retiro literario que tuvo lugar el fin de semana pasado en El Puerto de Santa María, que no es mal sitio para inspirarse y escribir. (Donde, por cierto, hace muchos años conocí, en la Fundación Alberti, al nuevo consejero de Cultura de la Junta de Castilla y León, el bejarano Gonzalo Santonja, designado por Vox.) 
El primero por la izquierda es el profesor Peinado, que acaba de publicar en RIL su segundo libro de poesía: ¿Sangra el abismo? 
Tras su breve presentación, hablamos durante hora y media de poesía. Y al hilo, de lecturas, de premios, de crítica, de autores, de azares y, en fin, de otras casualidades que hacen que alguien acabe dando en poeta. Una rareza. Algunos de los presentes (más "las" que "los") están en ello, aunque la mayoría, más prácticos, aspiran a ser novelistas. 
Pasé un rato muy agradable delante de personas que escuchaban con atención y que intervenían con perspicacia. Dije menos de lo que tenía previsto decir. Siempre he defendido la naturalidad de la improvisación; por eso, nada he odiado más que las programaciones que me obligaban a pergeñar las autoridades educativas para dar mis clases en el colegio; corsés teóricos que nunca respeté, como es obvio. Cada día, sí, tiene su afán. Y cada actividad, el suyo. 
Por otra parte, siempre me he acercado con cautela a los talleres literarios. Por eso admiro tanto a amigos que han logrado impartir esa compleja docencia: Gonzalo, Jordi...
Salí de la Facultad sin problema, me incorporé pronto (y sin perderme) a la autovía (estaba en La Cartuja) y emprendí el viaje de vuelta con la fiel compañía de la radio, donde no dejaban de hablar del tortazo del actor Will Smith en la gala de los óscar de Hollywood. A ratos, llovía. Puro barro. Adelanté a un interminable convoy de camiones escoltado por la Guardia Civil. Y ya que menciono a la Benemérita, a la altura del Leo, cerca de Monesterio, el susto de la tarde: cuatro guardias civiles, de forma temeraria (uno venía, digamos, a 120 kilómetros por hora), se cruzaron delante de mí y me conminaron, con aparatosos gestos, a que parara en el arcén. Eso hice, como es lógico. Después, uno de ellos se acercó, me miró a debida distancia y me indicó, sin más, que siguiera, no sin advertirme que lo hiciese poco a poco y por el carril de aceleración (ellos estaban en la salida de la conocida área de servicio). Imagino que me confundieron con un piquete del paro del transporte. Con un peligroso ultraderechista (sin patillas), vamos. Como comentó mi hijo, a punto estuve de conseguir por un momento mi sueño infantil: ser camionero. Aunque fuera uno emboscado. Pero no: de simple conductor de turismo no he pasado. 
Paré en El Caldero a echar gasoil. Sin dar crédito al montante de la factura. 
A favor del dichoso cambio de hora, llegué a casa con las últimas luces. Cansado, pero contento. Y agradecido. Con ganas de regresar a mi estable, retirada rutina. 

1.4.22

La vida que insiste

Orlando Mondragón
(Guerrero, 1993) es el primer poeta menor de 30 años que gana el Loewe. También el primer mexicano en hacerlo en esa categoría (Aurelio Asiaín fue Premio a la Creación Joven), pero no el único médico. En la actualidad trabaja como psiquiatra en un hospital. La psiquiatría se encarga de ver las anomalías del pensamiento y las emociones, y la historia de la poesía es eso
”, apunta.
Ganador en 2017 del Premio de Poesía Joven Alejandro Aura por Epicedio al padre (donde a la enfermedad y desaparición del progenitor se une el rechazo de éste por la homosexualidad del hijo),  Mondragón, becario de diversos programas de creación literaria, publica ahora su premiada segunda entrega.
Está compuesta por veintisiete poemas numerados en romano y catorce prosas (cada dos poemas, una) tituladas “Suturas”. Se abre con dos bien traídas citas: de Eliot (“El mundo entero es nuestro hospital”) y de Viel Temperley, el autor de Hospital Británico (“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”).
Jaime Siles, miembro del jurado, resume que “es un libro personalísimo sobre el dolor, la enfermedad, la muerte y la escritura, la poesía y la resurrección”. Su compatriota Margo Glantz, jurado también, sostiene que “si no fuera melodramático, diría que en el poema la muerte se vuelve bella”. Mondragón, en fin, se ha referido a “una búsqueda de belleza en esas experiencias tan horribles, incomunicables e intransferibles que nos modifican como personas”.
Sí, desde el principio la enfermedad, que participa de la muerte y, sobre todo, de la vida, cobra protagonismo en un libro que no deja de ser, como afirma Glantz, un “diario médico”. Su ámbito: un aséptico hospital (con sus olores) donde médico (el que da confianza, alivio, consuelo) y enfermo se necesitan. “Me ha interesado explorar el punto de quiebre, el momento en el que se rompe cada individuo”, ha comentado Mondragón.
Y allí, los cuerpos. Y su lenguaje: “Traduzco ese idioma / escondido entre el silencio y la carne. / Lengua de ciegos”. El que utiliza se adecúa a lo narrado: es seco, preciso, cortante. Como perfilado con bisturí (instrumento al que dedica el poema XXVI). Sin concesiones al lucimiento. Palabras que “Ensucian. / Manchan lo que nombro”. Según Siles, “tiene la difícil complejidad de la sencillez”. Por su parte, Mondragón cree que “desde que uno empieza a escribir o a verbalizar la experiencia comienza la distorsión”.
Ahí los enfermos (niños o adultos), pero también los intendentes, las limpiadoras, las enfermeras, los conductores de ambulancia, a quienes dedica poemas muy emotivos. Y a los cuidadores, quienes acompañan: “Es tan poco lo que hace falta / para ser una casa. / Apenas estar lado a lado. / Tocarse”.
“Escribo para que el tiempo / realice el inventario / de los hechos”, leemos. Y: “No es esperanza lo que busca / sino, más bien, una certeza”. Lo que casi siempre falta. Así, al desconectar a alguien: “Mi dedo es el verdugo / que silencia los monitores”.
Tampoco falta la feliz expectativa: en los recién nacidos, por ejemplo. Aunque “La vida comienza con ese exilio” y los bebés no hayan desarrollado “la enfermedad del lenguaje”, ve la leche materna y anota: “Qué ganas de sorberla”.
“La enfermedad no enseña”, dice, y el dolor “no requiere de una herida”.
Las “suturas”, reflexiones que no pierden su carácter lírico, se centran en el rojo. El color de la sangre. Una metáfora. A su “lección”. “Hablo en rojo”. “Rojo significa resucitar”.
El breve libro se cierra con un poema más extenso que el resto donde el residente dialoga con los estudiantes. “Yo / permanezco”, concluye. En la “sutura” final: “Salgo a la calle. / Respiro el aire frío”. “La vida que insiste”.
 
Orlando Mondragón
Visor, Madrid, 2022. 68 páginas. 12,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CULTURAL