Lo cuenta Andrés Trapiello: “Hace años dije por broma en un congreso de poesía que se celebraba en Granada que uno era un poeta agropecuario. Algunos no desaprovecharon la ocasión y empezaron a repetirlo como vilipendio, pensando acaso que se le rebajaba a uno con ello. Ninguno pensó, claro, que uno tenía puestos los ojos en el Virgilio de las Geórgicas y en la docena de adjetivos que en ese libro hacen casi tan grande a Virgilio como Homero”.
Salvando todas las distancias, también me han acusado de lo mismo. No a uno, conviene precisar, sino a lo que uno escribe. De agropecuario y hasta de preindustrial tuvo a bien calificarlo un poeta mexicano doblado de crítico. Son cosas que pasan. Cada cual lee lo que puede, ya se sabe.
A otro poeta, Aníbal Núñez, que paseaba por los alrededores de Montánchez, le escuché decir que iba a escribir un libro con parecido título: Agropecuaria. En casi todos los que publicó, la presencia del campo, de la naturaleza, es esencial. Y, sin embargo, pocos poetas más radicalmente modernos en la poesía española del siglo XX.
Pero para ser agropecuario en su sentido más profundo, como lo fue otro poeta indispensable, Claudio Rodríguez, hace falta haber vivido una infancia rural, algo que, en rigor, no vivió Andrés Trapiello (que salió pronto de su Manzaneda de Torío natal), ni Aníbal Núñez (Salamanca es una señora ciudad), ni, en fin, uno (a pesar de que, comparada con la del Tormes, la mía sea demasiado provinciana).
Cosa distinta es que a uno le hubiera gustado tenerla Sí, siempre he echado de menos ese pueblo que casi todos tienen y al que casi todos vuelven en fines de semana o vacaciones; un lugar con una modesta casa donde descansar de la rutina y vivir con la tranquilidad que se presupone en esos sitios a trasmano y pequeños.
Con todo, más que en un pueblo (viví en uno ocho meses y no fueron demasiado felices) lo que me hubiera gustado es vivir en el campo, como nuestro Bernardo V. Carande o, más allá, como su maestro y amigo José Antonio Muñoz Rojas, el de Las cosas del campo. Pero cuidado, digo vivir en el campo, no del campo. Vie de château, como Gil de Biedma en Las Navas.
Lo ideal, para mí, es la naturaleza. Su contemplación bajo la forma de paisaje (una exquisita elaboración cultural). Me gusta frecuentarla para dar paseos. Visitarla para leer y, cómo no, para descansar.
Ya que lo digo, si alguien se toma la molestia de leerme, verá que el campo que aparecen en mis poemas está vacío: no hay, como en ciertos cuadros de la naturaleza, figuras humanas. Si se muestran, incluida la mía, será casi siempre de soslayo, como los personajes del romántico Caspar David Friedrich. De espaldas, a lo lejos. Mi poesía es como yo: solitaria. Busca en la naturaleza, sobre todo, la soledad. Es el perfecto ámbito del retiro, ese asunto tan extremeño.
Es cierto que mi mujer, mis hijos o algunos familiares cercanos asoman en mis poemas. Más que nada porque comparten conmigo un espacio esencial de la misma: el molino de agua donde pasamos la mayor parte de nuestras horas de sosiego.
No niego que me llena de envidia (obviemos lo de sana) ver esas blancas casas de campo a las que uno de los protagonistas de mi primera novela (un arquitecto inventado) dedicó su tesis doctoral. Las observo desde el coche como puedo, a costa de algún susto, cuando atravieso las dehesas o, por ejemplo, Monfragüe. Y no digamos esas otras de piedra que, en contraste con los pretenciosos chalets, se levantan en las faldas de los valles del Jerte y el Ambroz o en La Vera.
Tarde sí y tarde también me escapo al mencionado molino con mi hijo y mis suegros. Aprovecho la fresca del atardecer para dar un paseo. Al pasar por los huertos, veo gente muy atareada con la cerecera. Trabajan duro, de sol a sol. Admiro su fortaleza, sí. Por lo bajini, no obstante, me reafirmo en mi afición al campo no, ay, a las fatigosas labores del campo.
Cuando piso alguna de esas repugnantes orugas que están acabando, entre otros árboles, con nuestros robles y cerezos, me acuerdo de ellos. De Julio, de Eduardo, de Victoria, de Sergio. De esos admirables vecinos que no van al campo precisamente a meditar. Ni a contemplar los pájaros y las flores. Los que quizá le aporten la verdadera dignidad y más se acerquen al auténtico espíritu de los poemas de Virgilio.
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