30.11.22

La poesía según Eugenio Montejo

Eugenio Montejo
Edición de Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini
Pre-Textos, Valencia, 2022. 1.028 páginas. 48 €
  
Gracias al segundo tomo de la Obra Completa de Eugenio Montejo (Venezuela, 1938-2008), que reúne el ensayo y los géneros afines, el lector puede disfrutar al completo de la faceta reflexiva de uno de los nombres imprescindibles de la poesía hispanoamericana contemporánea.
Los grandes poetas modernos, Eliot, Auden, Stevens, Bonnefoy, Ungaretti o Benn, y, ya en nuestro ámbito, Machado, Cernuda o Paz, por citar sólo algunos, han complementado la escritura de sus poemas con la meditación sobre el hecho poético. En el prólogo (que figura en el primer volumen), se recalca que “el quehacer de Montejo […] jamás estuvo exento de ideas y su fidelidad al ensayo lo prueba”. Es consciente de que escribe en una época que ha prescindido de los dioses y las ciudades. Que ha dejado atrás la “era alfabética” (el alfabeto era para él “sumo prodigio de la inteligencia del hombre”). Centrado en la lírica, “fundamento de nuestra existencia”, y no en la religión o la patria, como sus antecesores, su mirada es atenta y “oblicua”, a lo Montaigne. Subjetiva e individual, con “voluntad de ser lenguaje”. Su tono, “antiintelectual”. Basado en la claridad (estuvo en contra de los “especialistas del misterio”), cercano a “lo irracional” (“toda crítica es en su fondo mismo irracional”, dijo Curtius) y lejos del “imperativo científico” y las “disecaciones académicas”. El propio de un lector culto y lúcido que, al leer a otros, se lee a sí mismo. Por eso, estos ensayos rigurosos y amenos son necesarios, no un mero apéndice de su labor poética. Una y otros van a la par. Están escritos con la misma exigencia. Por las sabias lecciones que destilan, dignos de ser escrutados especialmente por los jóvenes, a los que instaba a “aprender a sentir”.
El libro se compone de tres partes: “La ventana oblicua” (1974), “El taller blanco” (1983) y “Prosas misceláneas (de 1966 a 2011). Por sus páginas pasan, entre otros, el inmóvil Bousquets (recién publicado en Galaxia Gutenberg); Valéry: ¿los poemas nacen o se hacen?; Novalis, el poeta-filósofo; Benn, al cabo “inocente”: “El poeta es siempre, por encima de todo, un hombre”; el solitario y audaz Ramos Sucre: “Leopardi es mi igual”; Drummond de Andrade, “poeta menor y de ritmos elementales”; Rimbaud, el rey del silencio como “acto poético”; Espríu y su “adustez bíblica”; Juan de Mairena; Ungaretti, su “meditación sobre la memoria”; el ejemplar Cernuda; Cassou: “El poeta es un experto en atención”; Pellicer y la luz del trópico; Cavafis, poeta “de la vejez”; el pintor Reverón y su “cruda intemperie marina”; el Rossi de Manual del distraído; Pepe Bianco, alma de la revista Sur; Valencia, su ciudad “prenatal”, y Lisboa, donde vivió, la de su admirado Pessoa y los calceteiros, protagonista de uno de los textos más emocionantes del conjunto: ”Una vieja travesía”; Gervasi, uno de sus maestros, como Mutis; los “emisarios de la escritura oblicua” (Malte y Rilke, Teste y Valéry, Reis y Pessoa, Barnabooth y Larbaud...), poetas enmascarados “de la “disolución del yo” (Bachmann), del “desdoblamiento” y la heteronimia (de la que se ocupará el tercer tomo de esta Obra); los Borges de Borges; Sá-Carneiro, suicida como Sucre, elegantes y torturados poetas de espejos y laberintos; el aforista Lichtenberg; Eliseo Diego y Fabio Morábito; poetas colombianos y, sobre todo, venezolanos (como Sánchez Peláez)…
Mención aparte merecen los ensayos que dedica a “la poesía en un tiempo sin poesía”: “El taller blanco” (donde evoca la panadería familiar, una hermosa y blanca metáfora que explica su “menester”: “una vida destinada a servir la poesía”), “Fragmentario” y “Textos para una meditación sobre lo poético”, pongo por caso. En esta línea, sobresalen sus prólogos y discursos (para recibir un premio −el Nacional, el Octavio Paz− o un doctorado). Destacaría también “Los números y el ángel”, una suerte de autorretrato.
Para Montejo, “la poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario”. Su “laconismo instintivo” (Brodsky) tiene “el poder de despertar”. Al hablar de Gonzalo Rojas escribió: “El hombre es, pues, fatalmente oscuro. Sólo mediante el relámpago del poema se logra, cuando se logra, atisbar algo de la claridad que es como decir la identidad de quien lo escribe, a la vez que puede servirnos para columbrar la de quien lo lee”. 

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

28.11.22

El libro póstumo de Cueto

De raíces asturianas, Adolfo Cueto nació en Madrid en 1969, ciudad donde murió en 2016.
Tras publicar una ópera prima bien recibida por los lectores, Diario mundo (2000), hasta una década después no aparecerá su segunda entrega: Palabras subterráneas, a la que siguieron Dragados y Construcciones (Premio Emilio Alarcos, 2011) y Diverso.es (Premio Ciudad de Burgos, 2014). De work in progress, a la manera joyceana, habló Cueto al referirse a esos tres libros; un trabajo poético en curso o en proceso, abierto, al que habría que sumar Habitar una casa en la era de Acuario, obra póstuma, escrita entre 2012 y 2016, donde ese lema (en su caso, de neta inspiración juanramoniana) vuelve a aparecer como subtítulo. En “Luz que viene de lejos”, la nota esclarecedora que lo abre, José Ramón Ripoll alude al significado de esa “leyenda” y cuenta que un “par de noches antes de morir”, Cueto le habló del volumen y le explicó que “se trataba de unir dos libros aparentemente distintos bajo un mismo título” sin que eso se notara y que “para ello usó la forma de la edificación”, mediante “epígrafes referentes a la ubicación cardinal de la casa a habitar”. De ahí la pertinencia de la cita de Emily Dickinson: “Un poema es un hogar que ha de ser perseguido”.
Cuatro son los “epígrafes” de esta obra que se inicia con los dos poemas soberbios que componen “Las puertas abiertas”: “Los cimientos del agua” y “Las paredes del aire” (“un lugar / habitable”). Dan cuenta de la identidad del personaje que protagoniza, entre “palabras y abismo” y “el temor insistente”, una frágil vida en los límites. El de la muerte, ante todos; “un concepto siempre presente en otros poemarios”, puntualiza Ripoll. Como los “seres que escriben / en el agua sus nombres”, “navegantes que insisten / entre el ser y la nada”.
“Qué cosa extraña, el mundo”, sostiene Cueto, y de eso dan buena cuenta estos versos que intentan ordenarlo y comprenderlo; versos (los de la segunda parte: “Orientación este-sur”) que se acogen a un ritmo tan personal como logrado que le debe no poco de su música al uso magistral del encabalgamiento. Y ahí, lo social, lo moral, lo político (“Declaración institucional”). Poemas llenos de dolor (del 11-M a Damasco, con escala en los espejos del viejo Callejón del Gato que le inspiran un desgarrado y hasta esperpéntico “autorretrato”, entre cóncavo y convexo) y de asco (léase “Arcadas”). “La poesía ve el rostro de los desfigurados, / averigua en silencio como un fuego extinguido”, dice en “Azul con estrellas”, un poema dedicado a la “desvencijada Europa”, “acicalada fosa / de ensombrecidos sueños”. Añade: “Hablamos / breve y roto”.
La madrileña calle Preciados le sirve para tejer una fábula comercial (“¿La franquicia o la vida?”) y “Amy” evoca el “padrenuestro / del blues”. “Redecora tu vida”, un poema clave, cierra esa ubicación. En la siguiente, “Suroeste”, “la gloria / del olivo”, una metáfora de la paciencia.
Cueto mira el mundo “con los ojos de dentro”. Quiere “durar hasta ver, / ser / este que sé / yo qué, que me crece por dentro”. “La poesía, leemos en “Cirugía”, es “válvula −válvula / de escape−; el poema, la prótesis / de esta amputación”.
El amor le ayuda a soportar el sufrimiento, que no deja de proyectar en el lector una atmósfera. A ese tema, otra constante en su poética, dedica “Bar Ayer”, “En vaso ancho” y “Sin lugar a dudas”. Personalizado, sin nombrarla, en Fátima, dedicataria del libro: “tuyo, no para ti. Tu misterio de amor ya revelado”.
En segunda persona cernudiana, se manifiesta en “Pasillos”. “Cuesta hablar / en pasado”. “De nuevo en desacuerdo / conmigo mismo”.
En “Orientación O-N”, la ciudad. La gran ciudad. Natural en esta poesía urbana. La Gran Vía, Nueva York (que suena con Tom Waits) y Hong Kong. Allí, la sordidez, la soledad, la noche… “Palabras renovándose / hacia la luz de este despojamiento”. Y de nuevo el amor, en “Superluna de Acuario”. Y las hijas, en “Trenzas”. Y la alegría, en “Aurora boreal”.
La penúltima sección, “Orientación noroeste”, se abre con un verso de Cirlot: “Vivo en la transparencia de la muerte”. Y sí, está presente, junto al amor. Haz y envés. “Aún” o “Quemaduras”, por ejemplo. “Amar / nunca envejece”, “pero la muerte, ¿qué hace?”. “No descansa ni muerta, la muerte”, afirma con humor negro, “salvo para nosotros, que somos / los que aman”. Paradójicamente, el último poema del libro se titula “Antiepitafio del 69” por más que los versos finales no engañen: “Y dejarse llevar / felizmente hasta el fin, hasta el límite último / de un silencio sin sitio”.
Asturias está en “Cabo de Peñas”, “Horizonte en la arena” y “Celorio del 69”: la vuelta a los orígenes, al verano, a la playa. En Noreña, otra localidad asturiana, fecha el 14 de septiembre de 2016 (aunque por errata se indica 2017) Habitar una casa en la era de Acuario, que dedica a su madre.  

Adolfo Cueto
Renacimiento, Sevilla, 2022. 132 páginas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 27 de la revista ANÁFORA.

26.11.22

En Gure Zurgaia


Seve Calleja escribe el texto que sigue al frente de la nueva entrega de la revista Gure Zurgaia:

«Las revistas literarias han jugado un papel primordial en el paisaje literario. Los poetas son arcos leonardinos, debilidades que se apoyan, como lo definía el maestro Davinci, que también fue poeta. Son importantes vectores para la crítica, para el análisis, para el intercambio de posturas estéticas. Basta mirar a las que promovieron las vanguardias del primer tercio del pasado siglo.

Cada cual ocupa su sitio en la vida y en la cultura, a veces el que otros han dejado vacío. Pero Gure Zurgaia no pretende ocupar el que ha dejado la señera y paradigmática Zurgai. Si acaso, mirarse en ella como en una hermana mayor, de las que lleva el color de sus hojas en algunas ramas. Así que no hay que temer que brote y llegue ya al número tres esta revista en torno a la que suenan voces de ayer y de hoy: rememorando a los maestros y dando voz a sus epígonos. Aparte de un espacio para la construcción del ego, como las definió Ferdinand Divoire, son también lugar de encuentro y participación en tendencias y logros compartidos. Y eso es y quiere ser Gure Zurgaia. Antes fueron Kantil, Pamiela, Pott Banda, Zurgai, La Galleta del Norte, Ipar Atea... Y más allá, Litoral, Crátera, Papeles de Son Armadans, Turia..., espacios emblemáticos en los que se gestaron grandes escritores y escritoras, se han recuperado otros y se ha dado voz a muchos emergentes que no tenían camino a la edición. Unas duraban poco; otras sin embargo han sabido aguantar mejor las inclemencias de la economía.

Un homenaje a Neruda en el cincuentenario de su muerte, traído a estas páginas por Enrique Robertson, Julio Gálvez Barraza, José Luis Piquero y Juanjo Galeano, y festonado por los poemas de una larga nómina de autores y autoras: Manuel Vilas, Álvaro Valverde, Eliana Lucián, Julián Boao, Julio González Alonso, José Blanco, Mª. Ángeles Maeso, Itziar Mínguez, Kepa Murua, Idoia Garramiñana, José Serna, Bárbara Grande Gil, Fernando Martos, así como por las imágenes de Ángel Muro, engrosan este número que se completa con entrevistas, reportajes y reseñas».

Esta ha sido, en fin, mi colaboración para ese número extraordinario. 

BERROCALES

                Homenaje al pintor Narbón

Está en tus apellidos.
Uno remite al verde de los valles.
El otro al berrocal,
que marca aquel paisaje de tu infancia:
el de los canchos.
En Valcorchero, territorio de piedra
rodeado de rojos alcornoques.
Donde las largas excursiones,
la búsqueda sabatina de espárragos,
las hogueras para asar las castañas.
El de las romerías.
Y en los alrededores de tu casa,
donde ibas con tus padres
las tardes de buen tiempo.
Después, con los amigos.
A por ranas, tritones, salamandras…
Cuando el paraje estaba
colmado de regatos y de fuentes
y perderse por él
era encontrar la vida.
En una foto antigua,
abrazas a tu hermano.
Detrás, esos pedruscos
con formas monstruosas
que la imaginación dulcificaba.
Lo suave y lo áspero
nos conforman a todos.
En uno las metáforas
del norte y su verdura
y la del sur, diría,
con sus rocas.
Aunque mejor, tal vez, la del oeste:
extremeña (Trujillo, Malpartida…)
y por añadidura alentejana.

24.11.22

Naturaleza y dolor

Aunque Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) sea, sobre todo, un narrador, Vida salvaje es su tercera entrega de poesía, después de Cicerone (2014) y Aire de familia (2016).
Se alzó con el Premio Valéncia de la Institució Alfons El Magnánim por decisión unánime de un jurado competente formado por los poetas Xelo Candel, José María Micó, José Saborit y Jesús Munárriz, editor de una de las colecciones más longevas (se fundó en 1975) y prestigiosas de España: la madrileña Hiperión.
En la reseña de Cicerone aludí al “personaje poético que narra sus felices o no tanto peripecias ciudadanas. Y digo ‘narra’ porque hay mucha narrativa en esta poesía, algo que este lector aprecia, sobre todo, y más allá de las historias que se cuentan […], en los largos párrafos o estrofas (…) que menudean en sus poemas. La escasez de puntos y la numerosa ristra de versos que ‘dicen’ la mayoría de los poemas. […] Por otro lado, sorprende al lector el dominio métrico (abundan los endecasílabos y los heptasílabos) que proporciona a los poemas un ritmo y una musicalidad dignas de elogio”. 
En la de Aire de familia anoté que estábamos “ante un libro transparente, escrito con la verdad por delante”. También que “sorprende que una historia tan gastada, digamos, pueda dar para tanto en manos de un escritor con sensibilidad y con talento. Para que nada quede en sensiblería, repetición ni mera ocurrencia. Ese es el hallazgo de Juan Ramón Santos y el acierto de este libro tan sencillo como asombroso”.
En ambas recensiones subrayaba sus rasgos de ironía y de humor, algo extensible al resto de su narrativa donde la sutil inteligencia que esos tonos exigen no le pasa desapercibida al lector atento. ¿No es acaso irónico el título Vida salvaje?
Si vuelvo sobre su poesía anterior es para resaltar que a éste también se le puede aplicar bastante de lo ya señalado con anterioridad. Y eso no por culpa de la repetición, sino por el mero hecho de que la voz de Santos es única y su mundo, propio, por más que, paradójicamente, los lectores podamos acceder a ellos sin cortapisas y, más allá, hacer nuestros esa voz y ese mundo.
Vida salvaje consta de tres partes. La primera, “Día de campo”, se abre con oportunas citas de Charles Simic y Maribel A. Llamero.
Hace muy poco que la poesía rural ha salido del ostracismo y del desprecio. Supongo que a partir de la denuncia de la “España vacía” y de la aparición en escena de obras literarias (narrativas o poéticas), musicales, cinematográficas (Alcarràs, pongo por caso) o televisivas ubicadas en esos espacios vaciados. Como he repetido más de una vez, desde los Novísimos acá, por el simple hecho de mencionar las cosas del campo, te calificaban, como poco, de agropecuario. Era sinónimo de antiguo y rancio. ¿Acaso lo son los poemas de Claudio Rodríguez? Como si la poesía –la literatura en general– no fuese ante todo una cuestión de lenguaje. Por lo demás, conviene distinguir entre poesía de la naturaleza y poesía rural. La primera se desarrolla ante el paisaje, que inspira las reflexiones del poeta; la segunda, ha de estar escrita por alguien que haya crecido o vivido largas temporadas en un pueblo y, por tanto, en un medio agrícola y ganadero, y ya se sabe que lo que menos le interesa a un agricultor o al que cría ganado es, precisamente, el paisaje. Para ellos, el campo es otra cosa. Una fracción de ese mundo desaparecido o en trance de sucumbir es el que rescata en estos poemas Juan Ramón Santos. Memoria de veranos interminables entre los que se encuentra el último de su infancia (testigo de “la imparable vejez de mis abuelos”). Horas pasadas en una finca familiar de regadío cercana a Plasencia: “estas vegas de Casapalacios”.
En su novela La muerte de Pinflói, el narrador se refiere al campo como “ese bien sumamente preciado de mi infancia”, ahora “tierra baldía, mero paisaje, lugar de recreo para urbanitas nacionales y europeos que necesiten, de cuando en cuando, desconectar de la ciudad, de su vida desbocada, y disfrutar por unos días de una relación fugaz, artificial y plástica con la naturaleza”. No es el caso del personaje poemático que, en clave autobiográfica, se expresa en los poemas de Vida salvaje. Son demasiadas las vivencias de Santos en ese lugar como para comparar su discurso con el del dominguero visitante de paso.
A pesar de que confiese que su “memoria es muy frágil”, recupera en forma de poema no pocas situaciones vividas, convencido, tal vez, de que para según qué sentimientos y emociones no hay género mejor que la poesía, donde la intimidad aflora con naturalidad, al menos en su caso. No a otra razón obedecía, según creo, que recurriera a ella en sus dos libros anteriores de versos. También para fijar lo que la huidiza memoria acabará olvidando.
No siempre, es verdad, habla en primera persona. Quiero decir que pone en su boca palabras y hechos que le sucedieron a otros; sus parientes, por ejemplo. Así cuando alude a las duras labores del campo (las del tabaco y el maíz) en “Después de la cosecha”, a “los puntos cardinales del castigo”. O a los eternos problemas de las lindes, aviso para ignorantes convencidos de que lo campestre es idílico.
En “Forastero” leemos: “Yo siempre fui un extraño en la dehesa”, “turista entre labriegos”.
En otras ocasiones torna lírico, como en “Inventario”, un hermosísimo poema de inspiración horaciana; como “La hiedra”: “que la vida, después de tanto afán, / en realidad es poco más que eso: / una siesta, las hojas de una hiedra, / un remanso de verde y de frescura, / el placer de sentir que respiramos”. Y en “Flores de septiembre”, de sencillo aire tradicional y popular, amoroso.
De largos estíos de infancia, de picaduras de avispas, del descubrimiento de la pintura, de las tórridas siestas y la “voraz lectura” (“El tesoro de la isla”), del inocente maltrato animal (“pobres bichos”, leemos en “Batracio”), de los “residuos de esplendor agropecuario” (un verso que a uno se le antoja bayaliano), del tedio eventual, de los abuelos y las abuelas, de la casa y de los padres, hermanos, tíos y primos, se podría decir que va esta sección, un libro en sí mismo, que empieza con “Albada” y termina, en orden cronológico, con la melancolía de “Halley” (“la terrible pobreza de estar vivo / nuestra breve y precaria condición”) y la inquietud de “Porque es de noche”, un logrado poema que cierra a la perfección el círculo de esa irónica vida salvaje que Santos asocia a su libertad de movimientos por un territorio indisolublemente unido a la dorada edad de la infancia, verdadera patria del hombre para Rilke.
La segunda sección reúne veintiocho haikus, siete por cada estación del año. Se titula “El emboscado” y está inspirada, como nos advierte, en “Dedicatorias y agradecimientos”, en fotografías de Nicanor Gil, a quien se los dedica.
No son haikus ortodoxos, cabe precisar, y encubren una trama narrativa tan oscura y sigilosa como el tema que abordan, con el maquis al fondo. No en vano casi todas las imágenes de Gil están tomadas en el “Mirador de la memoria” del Valle del Jerte, donde se rinde homenaje a los resistentes de la Guerra Civil que huyeron a las montañas. “Somos un sueño / que sobrevive oculto / en la hojarasca”, reza uno de los haikus.
El tercer apartado de Vida salvaje, “Aprendizaje”, agrupa poemas relacionados con la muerte. Se trata de “contar las pérdidas”, diría Zagajewski. Y no son pocas. “Hoy uno lleva demasiadas pérdidas / a cuestas como para, aún, / creer en una muerte reversible”, leemos en “Retrospectiva”. En “UCI” utiliza el apuntado recurso del monólogo dramático. “El augur” no deja de ser un microrrelato. O un corto cinematográfico. Cuento en verso en lugar de poema en prosa. “Otro adiós portugués” une a dos amigos muertos en una ciudad fundamental: Lisboa. En “Artesanía” se demora en ese terrible momento en el que un operario cierra definitivamente el nicho.
Aquí y allá –entre poemas, llamemos, genéricos–, presencias que vuelven. De familiares muertos. Basta consultar la citada página de las dedicatorias. Eso sí, en ningún momento, aunque estemos hablando del más penoso trance de nuestra existencia, encontramos en estos poemas tragedia o patetismo. El dolor se reviste, gracias a su saber hacer poético, de consuelo, de piedad, de conformidad o de perdón y el lector, por tanto, no sufre directamente las consecuencias que ese paso definitivo lleva aparejadas. De nuevo un suave tono de ironía y hasta de humor se cuela entre esos versos graves para salvarlos de otra cosa que no sea aceptación y, de nuevo, naturalidad. Más allá del miedo. A “destiempo” incluso.
En ocasiones, los poemas se transforman en cartas que el poeta escribe a quienes, sin vivir, siguen existiendo. Esa conversación, bien lo sabemos, puede ser interminable.
Permítaseme ponderar la calidad técnica de la poesía juanramoniana. Ya hablé del ritmo, que consigue con el auxilio de la métrica clásica, sin perder de vista el encabalgamiento, un recurso tan importante para obtener la música que la poesía sin rima demanda.
En busca de la “difícil sencillez”, Santos utiliza un vocabulario tan esencial como común, de “palabras gastadas tibiamente”, diría Gil de Biedma. Todo, incluida la sintaxis, para logar, insisto, una poesía honesta donde importa tanto el cómo como el qué.
“Aprendizaje” se titulaba, ya dije, la última parte del conjunto y, en efecto, son varias, y con esto termino, las “lecciones” que Santos (o el personaje que protagoniza sus poemas, esto es y no es ficción) extrae. Así, y en orden de aparición, en el citado “Inventario” menciona a un olivo: “ejemplo pertinaz” de “la más sabia lección de resistencia”; en “Abierto por obras”: “que la vida hay que hacerla poco a poco, / disfrutando cada una de sus fases”; en “Spleen”, que “la vida, a veces, / no es más que un peso muerto, insoportable”; en “La higuera” son varias las enseñanzas que señala: la de los picores que acarrea en quien trepa hacia el higo, “que no todas las sombras dan frescura”, “que lo blanco no es siempre inmaculado” o que, “con el tiempo, / los árboles del bien y del mal no existen, / que algunas veces el placer nos hiere, / mas que, aun así, jamás has de perder / las ganas de subir hacia lo alto”; en “Introducción a los ascensores”, por fin, escribe: “Mi primera lección fue conocer / lo que duele el teléfono a deshora”.
Todos los libros de Hiperión incluyen en su colofón un lema en latín. En éste leemos: “Vitam impendere vero”, palabras de la cuarta “Sátira” de Juvenal que podrían traducirse como “consagrar la vida a la búsqueda de la verdad”. Están muy bien traídas. De tener alguna, esa sería la más alta misión de la poesía.
 
Juan Ramón Santos
Hiperión, Madrid, 2022. 80 páginas. 12 €

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO

23.11.22

Del tiempo

Me mojaba menos cuando los días nublados con amenaza de lluvia me fiaba de mi instinto o de los vaticinios televisivos y no consultaba ni en el ordenador páginas web ni en el móvil varias aplicaciones acerca del pronóstico del tiempo. Ayer, sin ir más lejos, retrasé la hora habitual del paseo matutino para adaptarme a las dichosas predicciones. Todas coincidían -cosa rarísima que debió hacerme sospechar- en que no habría chubascos durante el resto de la mañana. A pesar de los buenos augurios, he vuelto hecho a casa una sopa. Ni paraguas ni ropa adecuada ni calzado gore-tex. Y encima hacía viento, lo que en Plasencia nunca es noticia. 
He maldecido a los meteorólogos o a quienes se ocupan de esas adivinanzas. Se parecen a los que se encargan de los horóscopos en las revistas. 
Tengo que pedir a mi amigo Jesús la app de "la nube". Esa no era tan mentirosa cuando de predecir si habría o no recreo se trataba. A ver que pasa hoy. Otra aventura. 

"Extremamour" en Trujillo

 
Esto dije en la inauguración trujillana de Extremamour en el espectacular patio del Palacio de los Barrantes-Cervantes de la Fundación Obra Pía de los Pizarro, junto al embajador de Suiza para España y Andorra, la secretaria general de Cultura de la Junta de Extremadura, el presidente de la Fundación antes citada, el fotógrafo Patrice Schreyer y el comisario de la exposición, Jorge Cañete. Ante un nutrido grupo de personas entre las que se encontraba un puñado de buenos amigos. 

«Hace un año que recibí una carta de un lector desconocido, Jorge Cañete, un ginebrino de padres españoles, diseñador de interiores y galerista, que me pedía permiso para acompañar con versos míos las futuras fotografías que su compatriota Patrice Schreyer vendría a tomar en Extremadura –tierra de la que, me explicaba, estaba enamorado–, de cara a una exposición que, según lo previsto, tendría lugar en la villa suiza de Grandson, a orillas del lago Neuchâtel, donde vive, encima de su galería. Le contesté pronto y afirmativamente, según costumbre, y a partir de ese momento se han sucedido numerosos acontecimientos, todos ellos felices; a saber, que se ha fraguado una amistad verdadera con Jorge y su compañero Christophe Berdat, con los que Yolanda y yo hemos coincidido no pocas veces, tanto en su preciosa casa de Grandson como en la no menos bonita de Trujillo, además de en Plasencia y Cáceres, a veces acompañados por nuestros hijos; que conocí a Patrice y a su mujer, Floriane, las pasadas Navidades en Plasencia y que entre nosotros se creó desde el primer momento un vínculo amistoso y de complicidad artística reafirmado en nuestro breve encuentro suizo; que escribí un dístico (esto es, una composición formada por dos versos) para todas y cada una de las imágenes, melancólicas e invernales, casi en blanco y negro, que capturó el fotógrafo con su cámara; que la muestra, comisariada por Jorge Cañete, se celebró en febrero en La Galerie Philosophique y que la vernissage fue memorable; que de ese viaje surgieron veinte poemas que forman Cuaderno suizo, segunda parte de mi próximo libro Sobre el azar del mapa; que la Editora Regional va a publicar –gracias, Luis, María José– un libro con las fotos y mis versos; y, en fin, que ahora estamos aquí, en el Palacio de los Barrantes-Cervantes, donde se inaugura una nueva versión de Extremamour, auspiciada por la Embajada de Suiza en España, del mismo modo que la anterior contó con el patrocinio de la Embajada de España en Suiza. Podemos anunciar que habrá una tercera entrega de la exposición en Plasencia, entre marzo y abril del año próximo.
No sin antes agradecer el apoyo de los patrocinadores y la presencia de todos ustedes esta noche aquí (en especial a los que vienen de fuera y quienes han viajado desde Suiza para acompañarnos, como la madre y una de las hermanas de Jorge), leeré a continuación algunos de esos dísticos que inspiraron las espléndidas fotografías de Patrice y que uno escribió, a modo de impromptus, en muy poco tiempo y sin correcciones posteriores. No pocos podrían ser calificados, tal vez, de aforismos. Tampoco se les puede negar cierto aire oriental».

NOTA: Debajo, en la fotografía de Leticia Valverde, de izquierda a derecha, Basilio Sánchez, Maribel Muriel, Yolanda Gómez de Mayora, Miguel Ángel Lama, Salvador Retana, Gonzalo Hidalgo Bayal y Montserrat Díaz. 


17.11.22

Una luz poética. La poesía del centenario Pasolini

Pier Paolo Pasolini
nació en Bolonia hace cien años. Vivió su infancia y adolescencia en Casarsa della Delizia (en la región del Friuli, de donde era natural su madre) y fue asesinado brutalmente en Ostia en 1975 sin que hasta ahora se hayan aclarado todas las dudas que se ciernen sobre el crimen, imputado a Pino Pelosi.
En 1950 se marchó, para siempre, con su madre a Roma (“somos dos supervivientes en uno”). Su relación con la Ciudad Eterna y sus borgate, los barrios de los arrabales, ni campo ni ciudad, donde viven sus ragazzi di vita, se aprecia bien en el libro Maravillosa y mísera ciudad. Poemas romanos (Ultramarinos, 2022).
Martín López-Vega subraya su “libérrima figura intelectual”. El peso de sus opiniones en la Italia de su tiempo fue considerable; para muchos, causa directa de su muerte cruenta. Defendió la libertad y fue, en el mejor sentido, rebelde. “La revolución no es más que un sentimiento”, escribió. También un provocador, aunque su provocación, sostiene L-V, nunca fue “gratuita”.
Escándalo es otra palabra apegada a su condición de homosexual militante, aficionado al futbol y comunista “por Instinto de Conservación”, a pesar del PCI, del que fue expulsado por “indignidad moral”. Franco Buffoni se ha referido a su “descarada valentía”.
Fue, sobre todo, poeta, como sentenció Moravia. “La poesía es, con todo, el sistema nervioso de toda su producción, el laboratorio donde sus ideas se decantan y quintaesencian para luego disolverse en las distintas formas narrativas”, declara L-V.
En 1929 empezó a escribir poemas y en 1941 publicó su ópera prima: Versi a Casarsa, escrita en friulano. Siempre se interesó por ese “dialecto” (editó Poesia dialettale del Novecento). Para él, según L-V, “el friulano es el idioma de la madre, mientras que el italiano es la lengua del padre, de la burguesía”. Es “más bien un asunto ideológico”. Giorgio Agamben cree la cuestión de la lengua es “el originario núcleo incandescente del que todas las otras problemáticas pasolinianas son, por así decirlo, las manifestaciones eruptivas”. Según Buffoni, “quizás el Pasolini más verdadero esté en sus versos friulanos”.
Coincidiendo con el primer centenario de su nacimiento, Galaxia Gutenberg ha encargado al varias veces citado López-Vega la edición de esta amplia muestra. No es la primera vez que traduce al italiano. Con el título La religión de mi tiempo, publicó en 2015 un florilegio con versos suyos.
De sus libros Los confines, La mejor juventud, El ruiseñor de la Iglesia Católica, Diarios, Las cenizas de Gramsci (que se da entero), La religión de mi tiempo, Poesía en forma de rosa, Trashumanar y organizar y Sombrío entusiasmo (selección de poesía ítalo-friulana) proceden los poemas de esta recopilación que es, al decir de su editor, “una lectura por fuerza personal”. Para ello ha recurrido a los dos volúmenes (casi tres mil páginas) de Tutte le poesie (ed. Walter Siti, Mondadori, 2003).
El universo poético de Pasolini, tan autobiográfico, está habitado por el paraíso de la infancia en Friuli –que simboliza el pasado y la presencia de un mundo perdido– y los idílicos paisajes padanos y las hermosas ciudades donde aquella transcurrió, en la tradicional provincia apegada a lo rural, popular en su mejor sentido; por los inocentes “muchachos dialectales” y los ragazzi de los borgate romanos; por las noches (“que no mueren nunca”) y el sexo, sus fantasmas y peligros; por la piedad, el pecado (“no hacer el bien, he ahí lo que significa pecado”), la culpa, la pobreza, el pudor, la melancolía, el remordimiento, la tentación, el dolor (“Todo me produce dolor”) y la felicidad (de sentirse infeliz incluso); por su denuncia del poder religioso del clero y los designios de la burguesía (contra la Iglesia Católica y la Democracia Cristiana, digamos); por el pesar que siente por su amada Italia, a la que no le queda “más que su muerte marmórea”; por el amor y la muerte.
Ahí, el hombre (que “tiene deseos humildes”) y sus circunstancias, no en vano era un humanista. La vida “demasiado miserablemente humana” del pueblo (“Y el pueblo canta”, leemos a modo de estribillo en “El canto popular”), la “festiva levedad de los simples”, está en el centro de los intereses poéticos de Pasolini, que no pueden separarse de la política. Como lo está el tema de la identidad, esa decidida indagación autobiográfica.
La suya podría ser calificada de poesía neorrealista, como la corriente cinematográfica en la que se insertan sus dos primeras películas. En “A la muerte del realismo”, lo explica bien: “hablo como soy”, “estoy –todos lo saben– comprometido / por pasión, con ese estilo aniquilado”. “Las obras y los actos que el Realismo os lega/ le sobreviven. Tal es su vigor”.
Poesía “callejera”, además, propia del “caminante consumado de sus periferias” (según Andrés Catalán y María Bastianes), protagonista de la “caminata sin fin” de “Versos del Testamento”.
Hay un libro que representa a la perfección su poesía “civil” (y, en consecuencia, moral y compasiva): Las cenizas de Gramsci, donde encontramos, además del impresionante poema que da título al libro, otros como “Los Apeninos”, “La humilde Italia”, “Cuadros friulanos” (el campo, la fiesta, la fraternidad, el verano, las montañas, los paseos), “Récit” o “El llanto de la excavadora”. Todos dan fe de la riqueza de una poética donde prima la lírica. Poemas extensos compuestos con tercetos o pareados con rima que, acaso para bien, se pierde en la traducción. En todo caso, no estamos ante los versos inocentes de un mero diletante. Su poesía es compleja y experimental. La de alguien que se toma muy en serio, ironía mediante, su tarea (sobre la que reflexionó largamente). “Es el poeta más difícil que he traducido”, confiesa López-Vega.
“Me equivoqué en todo”, leemos en “Poesía en forma de rosa”. Conocía bien la frustración y el desánimo, aunque “nunca hay / desesperación sin un poco de esperanza”.
Fue al cabo un solitario. “He deseado mi soledad”, dijo, y: “La soledad: hay que ser muy fuertes / para amar la soledad”.
 
Pier Paolo Pasolini
Selección y traducción de Martín López-Vega
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2022. 640 páginas. 27 €

NOTA: En la reseña, publicada en el número 144 de la revista TURIA, no tenía cabida esta información, por lo que la añado ahora.

Si mis pesquisas son acertadas, tenemos en castellano los siguientes libros de Pasolini: Las cenizas de Gramsci, traducido por Antonio Colinas para Visor. Vio la luz en 1975, aunque luego, en la misma editorial, ese título se ha editados dos veces más: en 2001 y con traducción de Antonio Resines, y en 2009, a cargo de Stéphanie Ameri y Juan Carlos Abril. 
En la casa madrileña están también Transhumar y organizar (traducción de Ángel Sánchez-Gijón, 1981 y 2002) y Poesía en forma de rosa. 1961-1964 (traducción de Juan Antonio Méndez, 1983 y 2002).
Contamos, además, con La religión de mi tiempo (Icaria, 1997, traducción de Olvido García Valdés), Poemas (Plaza & Janés, 1999, traducción de Delfina Muschietti), Poesías (Igitur, 2004, traducción de Alessandra Merlo) y Who is me: poeta de las cenizas (DVD Ediciones, 2002, traducción de Marcelo Tombetta).
Nørdica publicó en 2015, con el título La religión de mi tiempo, un florilegio con versos suyos escritos entre 1957 y 1971, traducidos, ya se ha mencionado en la reseña, por Martín López-Vega. Pues bien, en 2022, la misma editorial aragonesa y con el mismo título vuelve a publicar una antología de poemas de Pasolini, ahora con traducción de Miguel Ángel Cuevas.

15.11.22

En Trujillo

 

Exposición "EXTREMAMOUR": Una oda al paisaje extremeño.

El Palacio de los Barrantes-Cervantes acoge la exposición “EXTREMAMOUR”, con fotografías del artista suizo Patrice Schreyer y poemas de Álvaro Valverde.
El acto de inauguración tendrá lugar el 17 de noviembre a las 20:00h., y la exposición estará abierta al público hasta el 18 de diciembre de 2022, en horario de jueves a sábado de 12:00h a 14:00h y de 16:00h a 20:00h, y los domingos sólo por la mañana. Su acceso será gratuito.



'EXTREMAMOUR' es una exposición de fotografías y poemas dedicados a Extremadura. En la exposición, comisionada por Jorge Cañete, encontramos fotografías pertenecientes al artista suizo Patrice Schreyer y poemas del extremeño Álvaro Valverde. Las fotografías y poemas constituyen, sin duda, una muy personal visión de nuestra tierra, que traslada una serena belleza, plena de paz y sosiego, invitación a la meditación, eximida de la carga del pensamiento.

Se presenta aquí el arte como un medio conciliador entre realidad y espíritu, a medio camino entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal, entre nuestra visión más acostumbrada de los bosques, ríos y montañas, y una nueva forma de mirar, que ahonda en lo más particular de la naturaleza. La forma perfecta que plasma la fotografía, junto al poema que lo acompaña, destaca el contenido depurado las contingencias y la exterioridad de lo bello. Develar y potenciar ese mundo, hace que las fotografías sean incluso más vivas que la propia Naturaleza, y es que, el instante se sirve como un proceso de la realidad, un grato recuerdo de lo que nos rodea y que se manifiesta en múltiples estéticas. Y es en este momento, cuando la fotografía acepta una nueva praxis en su diálogo: donde algunos encuentran sosiego, otros encuentran dinamismo,donde hay asombro, hay indiferencia, y así infinitamente en este duelo de contrarios. En esta exposición, son los artistas Álvaro y Patrice quienes manifiestan un amuor por Extremadura: L’Extremamour.

El fotógrafo, Patrice Schreyer, tiene un enfoque artístico cercano a la abstracción, fuertemente expresivo y con tonos muy contrastados. Por ese motivo, sus obras suelen tener un aura misterioso y espiritual debido a los colores oscuros y la ausencia de personas. El artista mezcla los paisajes naturales extremeños con su universo personal, y hace que el espectador se adentre en un mundo mágico de gran belleza. A la obra visual, se suma el poeta placentino Álvaro Valverde, quien nos ofrece una visión más amplia a través de la literatura, con varios poemas que se vinculan con Extremadura. En su carrera profesional, ha publicado varios libros de poesía y actualmente es crítico de poesía.

Esta exposición ha sido organizada por el El Palacio Barrantes-Cervantes de Trujillo, la Fundación Obras Pía de los Pizarro y la Swiss Galerie Philosophique.





El testamento del Gran Vilas

Manuel Vilas.
Lumen, Barcelona, 2022. 440 páginas. 
 
Exabruptos aparte (que si el “Walt Whitman de hoy”, que si puede “relacionarse de tú a tú” con Kafka, Van Gogh y Picasso…), Vilas (Barbastro, 1962) ha conseguido la fama como poeta, algo extraño en este país. Tiene mucho que ver, según creo, con su faceta de narrador, sobre todo a partir del éxito de Ordesa. Buena prueba del renombre alcanzado es que Lumen le haya hecho un hueco en su veterana colección de Poesía, destinada de unos años a esta parte (salvo excepciones) a la poesía canónica, tanto española como extranjera.
Por seguir con el paratexto, resulta llamativo (como se pretendía) que ninguno de los elogios que ha utilizado el editor en la solapa sea de un poeta o de un crítico del género.
De haber sido Vilas anglosajón (y, en sentido literario, lo es), Una sola vida (la que tenemos) se podría haber titulado (o subtitulado) Selected poems; quiero decir que tiene no poco de reunión de aquellas composiciones que conformarían lo más granado de su poesía completa (tercera edición: Visor, 2019); lo que salvaría del total de una obra abundante y, por eso, algo reiterativa, de ahí que gane en el formato elegido. Vilas, con su epatante y provocativo tono habitual, lo deja claro en las “palabras previas”. Tras confesar que lleva “toda la vida escribiendo poesía”, que “ha sido mi familia, mi destino, mi casa, mi nación y mi memoria”, que es “una forma inmarchitable de fervor”, explica que ha recogido “los poemas que más me gustan, o los que más me emocionan, o me seducen, o me perturban, o me hechizan”. Matiza que “he reescrito unos cuantos” y añadido “un montón de inéditos”. Por eso, sostiene, estamos ante un libro “completamente original”, “nuevo”. Más que antología, dice, “un testamento personal”.
Lo divide en siete partes, tantas como días tiene la semana. El orden es cronológico y agrupa poemas de juventud, cuarentena y cincuentena con capítulos dedicados a la historia, la alegría (“Una gran alegría, eso fue mi vida”) y el viaje.
Verso suelto de la poesía postnovísima (quedó fuera de la foto generacional “de la experiencia”), adscribible a la facción “realismo sucio”, como Wolfe o Iribarren, Vilas, poeta pop, de ser pintor, sería hiperrealista. Mediante versículos que rezuman exceso, prosaísmo y narratividad, ficciona lo real provisto de una suerte de máscara o personaje (con trazas de maldito) que no niega lo netamente autobiográfico. Sus poemas son largos y verbosos, con frecuencia en prosa. Su aire es de canción; un ritmo reforzado por el uso de la anáfora y la enumeración caótica. No pocos músicos pasan por ellos: Bob Marley, Jim Morrison, Elvis, Lou Reed… Y poetas: Rimbaud, Pound, Hölderlin…
Es fiel a unos cuantos temas (obsesiones, mejor); a saber, sus progenitores (“El crematorio”, “1980”, “974310439”: “Exalta la vida de tus padres, / es lo mínimo que puedes hacer. // Pero hazlo con estilo”) y la infancia pirenaica (“El inmaculado”); el alcohol (“El alcohólico”) y otras drogas; el suicidio (“1985”); el amor, las mujeres y el erotismo (“Amor mío”); los hoteles y las ciudades (Roma −a la que dedicó un libro−, Nueva York, Londres, Zaragoza y muchas más, pero también su pueblo y “Ciudad Vilas”); el dinero y la pobreza (“Capitalismo”); España, la sufrida clase media y la política (“Rusia invade Ucrania”); los coches (“Audi 100”, “Seat 850”) y, por fin, la muerte (“Spiritual”, “The end”).
En el centro de ese mundo, que vuelve en forma de memoria, él: el “Gran Vilas”, “San Vilas”, una marca entre tantas que nombra. Su desesperación (“soy el hundimiento”), su soledad (“El terror”), su fracaso, su inmadurez, su confusión… En tercera persona. “Manuel Vilas…”, empiezan numerosos poemas. A modo de diario. Con grandes dosis de humor, ironía y hasta cinismo. Él, sí, aunque aspire a que esa “biografía” sea, con Whitman, la de todos: “Contengo multitudes”.
“El amor eternamente / no correspondido, / eso es para mí la poesía”, concluye.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL. En la edición de papel con una errata, mea culpa, en los dos versos que se citan al final. Allí dice "compartido" y debe decir "correspondido", como bien reza aquí. 

11.11.22

Cadenas, premio Cervantes

 
Con motivo de la feliz concesión del Premio Cervantes al poeta venezolano, EL CULTURAL publica mi artículo "Rafael Cadenas: el veedor que sólo atestigua". 

10.11.22

Carta de Lucena (II)


EL VIAJE

Que lo mío son los ralis y los viajes exprés es cosa sabida por cuantos me leen o me conocen. 1.000 kilómetros recorrí entre el 3 y el 4 de noviembre. De Plasencia a Lucena, solo y en mi propio coche, según costumbre. Cómo si no: vivo en Extremadura. El jueves comí en el hotel Santo Domingo de la ciudad cordobesa y el viernes ya en casa. 
Desde aquí hasta el cruce de Zafra, todo es recurrente. Desde allí hasta mi destino, aunque no era mi primera vez, bastante menos. Qué paisaje -el de la Extremadura seca- y qué pueblos fue dejando uno a los lados: Llerena, Azuaga, Granja de Torrehermosa... Más adelante, Espiel, Aguilar de la Frontera (la del poeta Vicente Núñez, que allí nació, vivió y murió, sobre el que acaba de publicar un ensayo Juan Lamillar)... Cerro Muriano sigue evocando en mí el recuerdo de mi tío Paco, coronel de artillería, que trabajó en ese centro de instrucción de reclutas (CIR) durante años, y de mi tía Mari (la única hermana de mi padre) y de mis primos cordobeses (de Melilla), especialmente Mon. 
Comí solo (y bien) en el espléndido patio del hotel. Entre plato y plato, bendita casualidad, llegaron a mi buzón de correo electrónico las primeras pruebas de mi próximo libro y la imagen de la cubierta con la ilustración de Retana. Está previsto que lo publique Tusquets en febrero. Una alegría, a qué negarlo. Y un susto también: cuántas dudas de última hora. 
Descansé un rato y salí a dar un paseo con mi anfitrión. Corto pero suficiente para ver la torre del Castillo del Moral, prisión de Boaddil, último sultán del reino nazarí de Granada, tras su captura en la Batalla de Lucena de 1483. También la impresionante Capilla del Sagrario de San Mateo, de planta octogonal (como la torre del castillo), una joya del barroco. Y qué barroco. ¡Exuberante! La de la imagen de arriba. 
El acto de presentación se celebró en la Casa de los Mora, un viejo convento de una ciudad llena de edificios monumentales; de palacios como el de los Condes de Santa Ana, por ejemplo, justo al lado. 
Después de saludar al alcalde, Juan Pérez (que me dio recuerdos para el mío, Fernando Pizarro, al que conoció en una reunión de la Red de Juderías), y a la concejala de Cultura, Mamen Beato, pasamos a la sala. Una especie de galería acristalada que da a un patio donde en pleno noviembre aún florece el jazmín. Lo primero, la música: al violín, Domingo Escobar; al piano, Antonio Henares. Sus interpretaciones fueron lo mejor de la velada. 
Habló Jacob Lorenzo. Se ve que me ha leído, y con afecto, a tenor de sus elogios. Tomé la palabra para agradecer al Ayuntamiento su labor de patrocinio de el Orden del Mundo y a mi presentador sus gestiones y, cómo no, su encomiástica introducción, donde no faltó el fino análisis propio del filólogo que es. Y el poeta, claro está. Su último libro Nieve sucia, fue premio 'Eladio Cabañero' (también es premio 'Ciudad de Badajoz' y 'Félix Grande') y en Reino de Cordelia publicó Tankas del samurái, donde, sin saberlo, aparezco, y no por mis dotes guerreras. 
Dije que me sentía feliz en Lucena, una bonita ciudad provinciana como la mía. En el mejor sentido: de tamaño humano. "Ciudad de los judíos": "Todos los cronistas judíos o musulmanes anteriores al Renacimiento europeo, califican a Lucena 'Ciudad de los Judíos' durante los siglos IX-XII", según leo. "Perla de Sefarad", la denominaron, lo que me llevó a recordar, con ironía, que la de uno es conocida como... "Perla del Jerte". Dos joyas, vaya. 
Precisé que admiro todo lo relacionado con el mundo judío. Y recordé a Steiner. Cómo no fascinarse por una cultura que tiene en el libro su símbolo máximo. 
Mencioné el nombre del desaparecido Manuel Lara Cantizani, director de otra colección poética lucentina: 4 Estaciones, donde hace años leí, pongo por caso, Desmontando el silencio, de Charles Simic, en traducción de Jordi Doce. 
Ponderé la escogida nómina de el Orden del Mundo y nombré a muchos de los poetas que la componen. Poetas de los que me considero lector y en algún caso amigo. En primera fila me escuchaba una de las elegidas: Ángeles Mora. Al día siguiente presentaba su último libro (también en Tusquets) en una librería de su pueblo: Rute. 
Como el libro se regalaba a los asistentes, en torno a la veintena (los que luego dediqué), no me extendí en la justificación de la antología. Lo cuento en una nota final. Leí, en fin, una decena de poemas breves e hice algunos comentarios, los justos, sobre algunos de ellos. Nunca fue más pertinente afirmar que, como sostuvo el cubano Eliseo Diego, la poesía "no es más que una conversación en la penumbra". Bueno, dijo el poema. 
Antes de abandonar la Casa de los Mora, subimos a la primera planta para ver un museo de la escuela que han montado y mantienen un grupo de entusiastas maestros jubilados. Una maravilla. Una de las salas reproduce al detalle un aula de los años cincuenta. En una de las estanterías localicé el nombre de Plasencia: en un ejemplar de la cartilla Rayas. 
Cenamos en el hotel. Ángeles Mora, el joven novelista F. David Ruiz, autor de la exitosa Alma de cántaro, Jacob, el pianista Henares (profesor del Conservatorio Superior de Música de Jaén) y yo. De fondo, el ruido de los asistentes a una promoción de productos fitosanitarios. Por suerte, se fueron pronto. Fue un rato ameno y en grata compañía que un solitario como el que escribe siempre agradece. La Fundación Gala (de la que fue becario Ruiz) y su fundador, los avatares literarios o musicales de cada cual, una visita a Pere Gimferrer (que publica un nuevo libro y que, por lo que veo en La Lectura, sigue bebiendo por el mismo vaso) y otras anécdotas acapararon nuestra atención. No se habló mal de nadie por lo que pudimos irnos tranquilos y felices a la cama no sin antes degustar, a iniciativa del pianista, un chupito de un riquísimo Pedro Ximénez de la cosecha del 84. Que luego apenas durmiera (el acto, la charla, la cama y las almohadas, el viaje...) lo podía imaginar. Madrugué, sin remedio, compré unos piononos en Galleros y partí con la ayuda de Jacob y de su encantadora hija Julia, que me orientaron en la salida hasta la autovía. Mucho mejor que un gps. Gracias. Por eso y por todo. 
Llovía en el Sur. Poco, desgraciadamente. Al dejar atrás Cerro Muriano, el sol se abrió paso, entre algunas rachas de niebla, hasta Plasencia. Hice una sola parada técnica (como en la bajada), cerca de Usagre. Cansado pero feliz llegué a mi casa. Dice Iribarren que "sólo viajamos los que viajamos poco". Me da que tiene razón. 




9.11.22

Carta de Lucena (I)

EL LIBRO

A primeros de año se puso en contacto conmigo el poeta Jacob Lorenzo desde Lucena. Me invitaba a formar parte del selecto catálogo de la colección el Orden del Mundo por la que han pasado antologías de los poetas españoles Jesús Aguado, Juan Vicente Piqueras (con dos ediciones), Josep M. Rodríguez, Ángeles Mora, María Rosal, Ben Clark, Amalia Bautista, Luis Felipe Comendador, Joaquín Pérez Azaústre, Luis Alberto de Cuenca y Jesús Urceloy, así como del bosnio Izet Sarajlic (traducido por Piqueras). Ya está anunciado el volumen número 15, compuesto por poemas de Luis García Montero. 
Sí, de antologías se trata, y, además, temáticas. Sin darle demasiadas vueltas, acepté la sugerencia y le propuse reunir versos relacionados con el molino de agua que levantaron de la ruina Antonia y Zacarías (Rex para los placentinos), los padres de Yolanda, en la década de los setenta del siglo pasado; un lugar muy presente en mi poesía y donde tantas horas felices ha pasado toda la familia. Pronto titulé al conjunto Enclave (como el poema que abría Una oculta razón) y le puse como subtítulo (Poemas del molino)
Ya acordamos entonces que la presentación del libro sería en otoño. En Lucena, por supuesto. 
Debo reconocer que la edición es bonita. Son libros pequeños (de tamaño cedé), pero con un papel de alta calidad y un cuidado en los detalles digno de elogio. De tirada reducida: 250 ejemplares. Se me pidió que eligiera un color para las guardas (las cubiertas son blancas), algunos dibujos, etc. y me incliné (un homenaje a mi suegra y mi mujer) por el azul majorelle, tan marroquí.   
Para la contracubierta, Lorenzo me propuso solicitar al poeta cordobés Francisco Onieva un breve texto. Acepté de inmediato. Es este y se lo agradezco: "Encontrar su lugar en el mundo es un don al alcance de muy pocos. Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) sabe muy bien cuál es el enclave donde se halla la efímera plenitud de un hombre capaz de construir, a través de una mirada reflexiva, de una memoria enraizada en la naturaleza y de una palabra exacta en su sencillez y en su contención, un territorio donde caben el ser humano y el alrededor, regalo que ha de ser celebrado y disfrutado en el temblor.
Los dos anclajes fundamentales de esta labor vertical de conocimiento son su ciudad natal y un viejo molino de agua ubicado en un pequeño valle extremeño, rehabilitado y convertido en refugio ante la intemperie. En este espacio telúrico y nutricio se sitúan todos los poemas recogidos en la presente antología, un interesante recorrido por una obra honesta, de una profunda unidad estilística y de pensamiento".
Por lo demás, el florilegio incluye poemas de casi todos mis libros. Ya dije que era un tema recurrente. Veintinueve, si no he contado mal. 

2.11.22

Próxima parada: Lucena

Delegación de Cultura Ayuntamiento de Lucena

El placentino Álvaro Valverde hará un parada en Lucena para presentarnos su último poemario Enclave (poemas del molino)

El encuentro literario tendrá lugar este mismo jueves, 3 de noviembre, a las 19:30h, en la Casa de los Mora.

La entrada es libre y gratuita por lo que os esperamos a todos para disfrutar de una tarde de poemas y buena compañía.

Se trata, me explico, de una breve antología publicada en la colección EL ORDEN DEL MUNDO (que dirige Jacob Lorenzo) de Lucena. De poemas relacionados con el molino.

1.11.22

Una canción del dolor

Jordi Doce
Abada, Madrid, 2022. 120 páginas. 
 
Siete libros de poesía ha publicado ya Jordi Doce (Gijón, 1967) que, además de poeta, es traductor (de Eliot, Auden, Hughes, Carson, etc.), ensayista, editor (coordina la colección poética de Galaxia Gutenberg), crítico literario, profesor en talleres de escritura y autor de singulares libros en prosa de difícil catalogación en cuanto al género; entre, digamos, el diario, la crónica y el aforismo; los últimos, La vida en suspenso. Diario del confinamiento (2020) y Todo esto será tuyo (2021). Vaya por delante que esa suerte de compartimentos estanco no sirven para clasificar su obra; así, teniendo en cuenta que la poesía lo atraviesa todo, escriba lo que escriba, su tono es deliberadamente híbrido, para bien de la literatura y de su personal manera de decir, una de las más conspicuas del panorama.
Después de la excelente recepción de No estábamos allí (2016, mejor libro de poesía del año según El Cultural, Premio “Meléndez Valdés”, traducido al inglés, al rumano y al árabe), aparece (según la primera acepción del diccionario de la RAE: “causando sorpresa”), Maestro de distancias. No es una entrega más en su trayectoria. O no sólo eso. Sorprende, sí, este monólogo escrito a tumba abierta. No porque no reconozcamos una de nuestras voces más singulares, sino por su radicalidad, en tanto que “perteneciente o relativo a la raíz” y por “fundamental o esencial”. No es Doce autor del “mismo libro”, en el sentido que le dio al término Andrés Trapiello; esto es, su poética ha ido variado a lo largo del tiempo sin que ello signifique, necesariamente, que su voz no sea particular y distinguible en todas y cada una de sus entregas.
Como es habitual en él (vuelvo al concepto de hibridez), Doce adopta para expresarse el poema en prosa. Un centenar se reúnen en este libro unitario compuesto por fragmentos (sin título) de un mismo sentir donde se establece la confusión como “modo de pensar.
Se abre con dos citas. Una de Mallarmé (“Arrecife y estrella, soledad”, dice después en un poema) y otra del romántico alemán Ludwig Tieck acerca del tiempo y la extrañeza. Y, en efecto, tanto el uno como la otra son elementos capitales de Maestro de distancias. “Del tiempo no sabemos”, reza el primer verso o aforismo, límite inexistente para alguien, ya se dijo, ajeno a los géneros. Y más adelante, bajo la reiterada forma “Del tiempo…”, “que acelera, que para, que no sabe”; “inmaterial”; “que es lo provisional”; “que irrumpe sin aviso, y es nadie”; “lo que vivimos. Esto: lo que debe morir”; “que estuvo siempre en el secreto”.
Hay un transcurso. Una travesía. Simbólicamente invernal: “Con mi corazón pasé el invierno”. Estos poemas no dejan de ser las anotaciones de un diario donde, instalado en el “saber del desconcierto”, Doce, un paseante, intenta encontrar el camino: “Andar sencillamente. La claridad del cansancio”. “Caminar tanta noche, hacia la llama”.
El tono es, a qué negarlo, desolador. Su desnudez sobrecoge (“Humildad, esa fuerza”). Por la dolorosa fragilidad del solitario: “La soledad pensada. La soledad prevista. Planes de soledad para el alma maltrecha”. La “del que está en el secreto”, y recuerda. Entre “juegos tristes de azar y melancolía”. En medio de una atmósfera difusa donde los sueños aportan un matiz inquietante. “Tan sólo la pura inercia de estar ahí”, dice un hombre “echado sobre la tierra” que “mira las estrellas largamente”. Alguien consciente de su limitación: “Oficio de vivir: esta hoguera incierta”. Herido por “la erosión, el daño”. Portador de una lucidez que se crece en la contradicción. En “la lumbre de la lentitud”. En “la claridad del cansancio”. Que se pregunta: “¿La confusión es el sentido?”. “Nada sucede para ti, nada contigo”, afirma.
Aunque el paisaje aparezca fugazmente y el mar sea una presencia alegórica (Gijón, la ciudad de su infancia y adolescencia; Lanzarote), “todo ocurre aquí dentro”. Poesía de interiores. Un “dentro” que afecta al encierro en una casa (otro símbolo o metáfora clave: “Los ojos de la casa se vuelven hacia dentro para cuidar la ruina”) y a él mismo. Pocas veces, dentro de la discreción que le caracteriza, en oblicuo, Jordi Doce, que no es un poeta confesional, ha sido más explícito en lo que a sus sentimientos respecta. La búsqueda de la identidad en un momento trascendente de su vida es motivo de más de un poema (“Tengo barro…”, “Cada paso…”) donde la palabra “yo” aflora sin remedio. ”. Tal vez sea este el más emotivo de sus libros.
No he podido remediar leerlo con la sensación de que dialogaba con otro. Me refiero a Sacrificio, de Marta Agudo, su mujer, quien se esconde detrás de la dedicatoria “Con M. A.”. “Con”, no “a”. Significativo. Ella (así la denomina) está muy presente. Y la enfermedad: el sacrificio de quien vive, como todos, para la muerte: “Existes. Existimos. Déjame acompañarte”, leemos. “Íbamos juntos”, escribe quien alude a la “canción del cuidado”: “Nadie podrá decir que no estuvo contigo, que no supo cuidarte”.
La enfermedad, el hígado, los informes, las analíticas, los tratamientos, el hospital… “Nada sino rutina y paliativos, el circuito cerrado del dolor”. “Bajo el enjambre de los diagnósticos”.  Ahí, “el cuerpo y su desorden”. Y, más allá del dolor (esta es, sin duda, “una canción del dolor”), “la dársena de miedo”. “La vida estaba siempre lejos, en otro lado, detrás de la pared, detrás del miedo”. “Rémora del temor, líbranos del mal”, implora. “En el fondo del ojo vive el miedo”, asevera. Y junto al miedo, la muerte. Memento mori. En forma de “ceniza”: “De lejos viene la ceniza con su fiebre sombría, su triste gravedad”. “Ella junta fragmentos para vivir, para seguir viviendo, para la muerte”.
Por más que mencione la palabra esperanza, asume que “no pudimos leer ningún futuro”, si bien, “cuando nada se espera, todo es futuro”. “Has querido la luz, pero recibes sombra”. Y concluye: “Busco la claridad sobre todas las cosas, pero sólo cultivo enigmas”. Quien se pronuncia es el “maestro de distancias” del título, el que aparece expresamente en los poemas “Maestro de distancias…”, ”Horizonte…” y “Ventanas cegadas…”. El que afirma: “La lejanía es tu refugio, tu defensa”. Y: “Esta distancia es necesaria para vivir”. “Nuestra vida es imprevisible. Para decir se necesita esta distancia”.
Doce apela a una “escritura de la debilidad” para referirse a la suya. Paradójicamente, esa impresión se vuelve contra sí misma y al final leemos un libro dotado de una fuerza consistente. De pura resistencia.
Se cierra con una cita muy bien traída de una hermosa canción de Robert Plant, “Please Read The Letter”, que podría traducirse así: “Por favor, lee la carta que escribí mientras dormía / con ayuda y consulta de los ángeles del abismo”. A la luz de estas palabras, cabe añadir que el lector también termina leyendo una carta de amor donde el tiempo, “que lo sabe todo de nosotros”, vence sin remedio a la desesperanza.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 161 de Clarín; por desgracia, el penúltimo, ya que la revista asturiana fundada por José Luis García Martín, desaparece.