"El lenguaje lo aclara todo, y lo denuncia todo. ¿No sería un milagro
tener una “escuela” excelente teniendo los Gobiernos y Parlamentos que
tenemos? Es decir: hablando como hablan. Cualquier indicio cultural está
férreamente excluido del lenguaje de nuestros políticos, quienes con
saña y entusiasmo se dedican a elogiar a los propios y a vituperar a los
ajenos con metáforas toscamente futbolísticas, cuando no con giros
verbales que denotan un viraje, pero hacia atrás, en el sentido de la
evolución humana. ¿Y no sería igualmente taumatúrgico gozar de una
“escuela” amante de la razón y de la argumentación cuando, en la escena
del tercer poder, comprobamos la retórica literaria de nuestros jueces,
por lo general un galimatías de tal envergadura que parece que
Aristóteles y Descartes no hayan existido? Toda arbitrariedad es posible
—aun no queriéndola— cuando uno no sabe lo que se dice, el único gran
estilo que circula por nuestra “vida pública” y que hace cómplices a
gobernantes, legisladores y magistrados.
Es, por así decirlo, el estilo tertuliano, basado en el grito, el
sarcasmo y la impunidad. ¿No sería, por eso, igualmente mágico que
tuviéramos una “escuela” intelectualmente rigurosa en un país
literalmente cautivado por las tertulias radiofónicas y televisivas, las
cuales, con pocas excepciones, son ollas de grillos en las que triunfa
el más gritón, o el que se figura más gracioso, o el que aspira a mayor
impunidad? Lo más llamativo de este predominio del estilo tertuliano
sobre el estilo crítico es que el contagio, lejos de circunscribirse a
la “vida pública”, ha alcanzado también, y de lleno, a la “vida privada”
y, en consecuencia, el sectarismo, la parodia y la miseria cultural se
han convertido en moneda de uso corriente". Rafael Argullol, "Sin crítica no hay libertad". El País.