5.2.09

Plasencia escrita

Alguien dijo que si los hombres no escribieran, no existirían las ciudades. La nuestra, Plasencia, no es, según creo, una excepción. Al revés. Uno tuvo muy temprano, desde que empecé a ser lector, la intuición de que ésta era una ciudad literaria o susceptible de serlo, de ahí que la convirtiera en el centro de ese territorio, más imaginario que real, en el que me propuse que vivieran tanto el protagonista –aproximadamente yo- de mis poemas como los personajes, con el tiempo (entonces no sospechaba que eso llegaría a ocurrir), de mis novelas, por llamar a mis libros narrativos de algún modo. Para bien o para mal, lo siento a veces como condena y otras como bendición, casi nunca me he apartado de los paisajes (del alma) que pueden contemplarse en torno a Plasencia. A sus tierras, como se decía antes. En lo sustancial, los valles del Jerte y del Ambroz, así como la comarca de La Vera. Pero como decía, sobre todo las calles de esta ciudad murada de la que uno casi nunca ha salido y de la que, sin embargo, como en el verso de Ungaretti, “la meta es partir”.

Que Plasencia, en fin, es una ciudad literaria, es decir, escrita, lo demuestran diferentes libros que la han tenido como referente. Sin ningún afán exhaustivo (no es uno el erudito que cabría al caso), paso a comentar algunos.

El que prefiero, también el más antiguo, es la Descripción de Plasencia del Luis de Toro. Fechado por su autor en 1573, el médico placentino lo escribió en latín y, ya digo, pocas páginas sobre esta ciudad superan las de esa especie de “guía turística” del siglo XVI, como la calificó Domingo Sánchez Loro, que no ha perdido ni un ápice de su original frescura y donde se retrata a esta ciudad de una manera insuperable. No haría falta decirlo, tal es nuestra proverbial desidia, pero carecemos de una edición asequible de la obrita que, con todo, se puede leer entre las páginas de las Historias placentinas inéditas (I. C. El Brocense. Cáceres, 1985), del citado S. Loro, o, más difícil, en la edición de Marceliano Sayáns Castaños, Descripción de la ciudad y obispado de Plasencia, por Luis de Toro (La Victoria, Plasencia, 1961).

También me gusta recordar, dando un salto en el tiempo, las pocas pero muy interesantes páginas que el pintor José Gutiérrez-Solana le dedica a esta ciudad en La España negra, donde llega en tren (desde Tembleque), a principios del siglo veinte, cansado, sucio y lleno de polvo. Refleja allí un pueblo abrasado bajo el sol del verano cuyas construcciones se confunden con el color terroso del paisaje circundante. Habla, por lo demás, de sus calles, de sus tabernas, de sus mujeres, de sus posadas… y de sus muertos, que cree abundantes.

Por esa época visitaba cada poco esta plaza el maestro y poeta José María Gabriel y Galán, vecino del Guijo, quien convertido, por matrimonio (se casó en la iglesia de San Esteban), en propietario rural bajaba los martes a proveerse de lo necesario para las tareas del campo y, además, para las literarias, que eran, sin duda, las que más le interesaban. Baste citar su poema “La Cenéfica” para dar fe de la presencia de Plasencia en su inolvidable obra.

Mucho más adelante aparecen las primeras obras de dos novelistas placentinos nacidos en 1940 que, marca de la época, se llaman José Antonio y se apellidan García Blázquez y Gabriel y Galán (nieto del mencionado vate), respectivamente.

Gonzalo Hidalgo Bayal comenta en su ensayo La novela asonante que “aunque los personajes suelen moverse por grandes ciudades (Madrid, Barcelona, París, Nueva York), siempre surge una ciudad media en sus orígenes (como Plasencia, por ejemplo)”. Hace alusión a las novelas de García Blázquez (No encontré rosas para mi madre, El rito, Señora muerte, Rey de ruinas, etc.), que empezó a publicar una década antes que su paisano, en los sesenta, y donde Veletas (como él la llama) pasa a ser un trasunto de su tierra natal, una ciudad opresora de la que huyó muy joven y a la que ha vuelto esporádicamente y de forma, casi siempre, clandestina.

En Gabriel y Galán, otro placentino “de fuera”, viajero también como García Blázquez, Plasencia aparece de un modo más circunstancial. A pesar de eso, son memorables las primeras páginas de su novela más famosa, Muchos años después, donde aparecen evocados, pongo por caso, los singulares canchos que nos rodean (nos rodeaban, mejor).

He citado a GHB y es precisamente éste, natural de Higuera de Albalat (1950), pero vecino de Plasencia desde muy temprana edad, quien quizás mejor ha sabido trasladar al papel el espíritu (caso de que lo tenga y de que sólo sea uno) de esta ciudad que él ha rebautizado como Murania. Porque de novela se trata, no hace falta explicar que la ficción manda. Con todo, ya digo, uno rastrea fácilmente tal o cual rincón detrás de las vidas de los personajes que pululan por las calles de Mísera fue, señora, la osadía, Amad a la dama o Paradoja del interventor, aunque aventuro que será en su próximo libro, que saldrá inminentemente, El espíritu áspero (un auténtico novelón), donde Murania respire con todo su esplendor de la mano de su protagonista, don Gumersindo, un profesor de latín que se jubila.

Otros autores, jóvenes ahora y también placentinos, han llevado a sus primeras obras, de forma más o menos velada, a Plasencia. Hablo de Juan Ramón Santos (un cuentista que va camino de convertirse en novelista, con dos libros publicados, Cortometrajes y El círculo de Viena) y de Álex Chico (un poeta que en su único libro publicado, La tristeza del eco, da una importancia decisiva al sitio donde nació).

A esta ciudad, conviene recordarlo, en el momento de su fundación hace más de ochocientos años, le ha dedicado una novela Jesús Sánchez Adalid bajo el título El alma de la ciudad.

Para terminar, y en lo que a uno respecta, sólo cabe añadir a lo que ya dije al principio una paradoja. Puede que no hubiera escrito nada de haber nacido en otra parte o, acaso, dondequiera que hubiera nacido habría inventado una ciudad aproximadamente como ésta. Para que existiera, la habría escrito. Sí, porque la mía es, como la de todos, una ciudad de la memoria, más imaginada que real, más de mis sueños (y mis pesadillas) que cualquier otra cosa. Ésa que aparece, porque no quería perderla, entre las líneas de mis libros de poesía y, más aún, entre las de mis dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe.


(Publicado en Torre Lucía, periódico escolar del Colegio Público Alfonso VIII de Plasencia)