Que hay vidas y vidas lo demuestra la que
tuvo Patrick Leigh Fermor (Londres, 1915- Dumbleton, 2011), que fue plena, larga, intensa y feliz como nos cuenta, y de qué precisa y apasionante manera, Artemis Cooper en su libro Patrick Leigh Fermor, una aventura. Ella le denomina Paddy, que es como le llamaban cuantos le conocieron. Para los griegos, Mihali.
(Por cierto, la traducción es obra
de Dolores Payás, autora de un librito delicioso: Drink Time! En compañía de Patrick Leigh Fermor.)
La biografía comienza en Weedon Bec, el paraíso perdido de su infancia, donde estuvo mientras sus padres, Lewis y Aeyleen, permanecían en la India junto a su hermana Vanessa.
Fue un niño difícil, algo gamberro, que planteó no pocos problemas de conducta y que pasó por centros educativos de todo tipo. En vano, pero sólo en el sentido práctico, pues se convirtió en un hombre curioso, amante del arte, las lenguas clásicas y la poesía, así como en impenitente lector.
Hijo de padres separados, Paddy mantuvo con sus progenitores una relación también distante y complicada. La sensación de haberlos defraudado, una vez asumido su fracaso académico, le impulsó a abandonar el país para recorrer Europa a pie. Hasta Estambul; para él, Constantinopla. Entre 1933 y 1934 caminó desde Rotterdam hasta Las Puertas de Hierro como una especie de estudiante vagabundo. Son años decisivos, pero reconoció que apenas se dio cuenta de ello mientras recorría las orillas de Rin y del Danubio con unos pocos pertrechos (donde no faltaban las odas de Horacio) y la curiosidad infinita que le acompañó a lo largo de su vida: memorizando poemas, aprendiendo lenguas y canciones, investigando costumbres por los campos y ciudades de aquella Europa “eterna y culta” que tanto amó.
Era el perfecto huésped, un tipo guapo, encantador, educado y divertido capaz de entretener a todo el mundo. Como explica Cooper, tenía un don: “conseguir que el prójimo se sintiera mejor”. La conversación estuvo en el centro de su existencia. Por eso le resultó fácil recorrer aquellos campos, de casa en casa, recibido con gusto tanto por campesinos como por aristócratas y diplomáticos, gente que, tras la guerra, desapareció del mapa para permanecer sólo en sus libros. Ya que los menciono: Un tiempo para callar (la vida monástica), El tiempo de
los regalos, El árbol del viajero (el Caribe), Entre
los bosques y el agua, Mani, Roumeli… Mientras caminaba,
“aprendía a escribir”.
En 1935 llegó por fin a Constantinopla, un viaje que, como el anterior,
como todos los que emprendió, fue “una cadena de pequeños discursos de
despedida”. Para entonces, “viajar se había convertido en una forma de vivir”.
Y Grecia en su “meta real”. Allí se encuentra por primera vez con la realidad
de la guerra. Esta vez la vio. Y allí pasa días felices, premonitorios, en el
molino de Lemonodassos con una de las mujeres de su vida: Balasha Cantacuzene, una
Wendy a la que acompañará a otro enclave emblemático: Băleni.
Con la llegada de la Guerra
Mundial, Paddy se alista. Lo intenta en la Guardia Irlandesa y acaba en el
Cuerpo de Inteligencia. Después de pasar por distintos destinos, termina en
Creta como colaborador de la resistencia, donde vive su mayor aventura: la
Operación Kreipe, el secuestro de un general alemán, que éste calificó como
“hazaña de húsares”, y con quien Paddy recitó a Horacio. La heroicidad le valió
la Orden del Imperio Británico y la eterna amistad de los cretenses.
La llegada de la paz está unida
al nombre de Joan Rayner, el gran amor de su vida, “su imán”, de quien, a pesar
de su nomadismo, sus problemas económicos y otros desvíos (hacia Diana Cooper,
pongo por caso), nunca llegó a separarse. Un amor que tiene como núcleo la casa
maniota de Kardamyli, bajo la luz mediterránea, entre olivos y al borde del
mar. Su libro más duradero, según Betjeman.
Es imposible condensar aquí una
vida tan rica. Una legendaria obra de arte. Ni citar a sus muchos amigos:
poetas, gitanos, nobles, kapetans…
Por suerte contamos con este libro y, claro, con los suyos, escritos en el
extranjero (su patria), con extremo cuidado y a duras penas (Seferis lo llamaba
penelopear), donde, desde su
prodigiosa memoria, Paddy revive su itinerario vital. Solvitur ambulando, le dijo a Chatwin: se resuelve caminando, lo que
siempre hizo.
Nota: esta reseña ha sido publicada en el número 362 de la revista Quimera.
Nota: esta reseña ha sido publicada en el número 362 de la revista Quimera.