Esta blanca ciudad del sur de Extremadura, tan hermosa como acogedora, encierra un secreto que los que nos dedicamos a la literatura y, más en concreto, a la poesía, no sabemos definir (por eso es un enigma) pero que, sin duda, existe. Éste es un convencimiento que sostengo desde muchos años, los que llevo frecuentando ese lugar al que cuanto más se va, menos cansa.
Fue allí, a principio de los ochenta, donde leyó uno sus primeros versos y donde, con esa bonita excusa, conocí a algunos de los poetas extremeños de mi generación que, al cabo de los años, son también algunos de mis mejores amigos: Ángel Campos Pámpano, Luciano Feria, José María Lama… Ya que no puedo presumir de adversarios, permítaseme al menos alardear de colegas. Éstos sí dan la talla.
Íbamos allí cada poco para leer delante de un público abundante y entregado los poemas que acabarían formando parte de nuestros primeros libros, ya fuera en el salón de actos del instituto de secundaria (entonces sólo existía el Suárez Figueroa) o en la Universidad Popular. Se podría decir que echamos allí nuestros primeros dientes poéticos.
Bajábamos Yolanda y yo en el mini amarillo. Alguna vez, recogimos por el camino a Miguel Ángel Lama, estudiante de Filología en Cáceres, y una de las personas imprescindibles a la hora de realizar el recuento de quienes han hecho posible que la literatura extremeña se situara, de una vez por todas, en el mapa literario.
Esa predilección por Zafra –que, como digo, no es exclusiva- tiene que ver con ese estado de cosas. En pocos sitios se ha hecho más y con tanto entusiasmo por la revitalización de nuestras letras y eso, qué duda cabe, merece ser reconocido.
No creo que sea ajena a ese hecho la feliz coincidencia de que esa ciudad haya dado nombres señeros a la literatura. Del los contemporáneos, ya he citado a tres (los hermanos Lama y Feria), pero puedo añadir otros, como el novelista Antonio Zoido (sobre cuya obra pronunciaba hace unos días una conferencia -en el marco del VIII Congreso de Estudios Extremeños- Ricardo Senabre), la añorada Dulce Chacón y el que tal vez sea nuestro poeta joven con más proyección, José Manuel Díez.
En Zafra se volvió a poner en marcha hace unos años el Seminario Humanístico, la única aula de la Asociación de Escritores Extremeños, junto a la de Don Benito-Villanueva de la Serena, que no lleva el nombre de un autor. Bajo su amparo no sólo se celebran las sesiones ordinarias con escritores sino otras que sirven para dinamizar aún más la ya de por sí vivaz cultura zafrense. Por ejemplo, el premio que lleva el nombre de la autora de La voz dormida y que en tan sólo dos ediciones ha conseguido notoriedad.
Regresé a Zafra la semana pasada para participar en una de las sesiones del Seminario, la penúltima del curso, a falta de la que servirá para presentar el nuevo libro de Inma Chacón, una elegía a la muerte de su hermana Dulce.
Reunidos en el pabellón Banesto de la Feria Internacional Ganadera de Zafra con chavales de los dos institutos de la localidad (el ya citado y el Cristo del Rosario), el del de Los Santos de Maimona y, mediante videoconferencia, con el de Talayuela, no miento si afirmo que pasamos un rato entretenido, siquiera fuera por mi afán de demostrar que la pobre poesía, tan sobrecargada de tópicos, no tiene porqué aburrir ni cansar cuando se la pone en comunicación con un público estudiantil que, también contra el lugar común, es sumamente poroso y receptivo. Tanto que hubo que cortar el turno de preguntas porque se nos echó la hora encima. Al salir, le dije a los profesores que acompañaban a los chavales que no sé si los puristas admitirían esa faena como clásica, pero que eso a uno le daba ya lo mismo.
Por la noche, en la Capilla del Parador, las cosas no fueron, como es lógico, por los mismos derroteros. Quise, con todo, corresponder de la mejor manera posible a mis anfitriones y demostrar que mi pasión por la lírica, más allá de los malos tiempos que siempre corren para ella, se mantiene intacta, algo que, no sin emoción, quise poner en evidencia delante de un grupo de ciudadanos de Zafra, en uno de los centros simbólicos de esa ciudad, por tantas cosas, luminosa.
Fue un placer conversar durante horas con Luciano Feria, conocer a Adolfo Gómez Tomé (codirector del Seminario y autor de una novela corta, La gallina ciega), pasear por la calle Sevilla y por las plazas Grande y Chica, comer rabo de toro (en un pueblo tan taurino) y, sobre todo, recordar los buenos momentos que allí hemos vivido, asociados, para siempre, con la amistad y con la poesía, dos poderosas razones para vivir.
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