Ayer huí temprano de casa y subí hasta la carretera de El Rebollar, en medio del Valle del Jerte. Desde una altura considerable, aprecié su belleza constante. Al fondo, las nieves (por fin) de las cumbres de Gredos. Enfrente, las montañas. Y algunos pueblos (Piornal, Valdastillas, Casas del Castañar...) envueltos en una sugerente neblina que subía desde el río. Y por todas partes otra, la del humo detenido de las hogueras de rastrojos que prendían por toda la sierra. Dentro del coche, al calor y la luz confortables de este enero del cambio climático, estuve leyendo. Terminé primero Una habitación en Holanda, de Pierre Bergounioux, que a pesar de su poca extensión me ha parecido apasionante. La Historia y Descartes no dan para menos. ¡Cuánto le hubiera gustado a mi amigo José Antonio Gabriel y Galán, autor de Descartes mentía! La concisión -esa virtud tan cartesiana- y la lucidez -que también iluminó el pensamiento del filósofo francés- de Bergounioux son encomiables. Como todo lo dicho en este librito lleno de enjundia. Estoy deseando leer Un poco de azul en el paisaje, editado, como éste, por Minúscula.
Luego entré en la poesía (que tan desdeñosa fue con Descartes) de la mano de Las voces derrotadas, lo último de Alejandro López Andrada. Se publicó hace ahora un año. Fue premio "Ciudad de Córdoba" en 2010 y está en el acreditado catálogo de Hiperión. Repaso, por cierto, en las solapas el palmarés y compruebo que ha dado mucho de sí. De lo que uno -ganador de la edición de 1993, hace casi veinte años (la primera vez que se llamó así, antes era Ricardo Molina)- se alegra. Precisamente los numerosos galardones de López Andrada, oscurecen un poco su obra, digna de una atención crítica que a ratos se le niega. Es lo que tiene ese confuso camino donde menudean los falsos poetas. No es su caso. Los poemas de Las voces derrotadas lo demuestran de sobra. Aunque la naturaleza de su natal Valle de los Pedroches no falta, el libro se funda en la memoria de una derrota diferida, la de la maldita Guerra Civil, que el autor, uno de los vencidos, ha vivido a través de otros: abuelos, padres, tíos... A éstos y a sus hijos, sus primos, dedica esta obra de marcado carácter moral y civil donde, sin embargo, no falta lo sustancial: la poesía. Quiero decir que más allá de ese tópico del fondo y la forma, de su presunta disolución en el poema (que vuelve a desempolvar en un ensayo muy oportuno José Cereijo en el último número de la revista Clarín), el ritmo, la música, las palabras, los encabalgamientos, las metáforas y, en fin, todo aquello que hace de los poemas lo que son está tan presente como los recuerdos y, más allá, las ideas donde todo eso se sustenta.
No es éste un libro más en la amplia bibliografía del cordobés, sino uno de los que justifican, por si ello fuera necesario, su condición de poeta. O eso creí entender mientras el sol de la mañana se extendía por el campo y me iluminaba a mí.
Luego entré en la poesía (que tan desdeñosa fue con Descartes) de la mano de Las voces derrotadas, lo último de Alejandro López Andrada. Se publicó hace ahora un año. Fue premio "Ciudad de Córdoba" en 2010 y está en el acreditado catálogo de Hiperión. Repaso, por cierto, en las solapas el palmarés y compruebo que ha dado mucho de sí. De lo que uno -ganador de la edición de 1993, hace casi veinte años (la primera vez que se llamó así, antes era Ricardo Molina)- se alegra. Precisamente los numerosos galardones de López Andrada, oscurecen un poco su obra, digna de una atención crítica que a ratos se le niega. Es lo que tiene ese confuso camino donde menudean los falsos poetas. No es su caso. Los poemas de Las voces derrotadas lo demuestran de sobra. Aunque la naturaleza de su natal Valle de los Pedroches no falta, el libro se funda en la memoria de una derrota diferida, la de la maldita Guerra Civil, que el autor, uno de los vencidos, ha vivido a través de otros: abuelos, padres, tíos... A éstos y a sus hijos, sus primos, dedica esta obra de marcado carácter moral y civil donde, sin embargo, no falta lo sustancial: la poesía. Quiero decir que más allá de ese tópico del fondo y la forma, de su presunta disolución en el poema (que vuelve a desempolvar en un ensayo muy oportuno José Cereijo en el último número de la revista Clarín), el ritmo, la música, las palabras, los encabalgamientos, las metáforas y, en fin, todo aquello que hace de los poemas lo que son está tan presente como los recuerdos y, más allá, las ideas donde todo eso se sustenta.
No es éste un libro más en la amplia bibliografía del cordobés, sino uno de los que justifican, por si ello fuera necesario, su condición de poeta. O eso creí entender mientras el sol de la mañana se extendía por el campo y me iluminaba a mí.