Unos cuantos parroquianos evocaban en un bar placentino los viajes de antes. Trayectos en coche a lugares relativamente cercanos. A Béjar, a Salamanca, a Ávila, a Cáceres... Por carreteras nacionales o secundarias. Mencionaban los innumerables sitos donde se paraba. Cada poco. Lo del alcoholímetro, claro, no existía. Todo empezó cuando uno de ellos comentó un rápido viaje a Salamanca la tarde anterior por la autovía. Escuchaba uno los nombres del pasado: el Roma, el Solitario, Cuatro Calzadas, la Perala... El del mesón, el puticlub, el ventorro, el restaurante... Lugares de parada habitual situados en pueblos por lo que ya casi nadie pasa (Cañaveral, Baños, Piedrahita, Guijuelo...) o levantados en enclaves significativos (el puerto de Vallejera, el de los Castaños, el de Villatoro...) o en medio de la nada.
Ayer, en un rapto de nostalgia, volví de Cáceres por la N-630. ¡Cuántos recuerdos! Grimaldo me pareció más bonito que nunca, las curvas del Tajo (sin camiones ni cosechadoras) una seca delicia. Vi nuevas casas de campo, árboles que han crecido cerca del cruce de Garrovillas y, sobre todo, una película que con recurrencia remitía a los años perdidos entre sus rectas y sus curvas. Si se me permite el exabrupto, llegó un momento en que podría haber realizado ese camino con los ojos cerrados. O casi. Alguna vez quizás lo hice. Seguramente era de noche.
Hace unos días bajé a Jaén. Salvo unos pocos kilómetros entre Torrijos y Toledo, siempre por autovía. De haberlo hecho por las viejas carreteras, el largo viaje habría sido, sin duda, del todo distinto. Sólo en Despeñaperros (que para un vecino de Monfragüe puede parecer un Salto del Gitano a lo bestia) pude atisbar aquella épica. O cuando la vía rápida te acerca al tradicional cementerio de Santa Cruz de Mudela (donde está enterrada nuestra querida Pilar). Poco más.
Por cierto, Jaén ya ha dejado de ser aquella imagen de su catedral en el cromo de un álbum infantil. Es verdad que llegué, poco o nada vi (me alojé en la parte nueva, abajo) y me marché. Vamos que, a pesar de que estaba deseando visitar esa hermosa ciudad del Sur, sigo sin conocerla. Será. O eso espero.
Ayer, en un rapto de nostalgia, volví de Cáceres por la N-630. ¡Cuántos recuerdos! Grimaldo me pareció más bonito que nunca, las curvas del Tajo (sin camiones ni cosechadoras) una seca delicia. Vi nuevas casas de campo, árboles que han crecido cerca del cruce de Garrovillas y, sobre todo, una película que con recurrencia remitía a los años perdidos entre sus rectas y sus curvas. Si se me permite el exabrupto, llegó un momento en que podría haber realizado ese camino con los ojos cerrados. O casi. Alguna vez quizás lo hice. Seguramente era de noche.
Hace unos días bajé a Jaén. Salvo unos pocos kilómetros entre Torrijos y Toledo, siempre por autovía. De haberlo hecho por las viejas carreteras, el largo viaje habría sido, sin duda, del todo distinto. Sólo en Despeñaperros (que para un vecino de Monfragüe puede parecer un Salto del Gitano a lo bestia) pude atisbar aquella épica. O cuando la vía rápida te acerca al tradicional cementerio de Santa Cruz de Mudela (donde está enterrada nuestra querida Pilar). Poco más.
Por cierto, Jaén ya ha dejado de ser aquella imagen de su catedral en el cromo de un álbum infantil. Es verdad que llegué, poco o nada vi (me alojé en la parte nueva, abajo) y me marché. Vamos que, a pesar de que estaba deseando visitar esa hermosa ciudad del Sur, sigo sin conocerla. Será. O eso espero.