6.2.12

"El ángel fumador", de Laura Campmany



















Suelen llegar las novedades de La Isla de Siltolá en sobres grandotes que uno abre expectante, a sabiendas de que, entre la generosa variedad, llegará siempre ese libro que merecerá ser leído, por más que uno acabe dando buena cuenta de todos. Éste llegó solito. Quizás fue una señal. Me sorprendió el nombre de su autora: Laura Campmany. Porque hacía mucho que no publicaba nada (que uno supiera), sólo por eso. Leí en su día Travesía del olvido, que ganó el Hiperión a finales de siglo. Ha dado a la imprenta poco más.
Aunque sea raro entre poetas (femeninas), no oculta su edad: es del 62. Sabemos también que trabaja en la Comisión Europea como traductora y que, en consecuencia, vive en Bruselas, "esta ciudad avara / de luz y de emoción, / cuatro rayos de sol a mediodía / y toda la dialéctica del agua".
Su libro, vaya esto por delante, me ha encantado, un término que jamás usaría un crítico de poesía, lo que demuestra que ni lo soy ni aspiro a serlo. Es lo que tienen los versos cuando se leen sin anteojeras: uno puede pasar de Continuo mudar a El ángel fumador, dos libros que no se parecen en nada que no sea lo único importante: en los dos alienta la poesía.
Recordaba hace poco GHB que la felicidad no existe, existe la alegría, y ella colma todos los rincones de la primera parte (Quien dice alegría), muy primaveral, de este libro concebido en cinco partes de diez poemas cada una y todos sujetos a una medida fija de veinte versos. Tanto ahí como en la intensa segunda (Carta blanca), dedicada al amor, encuentra uno sobrada justificación para la tercera (Oficio de poeta), una reflexión nada metapoética sobre ese antiguo oficio que en Campmany se basa en la ausencia de afectación, en la claridad (de línea clara), en la dificil sencillez (o en la sencilla dificultad), en la sutileza y el quehacer delicado (artesanal incluso), y en muchas cosas más que explica, ya digo, a través de esa decena de poemas que componen el núcleo de El ángel fumador y que, como también afirmo, dejan de ser simple teoría en todos y cada uno de los poemas del libro. El movimiento...
En la cuarta parte (Donde la ausencia) el tono es otro: más dolorido, más triste, acaso más hondo. No evita Campmany la confesión. No retórica o rancia. Nada poética. Más bien alude a la intimidad, esa materia frágil y oscura que el lector sabe apreciar con la debida emoción y el obligado respeto. Sobre todo si se trata de una mujer, y espero que no se me malinterprete.
La última parte (La del alba), en la misma onda de la anterior (los sueños, el dolor, la muerte, el miedo) se abre finalmente a la esperanza: "Así es la vida a veces: / un pasado que acaba / y un futuro que empieza". Porque, como dice en otra parte, "no tengo más fulgor que la alegría".
Da gusto, sí, leer a Laura Campmany. Por lo que dice y, pese a que que suene a tópico, por lo bien que lo dice. Aquí el hermetismo brilla por su ausencia. Y los fuegos (verbales) de artificio. Todo está sujeto a una manera de decir basada en la naturalidad y nada nos distrae de lo que importa: "Soy apenas el nombre de las cosas / que he aprendido a nombrar". La necesidad se respira en los poemas: "Si mi lengua se muere / que me entierren con ella". Y añade: "-lo digo sin campanas- /sé que mi corazón se apagaría".
Ha merecido la pena esperar "todos estos años de letargo impaciente" para volver sobre los versos de LC.
Suenan frescos y nuevos a pesar de que vengan a decir lo mismo de siempre, otro de los humildes milagros de la poesía.
Como ha escrito ella misma: "Mejor saberlo a tiempo: / que un libro de poemas / o es un mundo, o no es nada". Y éste lo es. Ancho y en absoluto ajeno.