No es normal que uno "cuelgue" en el blog este tipo de entradas. La ocasión lo merece. Aunque pensé que lo mejor sería esperar a que el poeta Pedro Serrano publicara esta declaración en la revista que dirige, Periódico de Poesía, la gravedad del asunto me ha hecho cambiar de opinión.
En el último mes se han desencadenado en el mundo fenómenos naturales devastadores como el sunami de Japón, errores humanos tan graves como el descuido en que estaban los reactores nucleares, también en Japón, y enormes hojarascas al viento de libertad, sobresalto y esperanza en Túnez, Libia, Egipto y casi todo el Islam. En todos estos países la poesía está siendo parte importantísima de las miles de lenguas de fuego que prenden de un sitio a otro y se tocan de individuo a individuo. Al tiempo que esto pasa, pequeños infiernillos imperceptibles siguen encendidos en todas partes del mundo, con un fuego pálido en cada una de las relaciones humanas, o con humaredas más violentas en casos como el de Costa de Marfil. En unos y otros la poesía es puja de supervivencia y afirmación. Cuando ella aparece es posible decir eso que se nos ha quedado pegado en el esternón. Ejercerla se vuelve vagido liminal, estertor de vida. Es la forma que tenemos los seres humanos, como especie, para tocar de manera íntima e individual lo que nos une a todos, y es también el modo en que decimos qué nos afecta. Con ella iniciamos también el camino brioso y penoso de resolución. No son las grandes declaraciones las que condensan el significado alentador de una comunidad, sino un pequeño acto individual, que se vuelve forma, lo que desencadena la chispa necesaria que cambia las cosas. Así sucedió con Mohamed Bouazizi, ese Pípila tunecino, un frágil vendedor de nueces de la ciudad de Sidi Bouzid, que al prenderse fuego en protesta por la mordida que le pedía la policía, desencadenó todo. Ese aliento de vida individual sumada en colectiva, por contagio ya sea físico o cibernético, sigue encendiendo vidas y corazones en todo el Medio Oriente. La forma del lenguaje que se adhiere en el poema nos hace sentir los actos humanos, compartir la vida de los otros. Su fuerza es también lo que nos da ánimo para hacer frente, en lo íntimo y en lo público.
Siempre he sabido que llamar a esta serie de escrituras Defensa de la poesía acarreaba deslices. La pensé de una manera irónica, y por esa razón en mis comentarios y mensajes la he llamado “parachoques”, “salpicadera”, “parabrisas”, como si la poesía fuera ese coche destartalado en el que pudiéramos viajar todos, usado y en uso, y estos textos los amarres que le vamos haciendo, con cintas o con cuerdas, para que no se caiga en pedazos y siga su rocambolesca marcha. O como esas cintas de colores que hace años enredábamos minuciosas a los manubrios de las bicicletas, y que terminaban en unas cintas colgando de cada uno de los mangos de plástico con que nos afianzábamos al correr en ellas. Pero el peligro de la ironía es que pase desapercibida. De la misma manera que la tinta invisible, sólo se ve si le añades la emulsión correcta. Sin ella, el título puede ser tan explícito que llegue a sentirse un poco pacato, no tanto pomposo sino apretado y rígido, como esos trajes que le quedan pequeños a los niños cuando los sacan a alguna ceremonia oficial. Lo llevamos también, qué remedio. Por otro lado, en el origen seguía presente una obvia identificación con la “Defensa de la poesía” de Shelley: nunca he dejado de verlo sonreír por el rabillo del ojo, e imagino estos textos dialogando con él en el mismo tono y mezcla de enjundia y displicencia que tiene el suyo.
Pero hoy le encuentro un nuevo sentido indispensable. La “defensa de la poesía”, me aparece ahora, no está en realidad en lo que escribamos sobre su naturaleza, Shelley o yo o quien sea, sino en ella misma, en su poderosa fuerza palpable. La poesía nos abriga y nos arropa, nos hace respirar y tragar saliva. Es ella la que nos defiende a nosotros y nos lanza hacia afuera. En ese sentido, las palabras que bajo el título de “San Jorge y el dragón han servido de emblema para el Periódico de Poesía en las celebraciones del libro y de la rosa son su mejor bandera. Como escribió Yeats, el premio que da la poesía es nuestra supervivencia y conexión con los demás, lo que nos salva, lo que nos hace humanos. Es ella, o eso que hay en ella, lo que nos da la fuerza para enfrentar, penetrar, atravesar y sobreponernos al terror. La poesía nos pone en nuestro lugar y pone en su lugar las cosas, los restos de las cosas, lo que tiene la obligación de continuar. Porque todos vamos a morir la poesía es el lenguaje de la vida, de la de todos, de la de cada uno de nosotros. Vista desde esa atalaya, se puede ver mejor la verdad de los versos de Yeats en “El triunfo de ella”:
En el último mes se han desencadenado en el mundo fenómenos naturales devastadores como el sunami de Japón, errores humanos tan graves como el descuido en que estaban los reactores nucleares, también en Japón, y enormes hojarascas al viento de libertad, sobresalto y esperanza en Túnez, Libia, Egipto y casi todo el Islam. En todos estos países la poesía está siendo parte importantísima de las miles de lenguas de fuego que prenden de un sitio a otro y se tocan de individuo a individuo. Al tiempo que esto pasa, pequeños infiernillos imperceptibles siguen encendidos en todas partes del mundo, con un fuego pálido en cada una de las relaciones humanas, o con humaredas más violentas en casos como el de Costa de Marfil. En unos y otros la poesía es puja de supervivencia y afirmación. Cuando ella aparece es posible decir eso que se nos ha quedado pegado en el esternón. Ejercerla se vuelve vagido liminal, estertor de vida. Es la forma que tenemos los seres humanos, como especie, para tocar de manera íntima e individual lo que nos une a todos, y es también el modo en que decimos qué nos afecta. Con ella iniciamos también el camino brioso y penoso de resolución. No son las grandes declaraciones las que condensan el significado alentador de una comunidad, sino un pequeño acto individual, que se vuelve forma, lo que desencadena la chispa necesaria que cambia las cosas. Así sucedió con Mohamed Bouazizi, ese Pípila tunecino, un frágil vendedor de nueces de la ciudad de Sidi Bouzid, que al prenderse fuego en protesta por la mordida que le pedía la policía, desencadenó todo. Ese aliento de vida individual sumada en colectiva, por contagio ya sea físico o cibernético, sigue encendiendo vidas y corazones en todo el Medio Oriente. La forma del lenguaje que se adhiere en el poema nos hace sentir los actos humanos, compartir la vida de los otros. Su fuerza es también lo que nos da ánimo para hacer frente, en lo íntimo y en lo público.
Siempre he sabido que llamar a esta serie de escrituras Defensa de la poesía acarreaba deslices. La pensé de una manera irónica, y por esa razón en mis comentarios y mensajes la he llamado “parachoques”, “salpicadera”, “parabrisas”, como si la poesía fuera ese coche destartalado en el que pudiéramos viajar todos, usado y en uso, y estos textos los amarres que le vamos haciendo, con cintas o con cuerdas, para que no se caiga en pedazos y siga su rocambolesca marcha. O como esas cintas de colores que hace años enredábamos minuciosas a los manubrios de las bicicletas, y que terminaban en unas cintas colgando de cada uno de los mangos de plástico con que nos afianzábamos al correr en ellas. Pero el peligro de la ironía es que pase desapercibida. De la misma manera que la tinta invisible, sólo se ve si le añades la emulsión correcta. Sin ella, el título puede ser tan explícito que llegue a sentirse un poco pacato, no tanto pomposo sino apretado y rígido, como esos trajes que le quedan pequeños a los niños cuando los sacan a alguna ceremonia oficial. Lo llevamos también, qué remedio. Por otro lado, en el origen seguía presente una obvia identificación con la “Defensa de la poesía” de Shelley: nunca he dejado de verlo sonreír por el rabillo del ojo, e imagino estos textos dialogando con él en el mismo tono y mezcla de enjundia y displicencia que tiene el suyo.
Pero hoy le encuentro un nuevo sentido indispensable. La “defensa de la poesía”, me aparece ahora, no está en realidad en lo que escribamos sobre su naturaleza, Shelley o yo o quien sea, sino en ella misma, en su poderosa fuerza palpable. La poesía nos abriga y nos arropa, nos hace respirar y tragar saliva. Es ella la que nos defiende a nosotros y nos lanza hacia afuera. En ese sentido, las palabras que bajo el título de “San Jorge y el dragón han servido de emblema para el Periódico de Poesía en las celebraciones del libro y de la rosa son su mejor bandera. Como escribió Yeats, el premio que da la poesía es nuestra supervivencia y conexión con los demás, lo que nos salva, lo que nos hace humanos. Es ella, o eso que hay en ella, lo que nos da la fuerza para enfrentar, penetrar, atravesar y sobreponernos al terror. La poesía nos pone en nuestro lugar y pone en su lugar las cosas, los restos de las cosas, lo que tiene la obligación de continuar. Porque todos vamos a morir la poesía es el lenguaje de la vida, de la de todos, de la de cada uno de nosotros. Vista desde esa atalaya, se puede ver mejor la verdad de los versos de Yeats en “El triunfo de ella”:
Hice lo que el dragón quiso hasta que apareciste.
Porque creía que el amor era una fortuita
improvisación, o un juego establecido
que dura mientras dura la caída de un pañuelo.
Lo mejor de todo eran las alas que tenía un minuto
y si luego había ingenio es que hablaban los ángeles;
entonces surgiste entre los anillos del dragón.
Me burlé, ofuscada, pero tú lo venciste,
rompiste la cadena y liberaste mis tobillos
como un Perseo pagano o un San Jorge;
y ahora vemos atónitos el mar
y un ave milagrosa grazna mientras nos mira.
En el mundo pasan esas cosas, y mientras tanto el incontenible vertedero de porquería que ha ido depositándose en las ciudades, pueblos, calles y casas de México sigue creciendo, asquerosamente, llenando de dolor habitaciones y rincones. Es el narcotráfico, es cierto, pero no es sólo eso. Lo acompaña el baile todo que, como en las pinturas negras de Goya, va a su encuentro en brazos de la corrupción, el cinismo, el dinero y las armas. Cada una de estas palabras tiene peso específico. Las alianzas que sustentan al poder han creado inmensos basureros en los que irremediablemente se desliza todo. Ese hedor tira de nosotros, trata de hundirnos, nos alcanza muchas veces. No importa, se puede chapalear y salir, a veces como el pato de Díaz Mirón, cuyo plumaje no es tocado por los lodazales, a veces como casi todas las aves que terminan con el cuerpo embadurnado de petróleo queriendo escapar. Pero de eso se trata, de seguir en el intento. En ese sentido, una de las voces que más íntegramente ha pautado esa realidad semana a semana, y que en la acumulación de sus anotaciones lleva huella de todo lo que no se ha limpiado, ha sido Javier Sicilia. Sus colaboraciones semanales para Proceso, una publicación tachada de amarillista por los que no quieren ver la realidad amarilla, terminan siempre con una lista de agravios que los que pueden no han querido limpiar, y que son el primer detonante del crimen. Sicilia se encarga, tercamente, de que no olvidemos que nada de eso se ha cumplido. Y la lista, que empezó con los Acuerdos de San Andrés, que nunca ha ratificado el gobierno, no ha hecho sino crecer. Los culpables no son sólo los que ejercen las armas, sino quienes los los dejaron pasar. Esta semana, Sicilia terminaba su colaboración con la siguiente lista: “Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz”. Cada una de estas demandas tiene su historia particular, y la lista cubre varios sexenios de continua y repetida venalidad. Siempre he pensado que es un alivio que Sicilia no se ocupe de política internacional, porque la serie llenaría la columna y no quedaría espacio para su opinión.
Conocí a Javier Sicilia hace treinta años, aproximadamente. Tengo amorosamente grabadas su risa, sus pantalones de mezclilla, sus botas vaqueras, su barba gambusina y sus expresiones llenas de humor. Siempre que se mencionaba a Cioran exclamaba “ese hombre es un perverso”, y cuando escuchaba a Bruce Springsteen se ponía en pie y decía “este es el jefe”. Hace mucho que no lo veo, pero eso no importa. Mi conversación con él es continua. Lo puse como ejemplo durante una charla reciente, al hablar de la revista Cartapacios, que hicimos juntos. Durante mucho tiempo las reuniones de la redacción fueron, lunes tras lunes, en casa de Javier. Recuerdo a su padre recogiéndonos enfrente del Liverpool de Insurgentes, bajándose del coche, no tan espigado como él, abriendo la cajuela para que guardáramos ejemplares de la revista. Aunque en esa época todavía no era la figura pública que es hoy, su ejemplo de integridad humana, dignidad y bonhomía ya estaba ahí, emanando calidez. Cartapacios era, en pequeña escala y entonces, el sitio de conversación pública que en todos estos años Javier Sicilia no ha hecho sino ensanchar. En esa charla recordé las discusiones alegres que se daban entre él, poeta católico y rimado del DF, y Gastón Martínez, poeta comunista y cantautor de Tampico. El espíritu de Cartapacios era la conversación, el respeto y la comunidad en diferencia, y esto se plasmaba en un proyecto común en el que respiraban diferentes perspectivas. Esta misma manera de estar abierto al mundo la he ejercido Javier Sicilia en su vida personal, en su práctica religiosa, en su actividad editorial de muchos años en las revistas Ixtus y Conspiratio y en sus artículos semanales de Proceso. Saber que está ahí, que respira, que escribe, que lucha y habla, es una de las maneras que tengo para reconocer la vida y lo que vale la pena de ella. Pocas son las personas de las que puedo decir: “es un hombre bueno”, sin la menor duda y con la convicción más amplia. Hasta sus ataques de furia y sus salidas de quicio y tono, como cuando ganó el premio Aguascalientes e insultó a Evodio Escalante, son parte integral de su humanidad, equivalente al episodio en que Jesucristo, invadido por la violencia, sacó a latigazos a los mercaderes del templo. Aclaro que no estoy comparando a Evodio con ningún mercader, sólo imaginando a Javier dando rienda suelta a su furia. Una vez vueltas las aguas a su cauce, humilde, le pidió disculpas, públicas por supuesto.
La violencia encarnizada que se ha echado sobre México a lo largo de estos años no es sólo un número o una estadística, que pueda subir y bajar. Como lo narra Roberto Bolaño de manera helada en su novela 2666, un largo recorrido de fichas policiales, es la suma de la historia de una mujer, y de otra, y de otra más, hasta acumular un vacío en el estómago del lector, perseguido también por un oscuro coche que recorre las sombras de las calles al acecho de cada uno de nosotros. Pero la carga incesante y diaria de muertos, de los que ya van muchos, muchos años, no se diluye en el agua de la repetición y la naturalidad. El inmenso dolor que cada uno de esos asesinatos arrastra y significa es nuestro. En diciembre del año pasado, en la presentación de la antología País de sombra y fuego de Jorge Esquinca, Cristina Rivera Garza leyó “La reclamante”, un poema estremecedor, recogido en ese libro, en el que inserta, una por una, las palabras que la señora Luz María Dávila, a quien le acababan de matar dos hijos, le espetó al presidente Calderón en Ciudad Juárez, al negarse a darle la mano: “mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos” dice ella y dice Cristina. La sutil y exacta intervención del poema hizo que se volvieran nuestras esas palabras, dichas en toda su vasto dolor y su inmensa dignidad. Al tomar la forma de poema, hechos que conocíamos al haber aparecido como noticia en los diarios, y que allí eran en un dato de acumulada y compartida indignación, se hacían herida propia. Ahora, después de volverse poema, no sólo nuestra indignación acompaña a Luz María Dávila, sino también nuestro dolor, como si estuviéramos en el velorio de sus hijos, como si la tocáramos y los tocáramos. El estremecimiento que provocan las palabras puestas allí por Rivera Garza es mucho más fuerte que cualquier explicación o raciocinio sobre los motivos y datos de los crímenes del narcotráfico. La humanidad inmensa de ese caso y esa historia hace insubordinable, intransigente e impostergable nuestra demanda y nuestra exigencia de que esto pare ya.
Hace unos días, en una clase sobre poesía hispanoamericana, una alumna presentó el conocidísimo poema de José Martí, “Cultivo una rosa blanca”. Es un poema que leí por primera vez en un libro escolar, supongo que en tercero o cuarto de primaria, cuando tenía nueve años. Nunca me gustó. Tengo grabado el recuerdo de vago y desasido disgusto que provocó su lectura, quizás porque se suponía que me debería conmover, y no lo hacía. Qué podía tener ese poema para que le pareciera memorable a la gente, me preguntaba, para que lo citaran. Y me lo volví a preguntar en esta lectura reciente. No me gustaba la rima, no me gustaba la simpleza de sus repeticiones, no me gustaba la vanagloriada bondad que percibía en quien eso declaraba, no me gustaba el tonillo ni los adjetivos. El “amigo sincero” me sonaba demasiado rimbombante, y el ritmo falsete, poco sincero en pocas palabras. Todas estas explicaciones, claro, son de ahora. Digamos que no terminaba de creerle. Y cuando la alumna lo leyó me volvió a pasar lo mismo. Mi percepción no había cambiado en todos estos años. Por qué habría escogido ese poema, pensé, habiendo tantos de Martí que verdaderamente valen la pena. Pero hay que ponerlo en la perspectiva del propio Martí, que murió luchando por la independencia de Cuba, para entenderlo a cabalidad. Esa tarde, al llegar a mi casa, me enteré de la muerte de Juan Francisco Sicilia Ortega, hijo de Javier Sicilia. Desde entonces no he pensado en otra cosa. A pesar de que yo casi no lo conocía, todas las cosas que he mencionado hicieron que su muerte me tocara más que otras, tan igualmente indignantes, pero con las que no sabía conectar. Y entonces, por algún movimiento extraño del poema de Martí en mi mente, sus palabras se me fueron metiendo y empezaron a resonar y a adquirir sentido, como buscando a Javier, haciéndolo mío, haciéndome a mí acercarme a él, tocarlo y abrazarlo, a mi amigo, y de ahí a todos y cada uno de los que murieron con su hijo, y de los que han muerto en esta negra cauda. Y entonces lo entendí, sabiendo él desde antes cosas que yo no sé: “Cultivo una rosa blanca en julio como en enero, para el amigo sincero que me de su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo; cultivo una rosa blanca.” Yo no soy quien para pedirle a Javier Sicilia ninguna declaración, ninguna posición. Decirlo está casi de sobra. Pero las palabras de Martí comenzaron a tener un sentido en mí que no tenían antes, como si la rosa blanca me llenara la boca, como si a través de ese poema pudiera yo tocar muchas cosas, y en ese poema siento ahora el dolor y la dignidad.
Esa misma tarde leí un poema de Tennessee Williams, que seguramente habla de otra cosa, pero que en ese momento y con sus palabras, halló acomodo para mi amigo en mí. Leo a Javier tocando a su hijo, estando con él hoy y siempre. Lo transcribo para compartir esa cercanía y esa necesidad:
Conocí a Javier Sicilia hace treinta años, aproximadamente. Tengo amorosamente grabadas su risa, sus pantalones de mezclilla, sus botas vaqueras, su barba gambusina y sus expresiones llenas de humor. Siempre que se mencionaba a Cioran exclamaba “ese hombre es un perverso”, y cuando escuchaba a Bruce Springsteen se ponía en pie y decía “este es el jefe”. Hace mucho que no lo veo, pero eso no importa. Mi conversación con él es continua. Lo puse como ejemplo durante una charla reciente, al hablar de la revista Cartapacios, que hicimos juntos. Durante mucho tiempo las reuniones de la redacción fueron, lunes tras lunes, en casa de Javier. Recuerdo a su padre recogiéndonos enfrente del Liverpool de Insurgentes, bajándose del coche, no tan espigado como él, abriendo la cajuela para que guardáramos ejemplares de la revista. Aunque en esa época todavía no era la figura pública que es hoy, su ejemplo de integridad humana, dignidad y bonhomía ya estaba ahí, emanando calidez. Cartapacios era, en pequeña escala y entonces, el sitio de conversación pública que en todos estos años Javier Sicilia no ha hecho sino ensanchar. En esa charla recordé las discusiones alegres que se daban entre él, poeta católico y rimado del DF, y Gastón Martínez, poeta comunista y cantautor de Tampico. El espíritu de Cartapacios era la conversación, el respeto y la comunidad en diferencia, y esto se plasmaba en un proyecto común en el que respiraban diferentes perspectivas. Esta misma manera de estar abierto al mundo la he ejercido Javier Sicilia en su vida personal, en su práctica religiosa, en su actividad editorial de muchos años en las revistas Ixtus y Conspiratio y en sus artículos semanales de Proceso. Saber que está ahí, que respira, que escribe, que lucha y habla, es una de las maneras que tengo para reconocer la vida y lo que vale la pena de ella. Pocas son las personas de las que puedo decir: “es un hombre bueno”, sin la menor duda y con la convicción más amplia. Hasta sus ataques de furia y sus salidas de quicio y tono, como cuando ganó el premio Aguascalientes e insultó a Evodio Escalante, son parte integral de su humanidad, equivalente al episodio en que Jesucristo, invadido por la violencia, sacó a latigazos a los mercaderes del templo. Aclaro que no estoy comparando a Evodio con ningún mercader, sólo imaginando a Javier dando rienda suelta a su furia. Una vez vueltas las aguas a su cauce, humilde, le pidió disculpas, públicas por supuesto.
La violencia encarnizada que se ha echado sobre México a lo largo de estos años no es sólo un número o una estadística, que pueda subir y bajar. Como lo narra Roberto Bolaño de manera helada en su novela 2666, un largo recorrido de fichas policiales, es la suma de la historia de una mujer, y de otra, y de otra más, hasta acumular un vacío en el estómago del lector, perseguido también por un oscuro coche que recorre las sombras de las calles al acecho de cada uno de nosotros. Pero la carga incesante y diaria de muertos, de los que ya van muchos, muchos años, no se diluye en el agua de la repetición y la naturalidad. El inmenso dolor que cada uno de esos asesinatos arrastra y significa es nuestro. En diciembre del año pasado, en la presentación de la antología País de sombra y fuego de Jorge Esquinca, Cristina Rivera Garza leyó “La reclamante”, un poema estremecedor, recogido en ese libro, en el que inserta, una por una, las palabras que la señora Luz María Dávila, a quien le acababan de matar dos hijos, le espetó al presidente Calderón en Ciudad Juárez, al negarse a darle la mano: “mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos” dice ella y dice Cristina. La sutil y exacta intervención del poema hizo que se volvieran nuestras esas palabras, dichas en toda su vasto dolor y su inmensa dignidad. Al tomar la forma de poema, hechos que conocíamos al haber aparecido como noticia en los diarios, y que allí eran en un dato de acumulada y compartida indignación, se hacían herida propia. Ahora, después de volverse poema, no sólo nuestra indignación acompaña a Luz María Dávila, sino también nuestro dolor, como si estuviéramos en el velorio de sus hijos, como si la tocáramos y los tocáramos. El estremecimiento que provocan las palabras puestas allí por Rivera Garza es mucho más fuerte que cualquier explicación o raciocinio sobre los motivos y datos de los crímenes del narcotráfico. La humanidad inmensa de ese caso y esa historia hace insubordinable, intransigente e impostergable nuestra demanda y nuestra exigencia de que esto pare ya.
Hace unos días, en una clase sobre poesía hispanoamericana, una alumna presentó el conocidísimo poema de José Martí, “Cultivo una rosa blanca”. Es un poema que leí por primera vez en un libro escolar, supongo que en tercero o cuarto de primaria, cuando tenía nueve años. Nunca me gustó. Tengo grabado el recuerdo de vago y desasido disgusto que provocó su lectura, quizás porque se suponía que me debería conmover, y no lo hacía. Qué podía tener ese poema para que le pareciera memorable a la gente, me preguntaba, para que lo citaran. Y me lo volví a preguntar en esta lectura reciente. No me gustaba la rima, no me gustaba la simpleza de sus repeticiones, no me gustaba la vanagloriada bondad que percibía en quien eso declaraba, no me gustaba el tonillo ni los adjetivos. El “amigo sincero” me sonaba demasiado rimbombante, y el ritmo falsete, poco sincero en pocas palabras. Todas estas explicaciones, claro, son de ahora. Digamos que no terminaba de creerle. Y cuando la alumna lo leyó me volvió a pasar lo mismo. Mi percepción no había cambiado en todos estos años. Por qué habría escogido ese poema, pensé, habiendo tantos de Martí que verdaderamente valen la pena. Pero hay que ponerlo en la perspectiva del propio Martí, que murió luchando por la independencia de Cuba, para entenderlo a cabalidad. Esa tarde, al llegar a mi casa, me enteré de la muerte de Juan Francisco Sicilia Ortega, hijo de Javier Sicilia. Desde entonces no he pensado en otra cosa. A pesar de que yo casi no lo conocía, todas las cosas que he mencionado hicieron que su muerte me tocara más que otras, tan igualmente indignantes, pero con las que no sabía conectar. Y entonces, por algún movimiento extraño del poema de Martí en mi mente, sus palabras se me fueron metiendo y empezaron a resonar y a adquirir sentido, como buscando a Javier, haciéndolo mío, haciéndome a mí acercarme a él, tocarlo y abrazarlo, a mi amigo, y de ahí a todos y cada uno de los que murieron con su hijo, y de los que han muerto en esta negra cauda. Y entonces lo entendí, sabiendo él desde antes cosas que yo no sé: “Cultivo una rosa blanca en julio como en enero, para el amigo sincero que me de su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo; cultivo una rosa blanca.” Yo no soy quien para pedirle a Javier Sicilia ninguna declaración, ninguna posición. Decirlo está casi de sobra. Pero las palabras de Martí comenzaron a tener un sentido en mí que no tenían antes, como si la rosa blanca me llenara la boca, como si a través de ese poema pudiera yo tocar muchas cosas, y en ese poema siento ahora el dolor y la dignidad.
Esa misma tarde leí un poema de Tennessee Williams, que seguramente habla de otra cosa, pero que en ese momento y con sus palabras, halló acomodo para mi amigo en mí. Leo a Javier tocando a su hijo, estando con él hoy y siempre. Lo transcribo para compartir esa cercanía y esa necesidad:
TU MANO CIEGA
Supón que
todo lo que reverdece y crece
se ennegreciera en un instante, flor y rama.
Yo creo que encontraría tu mano ciega.
Supón que tu grito y el mío se perdieran entre innumerables gritos en una ciudad de fuego y tierra en llamas,
debo seguir creyendo que de alguna manera encontraré tu mano ciega.
A través de las llamas que por todos lados
consumen tierra y aire
debo creer que de algún modo, si por un instante se ofreciera, yo encontraría tu mano.
Ya sé, y por supuesto tú también lo sabes,
el inmensurable vacío que se daría
en el instante del fuego.
Pero yo escucharía tu grito y tú escucharías el mío y cada uno de nosotros encontraría
la mano del otro.
Sabemos
que puede que esto no suceda.
Pero por este instante de quietud, aunque sea sólo por este instante,
y contra toda razón,
déjanos creer, y creer en nuestros corazones,
que de algún modo así será.
Yo escucharía tu grito, tú el mío —
Y cada uno de nosotros encontraría su mano ciega.
Al leer este poema sentí de manera contundente lo que he estado tratando de rodear en estas defensas: la palmaria necesidad de la poesía, la fuerza que tiene para dar, de uno a uno, lo que somos todos, y lo indispensable que nos es para vivir. La poesía es inmortal y pobre, como escribió Borges, y su condición humilde es nuestra defensa más honda. Cada una de las muertes de la violencia generada por la prohibición del uso de drogas en México está ligada a la imperdonable autorización de venta de armas en los Estados Unidos. El dinero que este negocio produce ha hecho pasar por ley en el Congreso de los Estados Unidos la ignominia, y su resultado es la autorización de un crimen y otro. Gracias a los millones que han invertido las compañías interesadas se ha convencido a miles de individuos en los Estados Unidos de que estas dos leyes paralelas van en su beneficio. Hasta que no los toque en carne propia. Es necesario hacer sentir esta realidad a un mayor número de personas y convencerlos de que esas dos leyes gemelas tienen que cambiar. Es impostergable. Y por alguno de los dos países hay que empezar. Hasta que no se convenza a los votantes estadounidenses, o hasta que no cambie la composición de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, no se va a poder echar atrás una ley irresponsable, e impune, culpable indirecta del asesinato de muchos hombres, mujeres y niños. Una manera de empezar a alcanzarlo, en los Estados Unidos, es hacer público el vínculo entre la bala que mató a una persona y la tienda en la que se vendió el arma de donde esa bala salió, no en estadística, sino individuo tras individuo. Los poemas nos pueden ayudar. La otra, más a la mano, es exigir que el gobierno de México se decida por fin a agarrar al toro por los cuernos y legalice las drogas.
Mientras tanto, y aunado al acto político, a través de lo que los poemas nos meten en el oído podemos acompañarnos y hacernos sentir, por fin nuestro, el dolor ajeno. Esa sí es una responsabilidad individual. Al igual que en los pequeños e inmensos poemas de Cartucho de Nellie Campobello, en la profunda ternura de cada uno de estos casos de dolor vuelve a adquirir sentido y peso la repugnancia y el rechazo a todos los demás. Si en los poemas nos tocamos para acompañar, primero que nada, una sobrevivencia común, busquemos a partir de ella la acción que imponga un alto a esta coalición y convivencia de intereses que destruye la vida de mucha gente, estén involucrados o no en la venta de drogas. No es ésta, sino su criminalización, lo que nos ha llevado hasta aquí. Hay que detenerlo ya.
Mientras tanto, y aunado al acto político, a través de lo que los poemas nos meten en el oído podemos acompañarnos y hacernos sentir, por fin nuestro, el dolor ajeno. Esa sí es una responsabilidad individual. Al igual que en los pequeños e inmensos poemas de Cartucho de Nellie Campobello, en la profunda ternura de cada uno de estos casos de dolor vuelve a adquirir sentido y peso la repugnancia y el rechazo a todos los demás. Si en los poemas nos tocamos para acompañar, primero que nada, una sobrevivencia común, busquemos a partir de ella la acción que imponga un alto a esta coalición y convivencia de intereses que destruye la vida de mucha gente, estén involucrados o no en la venta de drogas. No es ésta, sino su criminalización, lo que nos ha llevado hasta aquí. Hay que detenerlo ya.