Hacía mucho que uno no entraba en este vetusto caserón que fue durante décadas sede de la antigua Escuela de Magisterio y hoy del Instituto de Lenguas Modernas. Cuesta, cómo evitarlo, no sentir nostalgia por el tiempo perdido, no evocar desvaídas jornadas juveniles con profesores y compañeros que están y que no están, encerrado entre estos muros donde algunos no sólo realizamos nuestros estudios superiores sino también las sufridas oposiciones que nos han permitido formar parte del benéfico Cuerpo de Maestros, si se me permite el feliz anacronismo.
Aunque en nombre de todos, hablo por mí a la
hora de reconocer que si uno optó por esta carrera –entonces diplomatura, hoy
grado- fue por vocación, la misma que llevó a mi bisabuelo Francisco Martínez
Trejo a ejercerla de pueblo en pueblo, de Cerezo a Trujillo, donde abandonó
definitivamente el desempeño de ese servicio público en favor de otras tareas
mejor remuneradas. “Pasas más hambre…”. Un sueño cumplido que mi propio padre,
aspirante a educador, no llegó a realizar.
Que ésta ha sido una tierra de maestros es
tan cierto como que es una tierra pobre. A esa pobreza esencial le venía bien
este trabajo gustoso, por decirlo con Juan Ramón Jiménez, modesto pero
necesario; una labor a la que iban a parar no pocos extremeños a falta, es
verdad, de otras posibilidades más inasequibles y lejanas. Al menos hasta que
se fundó la Universidad de Extremadura, cuyo 40 aniversario celebramos, y
empezó a contribuir a ese desarrollo tantas veces pospuesto, para redimir a
esta región del secular atraso en el que estuvo sumida. A favor de la educación
y la cultura: de la instrucción pública, como algunos preferimos decir. No han
hecho poco por ello los maestros extremeños. Primero en las aulas, como es su
principal obligación, y después desde lugares tan distintos como la política,
la literatura o la gestión cultural.
Me parece un acierto que la contribución de
la Facultad de Formación del Profesorado de la citada universidad, heredera de
aquella vieja Escuela (de cuyo claustro, por cierto, forman parte, además de admirados
docentes, mi hermano Jesús y mi cuñada Carmina), sea la edición de un libro. Una
obra que debemos, sobre todo, a sus coordinadores, los profesores Barcia,
Corrales, Pérez Parejo y Soto. Me gusta su aspecto: sobrio y bien maquetado. Como
me atrae el título elegido, debidamente ambiguo: Maestros de las letras, donde “letras” aparece con minúscula, como
debería aparecer, si no fuera contra las reglas ortográficas, la hermosa
palabra maestro. Y ya que lo menciono, yendo al fondo de la cuestión que nos
reúne aquí, para alguien que ama la lectura y los libros, ¿cabe un milagro más humilde,
al tiempo que sorprendente, que el de enseñar a un niño a leer y a escribir? Sólo
con eso…
En clase, foto de Javier Juanáls |
En este ciclo aciago en el que un amplio
sector ideológico de nuestra sociedad parece empeñado en denostar la enseñanza
pública, en un país que encuentra tolerable humillar a los profesores y
maestros y en ridiculizar su preparación y conocimientos, no encuentra uno, sin
menospreciar a nadie, un trabajo más digno, una ocupación más noble, ningún
camino más cierto para nuestra regeneración moral y nuestra definitiva
conversión en una nación plenamente democrática que el de impulsar la educación
básica, igualitaria y gratuita, pues que sólo desde abajo y con medios suficientes
se podrá garantizar una buena enseñanza secundaria y, llegado el caso, una
formación excelente en la universidad. En suma, ninguna vía mejor para formar
ciudadanos.
Por eso se siente uno tan honrado de formar
parte de este selecto grupo de maestros que desde el magisterio, o no,
mantuvieron o mantienen lo fundamental de su quehacer sobre la base de esos
pequeños ideales, más allá incluso de las ideas personales de cada cual, deudoras
de las circunstancias históricas; aquí, la Guerra Civil y la Transición, hitos
que marcan las vidas, respectivamente, de los muertos y de los vivos. En todo
caso, personas ejemplares, que diría Javier Gomá, con las cuales, porque esto
es pequeño y nos conocemos casi todos, de una u otra manera me unen o me
unieron lazos personales. Así, con Marciano Curiel (cuesta prescindir del
“don”), natural de Garganta la Olla, como mi suegro, de la calle del Chorrillo,
folclorista, recopilador de cuentos populares extremeños, libro que tuvo uno el
privilegio de publicar en la Editora Regional gracias a sus nietas María Luisa
y Pilar; Adolfo Maíllo, tan vinculado a la alta gestión política y pedagógica
de la Educación española, padre del médico humanista placentino del mismo
nombre, cuya opinión centrada y liberal tanto echamos de menos en la prensa
extremeña; Jesús Delgado Valhondo, a quien tanto admiré y quise, uno de los
poquísimos referentes “de dentro” que tuvimos los incipientes poetas de mi
generación; Valeriano Gutiérrez Macías, galaniano de pro, que dejó en sus hijos
Juan de la Cruz y Francisco de Borja la semilla de la inquietud cultural; José
Canal, el elegante señor de la pajarita, que llevó a gala uno de los nombres
más bonitos que alguien pueda atribuirse: “poeta provinciano”; el retórico
Pedro de Lorenzo, por cuya calle placentina transito cada día camino del
colegio, ciudad donde lo conocí siendo muy joven y de cuya vida se ocupa, con
la misma lealtad de siempre, su biógrafo, Santiago Castelo, una de las perlas
de este volumen; Mercedes Guardado, alma de uno de los mejores y más singulares
museos de Extremadura, el que conserva la obra de su marido, el mítico artista
Vostell, la única mujer de la muestra, lo que, siendo ésta la profesión de
muchas mujeres, señala una anomalía: su tradicional apartamiento del mundo de
las letras, una exclusión entre tantas; Eugenio Fuentes, vecino de puerta
durante años, autor de novelas de éxito, dentro y fuera de España, que, para
demostrar que, como género, la novela negra (a la que acaba de dedicarle un
ensayo) le queda pequeño, publica estos días Si mañana muero; Leal Canales, con el que coincido en el
convencimiento de que todo microcosmos –Cáceres para él, Plasencia para mí- es en
realidad el mundo, que una ciudad es todas las ciudades; Serafín Portillo,
paisano y amigo, poeta parco pero verdadero, ejemplo de extremeño que no se
contenta con quedarse en casa escribiendo y que trabaja por el progreso de su
tierra, como coordinador, por ejemplo, del Plan de Fomento de la Lectura; y
Fermín Solís, precoz historietista de prestigio, autor de Buñuel en el laberinto de
las tortugas, primera novela gráfica extremeña, cuya primera edición
tuvimos la suerte de publicar en la mencionada Editora Regional. El círculo se
cierra: de don Marciano a Fermín.
Constato, en
fin, que soy el único maestro raso del
grupo: todos mis colegas en activo, tras licenciarse, están en Secundaria y
Solís con sus historietas. Concluyo destacando lo que, a la postre, más
importa: los textos seleccionados de cada uno de nosotros. Es lo que justifica
este emotivo homenaje que agradecemos. La prueba irrefutable o discutible de
nuestra designación como sencillos maestros
de las letras. Y ahí, una alegría, todos estamos vivos por ahora, los que
se fueron y los que no. Larga vida a esta Facultad que nos convoca, a la
Universidad de la que forma parte y a cuantos creemos que leer y escribir son destrezas
primordiales para el ser humano y, en consecuencia, quienes nos las enseñaron, personas
dignas de elogio.
Muchas gracias.
(Nota: Este texto fue leído ayer tarde en Cáceres con motivo de la presentación del libro Maestros de las letras, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura. Próximamente, la crónica del acto.)