18.1.12

En la muerte de García Posada.

Recuerdo mis primeras lecturas de las reseñas que Miguel García Posada publicaba en ABC Cultural a principio de los ochenta. Una en especial, la de La roca, el libro de Sánchez Robayna. Por entonces defendía esa poética del silencio que poco después dejó de considerar prioritaria. Fue, sin duda, uno de los mayores defensores, junto a José Luis García Martín, de la denominada "poesía de la experiencia", durante años tendencia dominante de la poesía española. Pero no sólo. Quiero decir, y puedo ponerme a modo de ejemplo, que también apoyó otras poéticas más o menos distantes de aquélla. Contó con mis poemas, pongo por caso, para la antología La nueva poesía española (1975-1992) que publicó en 1996 la editorial Crítica dentro de la colección Páginas de Biblioteca Clásica, que dirigía Francisco Rico. Ese mismo año me invitó a participar en un ciclo organizado por Luis Alberto de Cuenca y él en la Residencia de Estudiantes. Leí con Fernando Lanzas, que luego llegó a ser director general del Libro y Bibliotecas en sustitución de Fernando Rodríguez Lafuente. Con todo, lo más importante para mí es que se ocupó de mis libros en los suplementos culturales y de sus reseñas, razonables y ponderadas, aprendí siempre. Aplicó a mi poesía, en sus acepciones amables, un adjetivo que no he olvidado: "grave". Me gusta que así se la considere.
Estuvo en Cáceres (donde vivía una hermana suya), allá por los noventa, en unas jornadas de poesía joven que organizó Teófilo González Porras y, creo recordar, como jurado, en alguna edición de los premios Extremadura a la Creación. Me corregirá, si me equivoco, Miguel Ángel Lama.
La última que vi a García Posada fue en Madrid, en la presentación de mi primera y penúltima novela. Era el año 2000. Asistió a la comida por sorpresa. Todo un detalle por su parte. Después de las palabras de Rosa Regás, que fue quien más hizo porque se publicara y por eso la presentó, ya en los postres, participó en el pequeño coloquio. Ya estaba, según creo, enfermo. Lo comprendí más tarde, cuando me dijeron que padecía Parkinson. Me acordé de cuánto le costaba coger el vaso de cocacola que tomaba, pero era demasiado joven entonces para que uno asociara ese hecho a mal alguno.
Leí sus libros de memorias, nunca los de poesía, publicados a última hora, aunque su primera obra impresa fuera también lírica. Me daba no sé qué. No quería mezclar al crítico que respetaba con el poeta que no sabía si me iba a convencer. Ahora ya podré hacerlo.
Hacía tiempo que echaba de menos sus reflexiones escritas. Ya sabemos, ay, que no volverán.