Hace un mes, en la cena del Loewe, coincidí en la misma mesa con un viejo amigo con el que hacía demasiado tiempo que no me tropezaba, Álvaro García. Por circunstancias que no viene al caso comentar, no era aquella su mejor noche. Lo tenía enfrente. Veía bien su cara. Mientras Oliván, sentado a mi derecha, charlaba con Baltasar Magro (bastante menos rígido que en la tele), uno conversaba con Antonio Cabrera, a mi izquierda. En un momento dado, hice alusión a mi tocayo. Evoqué nuestro primer encuentro en un asfixiante julio valenciano del ochenta y tantos. Puede que otro en un Valladolid gélido, en un invierno de los noventa. En cualquier clima, uno ha sintonizado bien con el malagueño. Con él, y lo que es aún mejor, con su poesía. Así y todo, le confesé con pesar a Antonio (un poeta con criterio) que, sin perder nunca su pista, no había leído todos sus libros. Me animó a hacerlo -la decisión ya estaba tomada- y me recomendó muy vivamente su última obra, la primera de las suyas dedicada al ensayo. Mi librero hizo el resto. Y las fiestas, claro, que me han permitido dedicarle a su poesía las horas que merece. He leído, en riguroso orden de aparición editorial, sus poemas para meterme después con su ensayo, todo (no por casualidad) en Pre-Textos.
Al margen de los picoteos en antologías y revistas, me había perdido, qué duda cabe, la mejor poesía de Álvaro García. Siempre igual pero siempre distinta (con voz propia o, por decirlo con Mary McCarthy, con estilo) y, conviene subrayarlo, creciendo en exigencia. Vamos, en excelencia. De ahí que abordar Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética haya supuesto el complemento ideal a esta navideña aventura. Sí, por lo que supone de benéfico contraste entre la teoría y la práctica. Pocas veces ha visto uno tan claro eso de que, a veces, los mejores críticos de poesía son los poetas. Es el caso. Al tiempo que avanzaba a través del sugerente y apasionante discurso de García, rememoraba los poemas de Álvaro y entonces, a las citas y los ejemplos que él traía (tan bien), iba sumando los que conservaba en mi propia, reciente memoria. El encaje era perfecto. Sin trampa ni cartón. Poesía, sólo eso.
Escrito con rigor, con una lucidez que evoca la más noble sabiduría, estamos ante un libro abierto y plural que, en consecuencia, admite múltiples y variadas lecturas. Me ha interesado, por ejemplo, la que puede hacerse, entre líneas, de la denominada "poesía de la experiencia". Siquiera sea por el componente emocional que adquiere para cualquier poeta de nuestra común generación; la de los 80, según García Martín.
Si la poesía de Álvaro García me parece altamente recomendable, sus reflexiones se me antojan obligatorias. Para los poetas en ejercicio, para los aspirantes a serlo y, cómo no, para los poetas estatua. Lo mismo, por su bien, se caen del pedestal.
Al margen de los picoteos en antologías y revistas, me había perdido, qué duda cabe, la mejor poesía de Álvaro García. Siempre igual pero siempre distinta (con voz propia o, por decirlo con Mary McCarthy, con estilo) y, conviene subrayarlo, creciendo en exigencia. Vamos, en excelencia. De ahí que abordar Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética haya supuesto el complemento ideal a esta navideña aventura. Sí, por lo que supone de benéfico contraste entre la teoría y la práctica. Pocas veces ha visto uno tan claro eso de que, a veces, los mejores críticos de poesía son los poetas. Es el caso. Al tiempo que avanzaba a través del sugerente y apasionante discurso de García, rememoraba los poemas de Álvaro y entonces, a las citas y los ejemplos que él traía (tan bien), iba sumando los que conservaba en mi propia, reciente memoria. El encaje era perfecto. Sin trampa ni cartón. Poesía, sólo eso.
Escrito con rigor, con una lucidez que evoca la más noble sabiduría, estamos ante un libro abierto y plural que, en consecuencia, admite múltiples y variadas lecturas. Me ha interesado, por ejemplo, la que puede hacerse, entre líneas, de la denominada "poesía de la experiencia". Siquiera sea por el componente emocional que adquiere para cualquier poeta de nuestra común generación; la de los 80, según García Martín.
Si la poesía de Álvaro García me parece altamente recomendable, sus reflexiones se me antojan obligatorias. Para los poetas en ejercicio, para los aspirantes a serlo y, cómo no, para los poetas estatua. Lo mismo, por su bien, se caen del pedestal.