Cuando murió Aníbal, vivíamos en Jerte, no había móviles ni tampoco teléfono en casa y a Ángel Campos le costó localizarnos. Con todo, dejamos a L. en Plasencia con los abuelos y subimos a Salamanca. Llegamos cuando la gente salía del cementerio. Después, comimos con los amigos de Aníbal: Felipe, Tomás, Miguel... Éramos muchos. Parece mentira, pero de eso, como de casi todo, hace ya un cuarto de siglo.