La Isla de Siltolá sigue sorprendiéndonos gratamente. En la hermosa colección Arrecifes publica una antología de Francisco Bejarano (Jerez de la Frontera, 1945), bajo el título Un juego peligroso, que reúne poemas de 1977 a 2002, los años en que ven la luz su primer y último libro, respectivamente. En total, Bejarano ha dado cuatro (y una plaquette: Elogio de la piedra) a la imprenta. Transparencia indebida (1977), Recinto murado (1981), Las tardes (1988) y El regreso (2002). Ni poco ni mucho, lo justo. Lo justo, quiero decir, para ser reconocido como el poeta que es; algo que vino a ratificar en su día el prestigioso Premio de la Crítica.
Su nombre está unido a mi perdida juventud, tanto por su poesía, que seguí desde el principio, como por su labor, junto a Felipe Benítez Reyes, al frente de una revista capital de aquellos años: Fin de siglo.
Su descubrimiento, digamos, es obra de José Luis García Martín y su perspicaz antología Las voces y los ecos, como oportunamente recuerda José Julio Cabanillas en el ajustado prólogo a ésta que comentamos.
En lo personal, Recinto murado y su poema inicial, "La ciudad despoblada", marcan un punto de inflexión en mi humilde mundo poético, si se puede decir así. "Hecho estoy a vivir entre las ruinas/ de esta ciudad. No tengo escapatoria" son versos que hice a la fuerza míos, del mismo modo que asumí otros poemas suyos de cavafiano corte semejante: "Ciudad hostil" y "Ciudad" entre ellos. En "Hacia 1980", de Mecánica terrestre, late la lectura de Bejarano y la improbable confusión entre su ciudad, Jerez, y la de uno, Plasencia.
Durante estos últimos años -hace casi una década que no publica poesía-, Bejarano, un retirado en su más noble acepción, es carne de leyenda. He preguntado alguna vez a otros poetas, alguno de ellos paisano, y cuentan historias que rozan lo increíble. Poco importa. Son sus versos, rescatados aquí, los que pueden (y deben) hablarnos. Y eso hacen, a poco que uno escuche su música callada, su exacta proporción, su transparencia debida. Y hablan de la soledad, del silencio, de la tristeza, del desencanto, del miedo, de la nostalgia y la melancolía, que no dejan de ser los temas dilectos de una voz elegíaca. Al fondo, resuenan, otras voces: las de los clásicos españoles del Siglo de Oro, y ya más cerca, las de Aleixandre (sólo en su primer libro), Cernuda, Cavafis, Brines o Gil de Biedma, sin dejar de lado las de Cántico, pues algo de barroco ha de presuponerse en un andaluz de pura cepa.
"Para curarme de la melancolía/ escribí versos: no sirvieron de nada", confiesa este niño triste que recuerda a su padre, o el campo de Macharnudo, donde se ubica el paraíso perdido de su infancia. Alguien que vive, ya se dijo, retirado; que se duele de su soledad, sí, pero que la reconoce como elección y, por tanto, la asume sin afectación o patetismo.
Quienes no hayan leído a Francisco Bejarano deberían acercarse a este libro. No creo que les decepcione. Quienes lo hicimos en su día, también. Siquiera sea para comprobar que el tiempo no siempre destruye lo que amamos.
Su nombre está unido a mi perdida juventud, tanto por su poesía, que seguí desde el principio, como por su labor, junto a Felipe Benítez Reyes, al frente de una revista capital de aquellos años: Fin de siglo.
Su descubrimiento, digamos, es obra de José Luis García Martín y su perspicaz antología Las voces y los ecos, como oportunamente recuerda José Julio Cabanillas en el ajustado prólogo a ésta que comentamos.
En lo personal, Recinto murado y su poema inicial, "La ciudad despoblada", marcan un punto de inflexión en mi humilde mundo poético, si se puede decir así. "Hecho estoy a vivir entre las ruinas/ de esta ciudad. No tengo escapatoria" son versos que hice a la fuerza míos, del mismo modo que asumí otros poemas suyos de cavafiano corte semejante: "Ciudad hostil" y "Ciudad" entre ellos. En "Hacia 1980", de Mecánica terrestre, late la lectura de Bejarano y la improbable confusión entre su ciudad, Jerez, y la de uno, Plasencia.
Durante estos últimos años -hace casi una década que no publica poesía-, Bejarano, un retirado en su más noble acepción, es carne de leyenda. He preguntado alguna vez a otros poetas, alguno de ellos paisano, y cuentan historias que rozan lo increíble. Poco importa. Son sus versos, rescatados aquí, los que pueden (y deben) hablarnos. Y eso hacen, a poco que uno escuche su música callada, su exacta proporción, su transparencia debida. Y hablan de la soledad, del silencio, de la tristeza, del desencanto, del miedo, de la nostalgia y la melancolía, que no dejan de ser los temas dilectos de una voz elegíaca. Al fondo, resuenan, otras voces: las de los clásicos españoles del Siglo de Oro, y ya más cerca, las de Aleixandre (sólo en su primer libro), Cernuda, Cavafis, Brines o Gil de Biedma, sin dejar de lado las de Cántico, pues algo de barroco ha de presuponerse en un andaluz de pura cepa.
"Para curarme de la melancolía/ escribí versos: no sirvieron de nada", confiesa este niño triste que recuerda a su padre, o el campo de Macharnudo, donde se ubica el paraíso perdido de su infancia. Alguien que vive, ya se dijo, retirado; que se duele de su soledad, sí, pero que la reconoce como elección y, por tanto, la asume sin afectación o patetismo.
Quienes no hayan leído a Francisco Bejarano deberían acercarse a este libro. No creo que les decepcione. Quienes lo hicimos en su día, también. Siquiera sea para comprobar que el tiempo no siempre destruye lo que amamos.