Ya dije hace quince días en este mismo rincón que iba a celebrarse un interesante simposio titulado Arte y paisaje en el espacio Morán de Casas del Castañar.
Aunque no con la asiduidad que hubiera querido, pude acudir a alguna sesión. No quiero parecer exagerado, pero hubiera bastado con una para justificar el encuentro. Me refiero a la conferencia “Geografía de las soledades y el retiro” que pronunció, bajo la cúpula del EMAC, Fernando Rodríguez de la Flor.
La noche no estaba para viajes, por cortos que fueran; no obstante, con la compañía de la bendita lluvia, salimos hacia el Valle con la esperanza puesta en el sugerente asunto que anunciaba la intervención del profesor de la Universidad de Salamanca, uno de nuestros más conspicuos ensayistas.
Antes, al pasar por el pantano, pudimos ver la instalación de Óscar Lloveras, una vela multicolor que emergía de las aguas negras. Del fondo de un fantasmal barco varado.
A partir de las nociones de espacio liso y estriado, acuñadas por los filósofos Deleuze y Guattari, Rodríguez de la Flor trazó un apasionante discurso que nos llevó a quienes le escuchábamos, siquiera fuera mentalmente, a algunos enclaves de la desposesión y la distancia.
A pesar de que nuestro mundo ha perdido, salvo por los desiertos y el mar, los territorios lisos, Extremadura ha conservado sitios donde las experiencias de la huida, la soledad y el retiro se han hecho, a lo largo del tiempo, posible.
Conviene recordar que por nuestra particular periferia los tres últimos siglos pasaron de puntillas, cuando pasaron.
Nuestra excentricidad, algo más que pura geografía, unida a la escasez, el atraso, la privación y la pobreza, así como la condición eminentemente rural de la región, nos han acercado sin remedio a esa lisura.
No es extraño que los extremeños, siendo éste un lugar de abandono y de carencias, se hayan distinguido por poseer características muy ligadas a esos espacios: la paciencia, la contención, la sobriedad, el estoicismo e incluso el ascetismo.
Como uno ha tenido ocasión de argumentar en otras ocasiones, no creo que sean ajenas a ese estado de cosas las obras literarias y artísticas que los autores extremeños han ido construyendo a través de los siglos, reflejo fiel de una manera de ser que es, además, una forma de estar.
Para demostrar que lo que comentaba era cierto, el autor de La península metafísica recurrió a ejemplos concretos.
Empezó su viaje a esa geografía mítica por Las Batuecas, un paraje que conoce bien, al que dedicó, entre otros, su libro De las Batuecas a las Hurdes: fragmentos de una historia mítica de Extremadura (ERE, 1998). Allí, el último desierto carmelitano, el único que ha resistido ese modelo de vida religiosa.
Siguió por Yuste, la “casa de soledad” a la que se retiró el emperador Carlos, un hecho sustancial y asombroso que impregna el más genuino pensamiento europeo.
Llegó más tarde a El Palancar y a san Pedro de Alcántara que, por aquello de las paradojas, levantó el cenobio más pequeño del mundo en uno de los lugares más desalojados y extensos del planeta Fue entonces cuando, a propósito del mínimo convento, aludió a otro concepto clave de la filosofía contemporánea: el de esfera, centro del pensamiento de Peter Sloterdijk, uno de los referentes intelectuales de nuestra época; alguien, por cierto, que conoce nuestra tierra y si no que le hablen de Atrio, donde comió con su traductor e intérprete Isidoro Reguera, otro sabio insoslayable.
Siempre vivimos en espacios, en esferas, en atmósferas, viene a decir el filósofo alemán. Desde la primera esfera, con la “clausura en la madre”, los espacios humanos no serían sino reminiscencias de esa caverna original siempre añorada.
No podía faltar en su recorrido la Sierra de Aracena, al sur de Badajoz, y la figura imponente de nuestro mejor humanista, Arias Montano, solo y pensativo en la Peña, otro de los grandes retirados de la historia. Allí otro concepto inevitable de este razonamiento: el de vacío, más lleno a veces que lo considerado como tal.
Se mencionaron los nombres de otros escondidos: Rosso de Luna, Helénides de Salamina, Vostell… Gente que se refugió en lugares extremeños del silencio. Individuos que cambiaron de morada para cambiar de vida. Personas que buscaron la lentitud, el reposo, la desaceleración, la pausa. Hombres que buscaron, con denuedo, si no un tiempo detenido, esa quimera, sí un tiempo a escala humana, alejado del curso inhumano de la velocidad y de la prisa en el que perecemos a diario.
Se trataría, en fin, de buscar espacios de la serenidad, comunidades serenas alejadas del ruido y la furia, de la crispación y la guerra, donde poder conseguir junto a los otros (nuestros semejantes, nuestros hermanos) el sueño de Barthes: una sociabilidad sin alienación y una soledad sin exilio.
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