El pasado sábado, Roger Chartier, uno de los máximos especialistas mundiales en lectura, afirmaba en una entrevista publicada en El País: “Los jóvenes leen más de lo que se dice habitualmente. Lo que ocurre es que han renunciado, en buena medida, a formar bibliotecas. Los estudiantes piensan que los libros acompañan sólo un periodo vital y luego los venden o los regalan”.
La frase me dio que pensar. Y pensar y recordar, ya se sabe, son casi la misma cosa.
Alberto Manguel, del que uno se acuerda en cuanto escucha o lee la palabra lectura, lo dijo al principio de un artículo memorable (premiado, con justicia, por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez): “Mi biblioteca es una suerte de autobiografía. En la proliferación de anaqueles hay un libro para cada instante de mi vida, para cada amistad, para cada desilusión, para cada cambio. Jalonan mis años como esas piedras blancas que marcan la ruta de un peregrino”. A esto, ay, es a lo que, según Chartier, han renunciado los jóvenes.
Uno, que no había leído por entonces a Manguel (del que, por cierto, se publica estos días en Lumen una edición ampliada de su memorable Una historia de la lectura), tuvo claro bastante pronto que quería formar su propia biblioteca. Puede que por imitación: había visto desde muy pequeño la de uno de mis tíos y no había lugar más hermoso para mí, ni en casa de mis abuelos paternos, primero, ni en la suya, después. Antes que otra cosa, era un placer puramente estético: me gustaban las paredes forradas de libros y los lomos y colores, casi siempre apagados, de los volúmenes alineados en las estanterías. Todavía hoy, muchos años después, me encanta sentarme en el sofá y contemplar, desde lejos (todo lo lejos que permiten las dimensiones de nuestros pisos hipotecados), a debida distancia, los anaqueles con esos libros que, como sentenció en autor de Con Borges, son una suerte de autobiografía.
La comencé con plena conciencia de que ése sería un camino sin retorno. Desde un solo libro. Al principio, ¡qué pocos ejemplares contenía! La mayor parte eran de la benemérita colección Libros de Bolsillo de Alianza.
Como suelo recordar cuando asisto a lecturas o talleres, en mi casa no había una gran biblioteca, lo que, además de ser verdad, anima a quienes piensan que eso es imprescindible para ser un futuro lector o un escritor incluso.
Bueno, los tiempos eran otros. Allá por los sesenta del siglo pasado a lo más que se podía aspirar era a tener, además de El Quijote y La Biblia, algunos libros de la colección de RTVE y, más tarde, de la editorial Planeta de Lara y del Círculo de Lectores. Ahora todo ha cambiado. Hace mucho que cambió. En Extremadura, de la mano del Plan de Fomento de la Lectura (que algún ignorante ni siquiera sabe enunciar), se han vendido al simbólico precio de un euro y hasta se han regalado con los periódicos por lo que aquella nefasta estadística de finales de los setenta, según la cual en casi el 80% de los hogares extremeños no había ningún libro, se ha evaporado y no precisamente por arte de magia, como ha dado a entender el mismo iletrado de antes.
Pero no todo es bueno en esto de coleccionar libros, sobre todo, si se hace a tontas y a locas, lo que va, por cierto, contra la idea de coleccionismo. Esas dimensiones a que antes hacía mención, de las que dispone la media, no dan para muchos metros de librerías, por muy de IKEA que sean. Por eso, quien más y quien menos, pasados los primeros impulsos (tan compulsivos como casi todos los de la adolescencia y la primera juventud), orientan, en la medida de lo posible, la adquisición de libros en una determinada dirección y es entonces cuando, en rigor, podemos decir que esa tarea se convierte en parte de uno mismo y deviene autobiográfica.
Es apasionante rastrear el pasado a través de los libros que uno ha ido amontonando a lo largo de su vida. Nos llevan a lugares próximos o remotos. Nos hacen revivir tal o cual acontecimiento. Rememoran la sorpresa de encontrarlos sin previo aviso o la de localizarlos tras a ir deliberadamente hacia ellos.
Es verdad que muchos no nos dicen nada. Son ejemplares que llegaron sin que mediara nuestra intención y no siempre fueron bienvenidos. O que vinieron de nuestra mano pero que, a pesar de eso, ocasionaron un desencuentro. Con todo, nos da no sé qué deshacernos de ellos y, a lo más, los depositamos en otra estantería. En mi caso, en una de construcción artesanal que descansa sobre uno de los muros de piedra del molino de mis suegros.
No creo que Chartier tenga toda la razón. Si así fuera, mucho se pierden los jóvenes con renunciar a construir su vida como si fuera una suerte de biblioteca.
(del HOY)