Los que siguen este cuaderno recordarán que ya se habló aquí del escritor Fernando Aramburu, culpable de que uno conociera al poeta Irazoki (quien, por más que suene a poeta chino o japonés, es vasco y vive en París) y protagonista de una bonita historia que me contó en su día otro poeta (extremeño y colombiano), Antonio M Flórez, de cuando el de San Sebastián bajó (a dedo) a Extremadura allá por el 78 del pasado siglo en busca de los poemas de una muchacha en flor: Rosa Vicente. Pues bien, anoche tuve la suerte de conocer personalmente al autor de Los peces de la amargura, libro premiado con el premio "Dulce Chacón" de narrativa española. El coloquio con sus lectores fue memorable. Es, mejor, si se me permite la licencia temporal. Oui, je me souviens. Después vino el acto de entrega y las palabras. Del alcalde, de Rosa Regás (presidenta del jurado), de Isabel Pérez, del ganador y hasta de uno mismo. Destaqué algo que conviene saber: que es uno de los premios más importantes de cuantos se conceden en España (no exagero) y no digamos de cuantos se entregan, día sí y día también, en Extremadura. A estas alturas empieza a resultar cansino premiar lo de siempre y a los de siempre. O, si se prefiere, hacer lo mismo que llevamos haciendo desde hace demasiado tiempo. El salto cualitativo que dio la Junta, en lo que a los premios "Extremadura a la Creación" se refiere, puede servir de modelo para efectuar otros cambios no menos pertinentes.
Sería prolijo explicar el complejo mecanismo del premio, pero podría resumirse en que quince críticos literarios (de todos los medios importantes) y los ocho miembros del jurado proponen tres títulos de entre los publicados el año anterior y, una vez realizado el consiguiente cálculo, se seleccionan los libros finalistas. Este año eran cinco: El abrecartas, de Vicente Molina Foix. Anagrama; La piedra en el corazón, de Luis Mateo Díez. Círculo de Lectores; Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago. Destino; Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu. Tusquets y Ninguna necesidad, de Julián Rodríguez. Mondadori. Sobran los comentarios.
Sería prolijo explicar el complejo mecanismo del premio, pero podría resumirse en que quince críticos literarios (de todos los medios importantes) y los ocho miembros del jurado proponen tres títulos de entre los publicados el año anterior y, una vez realizado el consiguiente cálculo, se seleccionan los libros finalistas. Este año eran cinco: El abrecartas, de Vicente Molina Foix. Anagrama; La piedra en el corazón, de Luis Mateo Díez. Círculo de Lectores; Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago. Destino; Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu. Tusquets y Ninguna necesidad, de Julián Rodríguez. Mondadori. Sobran los comentarios.
Dije también que un premio así no se improvisa. Zafra lleva siglos siendo, con naturalidad, una auténtica ciudad de la cultura. Lo explicó de maravilla Josemari Lama en su reciente pregón de Ferias. Y allí vive el alma pater del "Dulce Chacón", el poeta Luciano Feria. Y, en fin, todos los lectores que amparan un galardón que Zafra se merecía.
Uno reivindica un concepto algo gastado (que el ensayista Javier Gomá recupera para la reflexión): el de ejemplo. Y de ejemplar puede y debe calificarse al premio en sí, a la ciudad que lo promueve, a quienes lo organizan, a los que eligen las obras y las premian y, cómo no, a esos libros de cuentos o las novelas que se llevan el gato al agua. En lo personal, el mero hecho de ser finalista (mi segunda novela lo fue el año pasado) ya es un todo un premio.
Dulce puede estar tranquila, dondequiera que esté. Ninguna manera mejor de recordarla.
Por lo demás, como suele pasar, Fernando Aramburu, que bajó a lo humano para escribir su libro, es tan buena persona como escritor. Pero esto ya lo sabía.
Uno reivindica un concepto algo gastado (que el ensayista Javier Gomá recupera para la reflexión): el de ejemplo. Y de ejemplar puede y debe calificarse al premio en sí, a la ciudad que lo promueve, a quienes lo organizan, a los que eligen las obras y las premian y, cómo no, a esos libros de cuentos o las novelas que se llevan el gato al agua. En lo personal, el mero hecho de ser finalista (mi segunda novela lo fue el año pasado) ya es un todo un premio.
Dulce puede estar tranquila, dondequiera que esté. Ninguna manera mejor de recordarla.
Por lo demás, como suele pasar, Fernando Aramburu, que bajó a lo humano para escribir su libro, es tan buena persona como escritor. Pero esto ya lo sabía.