ÁLVARO VALVERDE, UN POETA NECESARIO
Cumplido el necesario e imprevisible periodo de aprendizaje, Álvaro
Valverde (Plasencia, 1959) se inició como poeta con Territorio (1985), un libro primerizo de índole experimental, en la
línea más acendrada de la poesía formalista, que daba señales de agotamiento durante
aquellos años. Desde entonces hasta ahora, el autor de Una oculta razón ha devenido en un poeta esencial, necesario a fuerza
de cauteloso, como queda de manifiesto en Un
centro fugitivo. Antología poética (1985-2010), editada con esmero por el
poeta Jordi Doce, compañero de generación, y publicada recientemente en la excelente
colección “Arrecifes” de La Isla
de Siltolá (1912).
La trayectoria
poética de Álvaro Valverde, tan bien trazada en esta antología, muestra una
unidad inequívoca de sentido, lo que no es óbice para que presente una
evolución estética ascendente. La unidad de sentido viene dada por lo que podemos
denominar la topofilia del poeta, es decir, por el valor humano que
confiere a los espacios de posesión, a los espacios defendidos contra las
fuerzas adversas, en fin, a los espacios amados. De modo que la intención del
autor a lo largo de toda su obra consiste en hacer de los lugares donde
transcurre su vida un espacio habitable. “Hagamos de este lugar un territorio”:
concluye el poema que abre la antología.
Esta unidad de
sentido no impide que podamos distinguir en la obra del poeta extremeño dos épocas
claramente definidas. La época de juventud estaría formada, principalmente, por
Las aguas detenidas (1988), Una oculta razón (1991) y A debida distancia (1993). Mediante una
elocución básicamente discursiva, el poeta aborda las visiones del tiempo
retenido, indaga en el sentido de la vida, buscando finalmente la distancia
adecuada respecto a los seres que le rodean.
Una oculta razón, el mejor libro de este periodo, mereció el elogio de
Octavio Paz, que destacó en él “una gran madurez y una sabiduría psicológica
poco común en autores de su edad”.
La época de
madurez vendría representada por Ensayando
círculos (1995), Mecánica terrestre
(2002) y Desde fuera (2008). En esta
segunda fase, el poeta alcanza su madurez en los dominios de la sustancia y la
forma, del contenido y la expresión; o lo que es lo mismo, consigue su voz propia: “una voz que a penas ha
cambiado con los años, aunque por el camino haya ido ganando en claridad y
sencillez”, como acierta a señalar Jordi Doce en el prólogo que antecede a los
poemas.
El poeta sigue ensayando círculos de pensamiento en las aguas detenidas de la contemplación,
continúa buscando en la mecánica
terrestre que nos rige una oculta
razón que aclare su deriva, y observando desde fuera del flujo de la existencia, a debida distancia del mundo de la vida. Pero, a las veces,
multiplica los “puntos de vista” mediante la alternancia de poemas
descriptivos, narrativos y meditativos; recurre a las diferentes “personas del
verbo”, presentando los poemas en primera, segunda y tercera persona, de modo
que las composiciones de índole confesional se combinan con otras escritas en
forma de apóstrofe lírico o de monólogo dramático.
El autor de Desde fuera es, ante todo, un excelente vedutista, un diestro “dibujante” de
lugares emblemáticos, lugares que le producen una satisfacción sin límites, a
la vez que una sensación de impotencia ante la precariedad de cuanto existe.
Véanse, a modo de ejemplo, “Fuente de Yuste”, “Torre Tavira” o “Jardín de
Morille”. Su atención se dirige, entonces, al horizonte más inmediato que cerca
la existencia humana: el territorio de las realidades elementales que
estuvieron en el principio de la vida (la tierra, el agua, el aire, el fuego) y
de las idealidades elementales que le ligan al resto del mundo (la verdad, el
bien, la belleza y la palabra).
Con frecuencia,
esos lugares presentan un aspecto ruinoso, cuyos vestigios parecen devorados
por una vegetación voraz e incontrolable. Repárese en “Noción de lugar”,
“Estelas” o “Composición de lugar”, pertenecientes al libro Ensayando círculos. Este aspecto de su
obra le vincula a la estética simbolista y, en particular, a la “estética de la
ruina”, practicada con excelentes resultados por Aníbal Núñez y César Simón,
poetas a los que el extremeño tiene en gran estima. Hay algo trágico en estas
visiones de un mundo ruinoso. Se trata, en cualquier caso, de una tragedia
serena, en la que el ser humano se ve reducido a su soledad y a su
insignificancia.
Álvaro Valverde
es ya un poeta necesario, con una voz propia. Tanto más necesario, cuanto más
alejado de la estética dominante, débil de pensamiento, ignara de moral y
carente de belleza. Su particular modo de
decir, en el que resuenan los ecos de María Zambrano y José Ángel Valente,
de Gabriel Ferrater y Joan Vinyoli, de Aníbal Núñez y César Simón, posee un
tono, un timbre y un temple inconfundibles, que los lectores más acreditados se
resistirán a olvidar fácilmente.
MANUEL NEILA
Publicado en el número 104 de la revista Turia.