La vida dañada de Aníbal Núñez. Una poética vital al margen de la Transición española, último libro del polígrafo y profesor de la USAL Fernando R. de la Flor, publicado por Delirio, es una biografía del poeta salmantino que en realidad no lo es. Porque es mucho más, seguramente. O porque no es una biografía al uso o por otras razones que sólo quien lea la obra podrá justificar de manera cabal. Escrito con un poderoso lenguaje barroco, con 694 notas a pie de páginas (necesarias, por cierto, más allá de la mera referencia bibliográfica), R. de la Flor, que es ante todo un ensayista (uno de los más singulares y atrevidos del panorama patrio: un verdadero raro), recorre lo que él denomina un "camino" a lo largo de veinticinco años, los que van desde marzo de 1987, cuando muere de forma prematura AN, hasta marzo de 2012, cuando lo da por concluido. Un camino, cabe precisar, largo y complejo, que sigue a tientas, es decir, a golpe de pensamiento y, claro está, apoyado en los recuerdos ("habla, memoria") con la intención de "entender mejor a quien no supo entenderse", sin perder de vista lo que dijo Kierkegaard: "El acto de amor de recordar a un muerto es el acto de amor más desinteresado, libre, fiel". Desde el primer momento se considera un "testigo". Debidamente disfrazado, añadiría: apenas es notada su presencia, por más que reconozca que, al escribir la vida de alguien, la autobiografía, el espejo, se interpone sin remedio; más si, como hace al caso, el biografiado fue amigo suyo y vivió junto a él en su misma ciudad. También desde el principio, por lo que de inabarcable tiene cualquier vida, se constata que lo más importante es acaso "lo que no he escrito".
A intentar desvelar el "caso Aníbal Núñez" dedica R. de la Flor 370 apretadas páginas en lo que no deja de ser, en lo que a uno alcanza, el más serio y perspicaz de los acercamientos al autor de Alzado de la ruina.
Ecce homo, este es el hombre, nos dice De la Flor, un "gran solitario", un "aguafiestas", un nihilista, un resistente, "intempestivo", un tipo de machadiano aliño indumentario (pana, trenka), sobrio, ascético y austero como dicen que eran los de su tierra castellana, de vida errática y dañada desde muy pronto, de quien nunca se escuchó queja alguna, hombre de secretos, maldito a su pesar (nunca hizo, como los Panero o los Haro alarde de ello), impecune (no trabajó nunca), diagnosticado en la mili de "esquizofrenia motora" (no podía mantenerse quieto en la formación), dromómano, paseante giróvago por su ciudad perdida (la Plaza Mayor, el Tormes, los barrios de las afueras), sin domicilio conocido (salvo su cuarto, en la vivienda familiar de Avenida del Líbano), atleta, valiente y pendenciero (defensor del cuerpo a cuerpo), muerto en vida (Torrente Ballester lo dedujo por su mirada), un "sospechoso", hechicero y conocedor del herbolario, drogadicto hacia dentro, fantasma a última hora, al que le pudo el malestar, que jamás se adaptó a los tiempos del cambio, de la famosa Transición, un hombre a contratiempo, nostálgico de un fascismo "dulce", franquista, maternal y ordenado (aunque cueste decirlo), de una vida burguesa y confortable, nunca un "socialdemócrata feliz", ni un ácrata, ni un revolucionario, ni un pasota, ni alguien, en fin, de la contracultura (todavía se recuerdan sus agrios enfrentamientos, policía mediante, con Agustín García Calvo, pope de aquella rebelión inútil), retirado de la palestra, cristo de unos pocos discípulos (el Gavioto, Adares...) que le tenían por ese ser superior que tal vez fue, místico sin conciencia de serlo, hijo del desamparo, ser silencioso. El mismo que empezó siendo una joven promesa de la poesía española ("él era el poeta"), que publicó su primer libro (en solitario) en Ocnos nada menos (de la mano de Vázquez Montalbán que, según dicen, se refirió a él, más tarde, como el "bárbaro Asdrúbal"), el amigo y casi hermano de Ullán (qué diferentes sus trayectorias), de una clasicidad poética que, paradójicamente, le ha convertido en uno de los poetas más modernos de España. (Será que, a pesar de todo, uno no puede negar su época.) Dotado con el "genio" del lenguaje, se negó a ir más allá, a romperlo o a jugar con él, y por eso no puede ser calificado como un poeta transgresor o vanguardista. De "patética ingenuidad" (Mainer dixit), atacó la operación Novísima desde las páginas de la todopoderosa revista Triunfo antes incluso de que Castellet publicara su famoso florilegio. La condena fue eterna. O eso creían. De éxito (un decir) póstumo, llegaron Las ínsulas extrañas y la antología de Cátedra y... Nunca de moda y, por eso, siempre actual. A quien poco o nada ayudó que la generación (con perdón) siguiente a la suya, la de los Ochenta, le negara también, salvo contadas excepciones, el pan y la sal (sí, recuerdo aquel poema suyo en Fin de Siglo). Poeta de estirpe romántica; del Romanticismo alemán, sobre todo. Melancólico, elegiaco y meditativo, poeta de las ruinas, por el lado inglés (y por el de nuestro Siglo de Oro, of course). Sin posibles herederos, porque su poesía es única; si acaso, mi admirado Felipe Núñez, uno de sus mejores amigos (gracias a él lo traté). Juan Antonio González Iglesias alude a él como "clásico" en el prólogo a Selva de fábula donde "resuenan", sí, los versos de Aníbal Núñez. "Escribir no es vivir", dejó escrito el poeta. Y su biógrafo afirma: "La escritura no le sirvió". De la Flor advierte acerca de la "despoetización" de AN, alguien que en sus versos se niega a sí mismo en un arriesgado y hasta temerario ejercicio de prestidigitación simbólica. Con todo, no se pretende en la obra acercamiento filológico alguno, ni análisis poéticos, si bien esa presencia sea, cómo no, ineludible. Se desdice en parte, eso sí, De la Flor de aquella afirmación suya y de Esteban Pujals (en el prólogo a la poesía completa de AN publicada en 1995 por Hiperión) sobre su condición de poeta del lenguaje (algo que insinué más arriba). Sin embargo, añade uno, que tampoco cree que esa fuera su prioridad lírica o su marca poética o, por fin, la clave de su tono inigualable, hay que reparar en su distorsionada, particular sintaxis (fundamental en poesía, como en todo) para calibrar y llegar a comprender donde habita buena parte de su razón de ser. Porque estilo es el hombre.
Pronto, muy pronto, AN renunció a hacerse un nombre, a hacer carrera. Nunca fue un literato. En un año, 1974, su annus mirabilis, escribió prácticamente cuanto publicó en los años siguientes, su poesía completa. Fue cosmopolita sin querer y antiviajero (a pesar de que Estampas de ultramar parezca desmentirlo). Apenas salió de sus "murallas cálidas". Deliberado "poeta provinciano" (menos provinciano, en rigor, que la mayoría). Una vez fue a París, lo más lejos que fue. Uno se encontró con él en Plasencia (donde dio una conferencia sobre "El Cristo de Velázquez", de Unamuno) y en Montánchez (en un encuentro que pareció lo contrario: una batalla campal). Como dijo Luis Felipe Comendador, uno le "respetaba y le admiraba de lejos". Por el Corrillo, por la plaza... Nunca he dejado de leer su poesía y le tengo, a mucha honra, por uno de mis maestros. De ahí que haya leído la biografía de R. de la Flor con un entusiasmo poco anibaliano. Su biblioteca, por ejemplo, se clausuró en 1975, doce años antes de su muerte en la sexta planta del Clínico de su "ciudad letal", de entonces no se sabía muy bien qué, de un fallo multiorgánico, pero en realidad de sida.
Adelantado del ecologismo (echaría siempre de menos un mundo ameno y rural que terminaba) y de la concepción espacial de la poesía y de la vida, de la noción de lugar, una idea capital en la filosofía postmoderna, los capítulos dedicados a Salamanca, a su Salamanca me han parecido estupendos, sobre todo porque R. de la Flor posee amplios y fundados conocimientos de arte, arquitectura, urbanismo, psicología y, ante todo, de filosofía (se cita con frecuencia Sloterdijk, por ejemplo), lo que añade al conjunto una riqueza que las biografías al uso no alcanzan. No abundan aquí las anécdotas. Se atiende sólo a las categorías.
En un giro inesperado, Fernando R. de la Flor, al final de su camino, se pregunta si a la postre Aníbal Núñez no fue, a pesar de todos los pesares, un ser feliz. Sospecha que AN vivió dos vidas: la ya descrita a grandes e imprecisos rasgos (aquí), la de la presunta biografía que todos manejábamos antes de leer este libro, y la otra, preservada para sí, hacia dentro, en la que el poeta salmantino se salvó del mundo y de su mayor peligro: él mismo. Acaso por eso nunca dejó de sonreír.