Uno de los recuerdos más doloroso que conservo tiene que ver con el manicomio (ahora, hospital psiquiátrico) que existió en la Plasencia de mi infancia. Estaba justo enfrente del colegio de los Maristas, donde pasé diez años de mi vida, desde 1965 hasta 1975. De Elemental a 6º de Bachillerato, según el Plan Educativo de entonces. Ese era, sin duda, un edificio de película (oscarizable) de miedo. Los enfermos (locos, se les llamaba entonces) se asomaban a los balcones enrejados y, por ejemplo, nos increpaban o nos escupían. Por llamar la atención, más que nada. A través de las ventanas, se oían también sus gritos, sus canturreos, sus monólogos, sus peroratas... Conocía el triste caserón por fuera pero tuve ocasión de conocerlo por dentro. Eso fue peor. Una hermana de mi abuela trabajaba allí, en el taller de costura (muchas veces la vi con arañazos y hematomas provocados por las enfermas). Uno necesitaba unas alpargatas para disfrazarse de murciano (¡), en una obrita musical preparada para la fiesta del colegio, y pensaron que en otro de los talleres podrían fabricarlas. Un buen día entré a probármelas y todavía tiemblo al recordarlo. Qué pasillos, qué oscuridad. Ya dije: ¡qué tristeza! Por suerte, hace años que se construyó uno a las afueras. Por sus puertas pasan, sin saberlo, todos los que atraviesan la ciudad por la N-630. Será por poco tiempo y no sólo porque esa carretera quede obsoleta por la autovía. La Junta de Extremadura ha decidido transformar, mediante un plan plurianual, esos hospitales. Me alegro. Siquiera sea para poder superar del todo una de mis peores pesadillas.