Ya he contado alguna vez cómo
descubrí la poesía de Fabio Morábito, el poeta mexicano de origen italiano
nacido en Alejandría (1955), gracias a la antología de Ramón Cote, Diez de
ultramar; un libro importante en mi memoria de lector, gracias al cual me
inicié en las obras de poetas hispanoamericanos importantes, a mi modo de leer,
como José Luis Rivas, Alberto Blanco o William Ospina.
A pesar de su escasa producción
poética, cuatro libros en casi treinta años, Morábito es ya uno de los nombres
ineludibles de la poesía de ultramar escrita en español.
Consciente de ese hecho, la
editorial Visor ha publicado su primera antología en España, Ventanas
encendidas, donde reúne poemas escritos entre 1984 y 2011. Pertenecen a sus
libros Lotes baldíos (1984), De lunes todo el año (1992), Alguien de lava (2002)
y Delante de un prado una vaca (2011).
La edición, selección y prólogo,
corre a cargo de Juan Carlos Abril, quien desbroza de manera adecuada la
sinuosa senda que marca este poeta tan parco como fundamental. La bibliografía
citada da fe de su conocimiento del autor.
Se alude allí a Luis Rosales, por
lo del título, a los poemas como “taxonomías anímicas”, a la condición de
“parábolas” y de “ejemplos” que tienen esta poesía que Antonio Deltoro califica
de “horizontal”: matérica, “a ras de suelo”.
La de Morábito, digámoslo pronto,
es de línea clara que, como toda la que de verdad lo es, no quiere decir ni
sencilla ni simple. Poesía narrativa, leve, breve y frágil, siquiera en
apariencia. Es significativo lo que tiene de artesanal, si se me permite el
término, de minuciosamente trabajada, algo que tiene que ver con una de las
claves de esta escritura: utiliza un lenguaje ajeno. Como precisa Morábito: “Escribo en una lengua que aprendí”.
El italiano fue su lengua materna. Y digo “fue” porque explica que la ha ido
perdiendo por el camino, al menos en su uso diario o común. No hay que olvidar,
sin embargo, que Morábito ha traducido al español la poesía de Montale. Al
castellano o español se refiere, en fin, como “este idioma / que no es mío”.
Destaca Abril la sintonía entre vida
y literatura (suponiendo que la poesía lo sea) en la obra de Morábito, de
marcado carácter autobiográfico. Por eso, nada más natural que aunar las
peripecias vitales de alguien que nació a “las afueras de África”, vivió su
infancia en el norte de Italia, en Milán para ser exactos y terminó viviendo en
Ciudad de México (como cuenta en uno de los poemas esenciales del libro: “Tres
ciudades”), su “historia nómada”, con las aventuras lingüísticas, por el
mencionado cambio de lenguas. Todo confluye: “y encuentro al fin mi lengua /
desértica de nómada, / mi suelo verdadero”. “Escritura nómada, / anónima,
interior, / que todos entendemos”. Léase a este propósito el precioso poema “Un
viaje Pátzcuaro”.
He aquí otra de las claves: su
condición de extranjero, de exiliado, de desterrado, de emigrante. Un
sentimiento que no puede evitar y que vuelve una y otra vez sobre su particular
biografía, tan de este tiempo. No pertenece a ningún lugar, pero tampoco puede
regresar a ninguno. No hay manera “de soldarse a algún pasado”, parece decir.
Un sentimiento que, añado, no sólo le pertenece a él. Su madre tampoco puede
volver al mar (símbolo originario de su ciudad natal, portuaria y marítima),
que sería, tantos rodeos después, como el morir. Lo familiar, conviene anotar, es
arte y parte de este universo. El poema “Mudanza” es muestra elocuente de lo
que apunto.
Como dije una vez, parafraseando
a Steiner, a propósito de Kafka, Morábito estaría dentro de la lengua española
"como un viajero en un hotel". Eso sí, como un huésped que viviera
allí con la naturalidad y la elegancia con que lo han hecho siempre ciertos
viajeros con posibles (“Manual de vida”, Letras Libres, julio de 2003). Y es
que la del viaje, se anticipó más arriba, es otra de las metáforas que le
competen.
Morábito describe muy bien ese
paisaje de afueras (“mundo de las afueras”, en palabras de Aurelio Asiaín),
tierra de nadie, no-lugar, descampado de la periferia de las ciudades, eliotianos
“lotes baldíos”, donde abunda la basura, los escombros, las tapias, las latas y
las ratas.
Y otra clave, ya que lo menciono:
la de las cosas (eso que denominé antes como “matérico”), de los objetos:
mesas, muros (¡omnipresentes muros!), tuberías, sillas, puertas, casas y, cómo
no, ventanas. Encendidas (“Ventanas encendidas, mi tormento”), dejan entrever
la vida de los otros. El poeta espía, observa, sueña (en la felicidad de ellos)
y, al cabo, saca conclusiones: “Tal vez la intimidad de dos se basa / en la
derrota de un tercero / que, expulsado, los espía, / alguien de lava con la
vista fija”. Hay muchos poemas en este sentido, “Piazza Gimma”, por ejemplo. Sí,
por encima de todo, esta es una poesía de la mirada.
Cosas y animales: lagartijas,
sobre todo, jirafas, moscas, las citadas ratas…, aunque Morábito escriba: “…
hasta dejarme / como soy: un hombre, /un simple hombre”.
Derivada de esa obsesión
lingüística, es lógica la presencia de la reflexión sobre la propia poesía y su
ejercicio, que me cuesta denominar metapoética por lo que tiene de natural y no de teórica. Menudean los
poemas (“A tientas”, “Ars poetica”,
etc.), los versos en los que se ocupa de este asunto. Así cuando escribe: “¿De
qué petróleo íntimo / nos salen las palabras que escribimos / y a qué
profundidad / brota el estilo sin esfuerzo”. O: “porque vivimos, dicen los
expertos, / sobre una falla, la famosa falla. (…) ¿Somos poetas solo por pisar
en falso? / La poesía, ¿es una falla del lenguaje /de la que sale magma
ardiente”. O: “Solo la poesía no desecha”. O, para terminar: “Por eso escribo:
para recobrar / del fondo todo lo adherido, / porque es el único rodeo en el
que creo, / porque escribir abre un segundo estómago / en la especie”.
No debería perderse el lector
español la oportunidad de acercarse a la poesía nómada de Fabio Morábito. Por
suerte, éste es un notable ejemplo, la poesía escrita en español al otro lado
del Atlántico ha dejado de ser algo lejano o exótico, un misterio. Gracias a un
puñado de editoriales españolas (Pre-Textos, Visor, Hiperión, Renacimiento, La
Isla de Siltolá, Tusquets, etc.), se viene leyendo con libertad y, según creo,
con mutuo aprovechamiento. Ya podemos desmentir a Shaw: en nuestro caso, una
lengua común no nos separa.
Álvaro Valverde
Ventanas encendidas
Antología poética
Edición de Juan Carlos Abril
Madrid, Visor, 2012
(Nota: Esta reseña ha sido publicada en el número 102, correspondiente a noviembre-diciembre de 2012, de la Revista de Nueva Literatura Clarín.)