En 2002 publicó José María Álvarez
(Cartagena, 1942) la última edición de su poesía reunida con el mismo rótulo
que venía utilizando en recopilaciones anteriores: Museo de cera. Desde entonces ha dado a la imprenta cinco libros
más; el último lleva, como los dos anteriores, la palabra Luna (como él la escribe)
en el título. En este caso, Como la luz
de la Luna en un Martini.
Ni el lector habitual ni el ocasional de
Álvarez se sentirán decepcionados ante esta nueva entrega. Tan semejante a las
anteriores y tan única como cada una de ellas. Sí, pocos poetas tan coherentes,
tan fieles a su propia poética, más si tenemos en cuenta su dilatada obra.
Desconfía uno de los que cambian en cada libro de chaqueta lírica, lo que no
hace al caso.
Si uno abre el libro por el final, en busca
del índice, se encontrará con lo que pudiera parecer un capítulo de notas. Y
no. Leal a su costumbre, Álvarez sitúa al frente de sus poemas extensísimos
títulos que son, en realidad, comentarios acerca de los mismos. Abundan las
citas ahí, como en el resto del volumen, otra marca de la casa. No en vano
pertenece, me temo que sin remedio, a aquel grupo que algunos catalogaron de venecianos, los Novísimos de Castellet, cuya poesía se caracterizó, entre otras
cosas, por su culturalismo. No falta
aquí, sino todo lo contrario. El catálogo de nombres y epígrafes es casi
infinito, consustancial a esta manera de decir fundada en la Literatura y en el
Arte, como diría Álvarez. Muchas veces esos epígrafes, esos versos, se
reproducen en su lengua original (latín, francés, inglés…), por lo que nos
encontramos en medio de una lujosa Babel donde el cosmopolitismo impone su ley.
En la nota inicial, el autor alude a que
“este libro tiene algo de despedida”. No lo parece. Lo elegíaco, tan natural en
él, se mezcla con lo celebratorio para demostrar que, sea el final o no lo sea, cuanto importa, lo que siempre ha importado, es la vida, un vitalismo que
Álvarez representa como pocos. “El arte es largo y, además, no importa”, repite
con Machado al principio del libro, donde sitúa una borgeana dedicatoria a
María del Carmen Marí, destinataria de un precioso poema.
“Menos esta belleza todo es incierto”, escribe,
y después, tal un lema: “No / hay /
Civilización / sin Belleza”.
Numerados en romano, diecinueve poemas
componen esta obra. En ella, como la alegría y el dolor, se combinan elementos
dispares: el día (la luz mediterránea de las playas de su infancia) y la noche
(la más terrible a veces); la soledad y la compañía; el mundo de ayer, que “ha
desaparecido”, y el de hoy, “que agoniza”: “Nuestros ojos están muertos. / Y
nuestra inteligencia”, escribe. Y más adelante: “Que vengan. / Que vengan
quienes tengan que venir, / que vengan.
/ Que arrasen lo que ahora somos / y acaso siga en ellos lo que fuimos.”
El tono es conversacional y hasta prosaico,
siquiera en apariencia. Muy efectivo en lo lírico, con imágenes sugerentes y
una adjetivación a ratos suntuosa. Con encabalgamientos abruptos. Elegante.
Una palabra podría resumirlo todo:
intensidad. En el erotismo y el sexo, por ejemplo, tan explícito a veces. En la
rememoración del pasado (“La Memoria… / Ese hilo de Ariadna,”, reza el poema
XIV, el más breve de un libro lleno de poemas extensos). En el diálogo con sus
maestros (Kavafis -al que tan bien tradujo, al que confiesa que su modelo ha sido siempre “El dios abandona a
Antonio”-, Borges, Espriu…), a quienes trata de usted. En la evocación de
ciudades: Alejandría, Venecia, Roma, Nueva Orleans, Estambul…
Aristocratizante, descree Álvarez de “esta
Democracia tan «correcta» que lo ha arruinado todo” y alude a “la
gentuza que nos gobierna, la sinrazón / de cuanto sucede”, por más que piense
que “es un parpadeo / en la Historia” que “no modificará / nada esencial / de
lo que somos.” Más allá, su ideal clásico sigue estando en Grecia. Como
Montaigne, aboga por la Libertad, la Inteligencia y el Ocio. Defiende, con
Marguerite de Valois, “los placeres de la sexualidad, / la conversación
inteligente / y la lectura de los mejores.”
“¿Hay algo sólido en la vaporosa gloria de la vida? / se pregunta Li Pao. / Sí, / la Luna.” Y Álvarez concluye: “Me miro en ella. Único espejo / donde no he envejecido.”
“¿Hay algo sólido en la vaporosa gloria de la vida? / se pregunta Li Pao. / Sí, / la Luna.” Y Álvarez concluye: “Me miro en ella. Único espejo / donde no he envejecido.”