Hace apenas dos años que Jesús García Calderón publicó La mirada desnuda. La Isla de Siltolá recoge ahora en su catálogo, dentro de la colección Tierra, Las visitas de Caronte.
De mi fervor por la poesía calderoniana ya he hablado otras veces y este libro ahonda en ese entusiasmo porque no es, o eso me parece, un libro más en su trayectoria. No puede serlo cuando el autor se acerca al tema eterno, ah paradoja, de la muerte. Las citas que lo abren -elocuentes- son poderosas y clásicas: de Virgilio, Dante y Milton. Ya el primer poema, "Orfandad y torpeza" se nos introduce de lleno en el asunto a través de la muerte de la madre. No es la única del libro. A ésta, tan decisiva en la vida de cualquiera, hay que sumar la de una hermana y un amigo.
Se alternan en el volumen los poemas más personales, de tono autobiográfico (que nunca ha eludido García Calderón, santo y seña de su poética), con otros donde prima lo reflexivo y lo mítico, en torno, claro, a la figura de Caronte. Son meditaciones, se diría, de aire metafísico (ma non troppo), versos más abstractos que, sin duda, aluden, siquiera de lejos, a lo concreto. Versos de pensamiento que dan lugar a una poesía poco transitada antes por el poeta extremeño.
Si nos fijamos en los primeros, los escritos sin ambages en primera persona, podemos mencionar "Despedida", "El tiempo sin principio" ("mi alma son los seres que he querido"), "Tarde en el cementerio" (con palabras de Eliot: "Morimos con los muertos"), "El manto del olvido" (con un epígrafe de Vicente Sabido, nuestro añorado amigo muerto), "Las voces" (que empieza: "Recuerdo los consejos que me daba mi madre"), "La amistad", "Mi voz desde la orilla" (con su hermana al fondo), "La mascota" (un muerto más, de la familia también) o "La muerte" que, junto al primero, acaso sea el más emocionante del conjunto. Se abre el ataúd de su padre, fallecido prematuramente (el recordado periodista Antonio García Orio-Zabala), muchos años después, cuando el poeta era casi un niño: "Yo solo lo miraba y lo quería. / Nunca he querido a nadie como quise / aquel noble despojo."
Entre los segundos, destacaría "La orilla de los labios", "Caronte vuelve" ("ve tranquila, mi hermana más pequeña / y no temas los ojos de Caronte"), "Tránsito", "Derrota de la mirada", "Derrota de la ambición", "El alma detenida"...
Señalo un poema especial: "Silva sin nombre". Comienza: "Alguien que no conozco / me aconsejó que cantara a la vida". Y más adelante escribe: "No se puede cantar / que se quiere vivir". Y por fin: "Vivir es no saber porqué vivimos".
La lectura del poema final, "Una breve postal desde la vida", nos deja un regusto dulce. A pesar de los pesares, de "la nada feroz de los antiguos", los besos y la vida.
De mi fervor por la poesía calderoniana ya he hablado otras veces y este libro ahonda en ese entusiasmo porque no es, o eso me parece, un libro más en su trayectoria. No puede serlo cuando el autor se acerca al tema eterno, ah paradoja, de la muerte. Las citas que lo abren -elocuentes- son poderosas y clásicas: de Virgilio, Dante y Milton. Ya el primer poema, "Orfandad y torpeza" se nos introduce de lleno en el asunto a través de la muerte de la madre. No es la única del libro. A ésta, tan decisiva en la vida de cualquiera, hay que sumar la de una hermana y un amigo.
Se alternan en el volumen los poemas más personales, de tono autobiográfico (que nunca ha eludido García Calderón, santo y seña de su poética), con otros donde prima lo reflexivo y lo mítico, en torno, claro, a la figura de Caronte. Son meditaciones, se diría, de aire metafísico (ma non troppo), versos más abstractos que, sin duda, aluden, siquiera de lejos, a lo concreto. Versos de pensamiento que dan lugar a una poesía poco transitada antes por el poeta extremeño.
Si nos fijamos en los primeros, los escritos sin ambages en primera persona, podemos mencionar "Despedida", "El tiempo sin principio" ("mi alma son los seres que he querido"), "Tarde en el cementerio" (con palabras de Eliot: "Morimos con los muertos"), "El manto del olvido" (con un epígrafe de Vicente Sabido, nuestro añorado amigo muerto), "Las voces" (que empieza: "Recuerdo los consejos que me daba mi madre"), "La amistad", "Mi voz desde la orilla" (con su hermana al fondo), "La mascota" (un muerto más, de la familia también) o "La muerte" que, junto al primero, acaso sea el más emocionante del conjunto. Se abre el ataúd de su padre, fallecido prematuramente (el recordado periodista Antonio García Orio-Zabala), muchos años después, cuando el poeta era casi un niño: "Yo solo lo miraba y lo quería. / Nunca he querido a nadie como quise / aquel noble despojo."
Entre los segundos, destacaría "La orilla de los labios", "Caronte vuelve" ("ve tranquila, mi hermana más pequeña / y no temas los ojos de Caronte"), "Tránsito", "Derrota de la mirada", "Derrota de la ambición", "El alma detenida"...
Señalo un poema especial: "Silva sin nombre". Comienza: "Alguien que no conozco / me aconsejó que cantara a la vida". Y más adelante escribe: "No se puede cantar / que se quiere vivir". Y por fin: "Vivir es no saber porqué vivimos".
La lectura del poema final, "Una breve postal desde la vida", nos deja un regusto dulce. A pesar de los pesares, de "la nada feroz de los antiguos", los besos y la vida.