En la poética que abre sus poemas en la antología La generación del 99, de García Martín, Antonio Manilla (León, 1967) dejó escrito: "Concibo la poesía como la pintura de lo invisible: sentimientos, emociones, ideas. Como la búsqueda de emociones significativas que expresen los universales del sentimiento (…) Y como un arte (…) de correspondencias". "Una vez cazado el símbolo -añade- hay que disecarlo". Con la voz, más que con el lenguaje. Recuerda uno a Octavio Paz, cuando el poeta mexicano dijo que la poesía "es el triunfo de la expresión sobre el estilo". "La victoria de la voz sobre el fondo", dice por su parte Manilla. Alude allí a Auden, citado por Spender, para afirmar que "el tema de un poema es sólo la percha en la que se cuelga la poesía". Por eso, comenta, "nunca se escribe el mismo poema ni el mismo libro una y otra vez: una voz más depurada reescribe sobre aquello que es lo único que importa". "El poeta -dice- es una voz que fluye". Rehúye, por fin, el poema oscuro. "La opacidad, en literatura -precisa-, muchas veces no es solo una descortesía para con el lector: es una carencia, una falta de trabajo literario, una dimisión del propio oficio". Lo que no significa que la poesía deba ser "de una claridad sin paliativos": eso sería "dimitir del misterio". "Lo que a mí me interesa -matiza el poeta leonés- es el misterio de lo oscuro, no su retórica". Lo que no le impide decir que "toda poesía es clara: ilumina el mundo". Y "todos los poetas que admito tienden al claroscuro", siquiera sea "porque la poesía en su origen es turbia pero aspira a la transparencia". "La sed es oscura, concluye, pero el agua es clara".
Viene todo lo transcrito a propósito de la última entrega de Antonio Manilla que publica Pre-Textos bajo el título Broza y que tan bien se entiende a la luz de estas palabras iluminadoras y llenas de sentido. El poeta sabe lo que dice. Y es verdad.
El mismo título, escueto y sugerente, da fe de esa poética. Convencido de que el paisaje (también) hace al poeta, hay un gusto castellano por lo esencial, por lo despojado. Lo traía a colación hace poco, cuando hablaba de la poesía de Enrique Andrés Ruiz, otro castellano viejo. Y eso, aunque sirva para Jiménez Lozano o Andrés Trapiello, también es aplicable a otros poetas y otros paisajes. Quiero decir que la estirpe poética de Manilla es amplia al tiempo que precisa, de línea meditativa, con una gran presencia de la naturaleza, y al leer sus versos me resulta inevitable pensar en otros Antonios, como Cabrera o Moreno, de la vertiente, digamos, mediterránea; de la que cita, por cierto, a Joan Vinyoli y César Simón.
Una serie de poemas de Broza marcan, se podría afirmar, la centralidad del libro; su columna vertebral, por decirlo de otro modo. Todos llevan título en latín o griego y aluden a conocidos tópicos literarios: "Beatus ille", "Carpe diem", "Panta rei", "Tempus fugit", "Locus amoenus", "Ubi sunt", "Remedia amoris", "Collige, virgo, rosas"... Ese gusto por renovar asuntos clásicos, por decir con palabras de hoy lo que no ha dejado de ser una constante en la vida de los hombres, marca sin duda esta poesía. Digo hombres y realzo su humanismo, tan claro en "Así es", pongo por caso, o en "Homo sapiens sapiens" y "Animal divino". En otro poema, "Tesoro" podemos apreciar lo que comentaba, poesía que no busca lo nuevo sino la novedad de lo de siempre, por jugar un poco con las palabras.
Poesía minuciosa, del detalle, como en "Ephemera". Poesía que mira a la tierra, sí, pero también a lo alto, llena de cielos y de estrellas. Más allá, escribe: "Es nuestra casa el mundo".
Podría señalar otros poemas significativos, como "Big Bang", "Márgenes para invocar el sueño", "Vértigo", "Déjà vu", "La misma sombra", "Permanencia", el precioso "Paraíso" (donde aparece el río Torío y las truchas)... Algunos están llenos de melancolía, como "Certeza", "Memoria de una nada" ("Sólo es pura la pérdida") y "Plegaria matinal", donde leemos: "que sea aquí y ahora el resto de la vida".
En el poema final, "Niños buscando nidos", se alude al zorzal. Se me antoja que el círculo se cierra y que lo hace con dos significativas palabras, humildes y campestres: la broza y el zorzal, tan bonitas, o eso me parece, como hondas y evocadoras.