Es el título del último libro de Esther Tusquets y se lo regalé a mi madre la semana pasada, con motivo de su ochenta cumpleaños. Supongo que a esa edad ni siquiera una mujer debe ocultar sus años. Al revés, puede presumir de ellos. Los ha vivido, son muchos y debe sentirse orgullosa de haber llegado donde no todos pueden y, además, bien. Una alegría.
Ojeé el libro en El Quijote y leí uno de sus breves capítulos, el que dedica a los maestros y a las reuniones de padres y madres de alumnos. No quiero entrar en polémica, pero me hizo pensar. Ella es de la opinión de que un maestro (ella cita a una maestra) que se reconoce impotente ante una clase debe cambiar de oficio. Porque la culpa es suya. Son muchos años dando clase y no lo tengo tan claro. Hay grados y grados. Niveles y niveles. Me temo que las cosas han cambiado más de lo que doña Esther imagina, pero para explicarlo tendría que entrar en un terreno movedizo donde, al menor descuido, podría hundirme. Por lo demás, cree que los progenitores deben mantenerse alejados de la tarea profesional de los maestros y, en consecuencia, de la escuela. Otra opinión a contratiempo. El ejemplo que pone, contundente, pertenece a la enseñanza privada y, claro, ahí el poder de decisión es muy otro. Gonzalo me recordaba, mientras conversábamos sobre el asunto, un viejo pecio de Ferlosio, donde el escritor aludía a la casa familiar y al colegio como dos ámbitos diferenciados y distintos que marcan el territorio por donde se mueve un niño a lo largo de su infancia. Opiniones, dudas, pequeños delitos no tan abominables para tiempos que quizás sí lo sean.