18.5.12

Lo del Verdugo

Los presagios no fueron buenos. Llegué del trabajo y, al entrar en casa, el olor a humedad era demasiado intenso. Nada normal. Me di cuenta de que la pintura de la pared estaba en parte abombada y de que salía agua por el rodapié. Llamé a los del seguro. Acordé una cita para hoy, pero volví a llamarles preocupado porque aquello iba a peor. Por suerte, a las cuatro y poco ya estaba un fontanero aquí. Apenas llegó, empezó a picar en busca de la fuga. Dio con ella relativamente pronto, agujeros y cascotes después. Uno, desolado, pensaba mientras tanto en Jordi Doce, que estaría a punto de llegar a Plasencia, si es que no lo había hecho ya. Cuando sonó el móvil, el operario estaba ya rematando su faena. Firmé, llegó Y. y me duché. Entre el calor bochornoso y el derivado del disgusto... Cosas que pasan, sí, pero cuando menos falta hace. No es que uno se ponga nervioso antes de actos, lecturas o presentaciones. Lo peor para mí viene después, a toro pasado. Y esta vez no ha sido excepción. Son las seis de la mañana y ya llevo un rato largo despierto. Y con dolor de cabeza.
En el Verdugo nos reunimos un puñado de amigos, la inmensa minoría de costumbre. Esta vez se nos unió mi madre y una prima suya. No había más familia. El resto, ya digo, amigos y lectores placentinos. Algunos vinieron de fuera: Basilio Sánchez, Elías Moro, Miguel Ángel Lama, Salvador Retana (que ya oye todo) y Montse... No faltaban María José y Gonzalo, lo que siempre me tranquiliza, y muchas más personas que no menciono para que esto no parezca un evento social. Mis compañeros del colegio, por ejemplo. En primera fila, estaba Juan Ramón Santos que había preparado un escenario acogedor: dos butacas, una mesita baja con libros, una lámpara de pie... Como en casa, vamos. Me pareció que era mejor este formato de dos amigos, Jordi y yo, conversando sobre la antología que el tradicional de yo hablo de tu libro y tu comentas algo y lees unos poemas. No sé cuánto tiempo estuvimos charlando de esto, de lo otro y de lo de más allá. A uno se le hizo muy corto, la verdad. Naturalidad no faltó, que es lo que importa. Al final, cómo no, para justificar que uno, según dicen, es poeta, leí un par de poemas de la sección de "Inéditos". Con el dedicado a Ángel Campos y a Lisboa se me quebró la voz. Era la primera vez que lo decía en voz alta.
Fuera, no lo he comentado, estaba Álvaro Hurtado, de la librería El Quijote, vendiendo ejemplares. Su fidelidad, como la de tantos otros, es formidable. Había fabricado unos separadores para la ocasión. Y Juanra y la Concejalía de las Artes unos pliegos elegantes con datos sobre Jordi y un poema: "Aquí".
Por todo lo que pasó uno se siente contento, claro está, y muy agradecido. Como reza en la nota final de Un centro fugitivo, "se queja uno en vano de su condición de solitario". 
La noche terminó con una cañas y, como suele ocurrir cuando alguien de fuera nos visita, sentados en una terraza de la plaza. 
Ahora sigue oliendo a humedad. Los pájaros cantan como locos. El día empieza. La vida, por suerte, continúa.