La veterana Hiperión ha coeditado al mismo
tiempo tres libros con la mexicana Universidad Autónoma de Nuevo León, en
Monterrey, que dan inicio a una nueva colección: Tálamo, de Margarita Minerva Villarreal; Las
edades felices, de Margarito Cuéllar;
y Final de diluvio, de Juan Domingo Argüelles. Los
tres llevan prólogos de reconocidos poetas españoles: Luis García Montero, Luis
Alberto de Cuenca y Eloy Sánchez Rosillo, respectivamente. El poeta murciano se ocupa de presentar Final de diluvio. Juan Domingo Argüelles nació en Chetumal (Quintana
Roo) en 1958 y
además de ser un poeta con importante premios en su haber (los Nacionales
Efraín Huerta y Gilberto Owen y el de Aguascalientes), es un conocido especialista
en el fomento de la lectura.
Rosillo se lamenta de la “pésima
comunicación” que sigue existiendo entre la poesía de ambos lados del Atlántico
(lo que a uno siempre le recuerda a Shaw: “una lengua común nos separa”), recalca
que este es el mejor libro de Argüelles y explica que su poesía es “nítida y
llena de naturalidad”. No miente. La cita inicial, de Claudio Rodríguez, abre
un camino hacia la claridad que no decae en ningún momento.
La celebración de la infancia (“cuando yo era
feliz sin preguntarme cómo”, “Lo que recuerda el hombre al final de su edad /
es al niño que fue, absorto en el asombro”, “Lo que todos quisieran es
volver a la infancia”) y la adolescencia
(“Este que ya no es joven escribe estas palabras / que a sus espaldas lee un
ser que ya se fue”), situadas en la “tierra nativa” (Hölderlin), dan buena
cuenta de una intención: la de cantar la vida desde su lado positivo. Argüelles
cae pocas veces en lo elegiaco y lo melancólico, algo en lo que coincide con la
última poesía de Rosillo. Como la de éste, la suya es una poesía llena de
pájaros, que busca y exalta la luz, dos metáforas a la que podemos sumar otra: la
del mar.
Más allá, y en este mismo sentido
celebratorio, Argüelles dedica numerosos poemas a su mujer: Rosy (por ejemplo,
“Declaración inocente pero necesaria”), a sus hijos: Claudina y Juan, a sus
hermanos (vivos o no), a sus amigos, etc.
Una de las partes del libro, “Puentes de la
palabra”, homenajea a sus maestros: Paz, Huerta, Sabines, Bonifaz Nuño,
Padilla…
En idéntico tono hemos de entender los versos
dedicados a la ranchera, el bolero, la cumbia…
La reflexión sobre el hecho de escribir es otra
constante. Eso le lleva a afirmar que “las palabras que escribes / no las
eliges tú: ellas llegan, se instalan / como toda verdad”. Palabras que son
necesarias “para poder nombrar lo que se va”, algo que no deja de ser una
misión básica de la poesía. Pero también declara: “Que el dolor y la desolación
/ no hagan sombrío el poema”. En “Las ventanas” (otra metáfora) aboga por
“orientar su sentido/ hacia la claridad”. “El que escribe el poema”, dice,
“busca de la luz”. “Que el aire del idioma / dulcifique y serene nuestra voz”,
añade.
“Sujeta la retórica y amordázala”, dijo
Verlaine, aunque él, en “De la retórica”, reconozca que “Lo que nos quedó fue
literatura / para el pobre estudio de los profesores”. “Pero de todos modos no
hay manera / de dejarlo de hacer. Y éste es el punto”, matiza.
“No vivo por la poesía. / Ni siquiera podría
decir que vivo para ella. / Pero, a veces, sólo gracias a ella puedo vivir”,
concluye.
No falta en este libro la ironía (en “Lápida
con nombre ilegible”, “Lápida vecina” o “Medio siglo y un mes (autorretrato)”)
ni la denuncia (“Carta a Javier Sicilia: “Hoy todos nos llamamos Javier Sicilia
/ y todos nuestros hijos se llaman Juan”).
En conjunto, estamos ante una obra luminosa
que demuestra lo importante que resulta elevar la voz por encima de la derrota
y el abatimiento. En estos tiempos sombríos hacen falta poetas así.