El campo / El ascensor reúne la poesía (corregida pero no aumentada) del venezolano Ígor Barreto (San Fernando de Apure, 1952), la escrita y publicada entre 1983 y 2013, treinta años en los que el poeta ha dado a la imprenta diez libros. Está al cuidado de Antonio López Ortega y aparece en el sello valenciano Pre-Textos, siempre atento a la mejor poesía ultramarina.
Mi primera noticia de Barreto llegó en forma de libro, Annapurna, y gracias a la mediación de una amiga común, venezolana como él: Marina Gasparini. Di noticia del descubrimiento en este rincón y quedé, lo confieso, intrigado después de leer los versos de un poeta al que nadie antes me había presentado. La casualidad quiso que la autora de Laberinto veneciano me anunciara la inminente edición de su poesía completa en Pre-Textos, lo que, conociendo a Borrás, confirmó mis expectativas, las mismas que ahora se cumplen. Y de qué hermosa manera, añado.
"Ígor Barreto o la refiguración de la tierra", el excelente prólogo de López Ortega (que hace nada publicaba en la revista un precioso artículo en la revista Clarín titulado "Un país llamado Cadenas" del que uno podría sacar el título de esta entrada: "Un país llamado Barreto", donde se daba un repaso general a la poesía de esa nación de poetas), es lo suficientemente extenso y minucioso como para introducir al lector, de la mejor manera posible, en la obra barretiana. Aunque las notas de lectura que he tomado ocupan varios folios doblados por la mitad, según vieja costumbre, no entraré en los pormenores de ese ensayo (al que remitiré más de una vez) y voy a limitarme a exponer algunas consideraciones sobre los versos que le suceden y que ocupan casi quinientas páginas.
Para empezar, la sorpresa. El descubrimiento, sí, de un mundo nuevo y de una voz distinta que al principio te descoloca, pero que apenas empiezas a habitar, por el mero hecho misterioso de leer, uno hace suyos y dialoga, con uno y con otra, como si esa primera sensación no fuera tal.
No por eso faltan homenajes y maestros: unos nombrados, como Kavafis, Benn, Walcott (del que coge un concepto capital: amnesia), Bishop, Caeiro, Montale, León de Greiff, Drummond de Andrade (del que toma el título: "Cuando estoy en el ascensor pienso en el campo / cuando estoy en el campo pienso en el ascensor"), la desconocida (para uno) Enriqueta Arvelo Larriva, la de la "hendija", etc. Otros, intuidos: Perse, Mutis. No, no estamos ante un poeta adánico, costumbrista o provinciano (que no se olvida, por cierto, de los malogrados poetas nativos que se acaban perdiendo en sus derivas municipales), sino ante alguien que, como él mismo ha dicho, intenta, viajando de lo local a lo universal, "sincerar una visión urbana de la naturaleza, donde estos temas como la memoria, el olvido, el juego de las representaciones dentro de una cultura comiencen a ser planteados como temas poetisables". Consciente de que ya no existe una "imagen arcádica de la naturaleza". "El paisaje ha muerto", leemos en un verso.
El llano es el paraíso perdido de Barreto. El llano venezolano y sus gentes. Estamos ante una poesía poblada de seres con nombres y apellidos a lo que les pasan cosas tan extraordinarias como naturales, al menos en aquellos lejanos y solitarios parajes. San Fernando, el río Apure. Todo es extrañeza, sin duda, pero sobre todo porque, a la manera de Rulfo en Pedro Páramo, anota perspicaz López Ortega, se habla de "un mundo muerto". O vivo, si acaso, gracias a las palabras que Barreto roba al olvido y a la historia. De hombre y mujeres que pueden ser fantasmas. Estamos, en este sentido, ante una poesía "temeraria". Porque a pesar de lo que parece "no busca el pasado, no añora la imagen perdida, no postula una vuelta a nada". "Su estado medular es" -leemos en el citado prólogo- "el de la expectación, el del sobrecogimiento, el de la vigilia insomne". Y no miente. El llano es "ciego", en tanto que es "un paisaje o un referente que no se ve". "Paisaje del alma", "paisaje simbólico", "geografía desolada" donde "Somos viajeros de un país desconocido, cuyo mapa no existe o es inútil". "Seres extraviados". Y todo en un "destiempo", en la intemporalidad, en medio de lo intempestivo. El gran enemigo es el presente: "la maldita circunstancia del presente".
El poeta se considera "un extranjero", un solitario desterrado, y eso incluso en San Fernando, su ciudad.
Dije paisaje (el gran pretexto), mencioné llano, y se podría decir que estamos ante el campo desde dentro. Visto por un poeta, digamos, "posterrestre", en absoluto telúrico. Y ya allí, los lugares: casas, ríos, pueblos... Soul of Apure, uno de las entregas, lleva por subtítulo: "Anotaciones sobre el alma de un lugar". En más de una ocasión se alude a la "noción de lugar", una compartida obsesión por el espacio de la que este lector no ha podido sustraerse.
"Imágenes de la soledad" que vienen envueltas de aires épicos (por más que aquí no hay batallas ni héroes) o bíblicos. Alguien dice: "he visto" y este es su testimonio, un término clave a la hora de interpretar la exigente obra de Barreto. De un mundo que ni siquiera sabemos si llegó a existir y que, de haberlo hecho, ya no existe. "La pureza mayor / es la intemperie mayor", leemos en "Carmelitas". "Porque lo incierto / pesa más sobre nuestro ser / que aquello que conocemos."
Eso sí, precisa el poeta, "En mis oídos están mis ojos". Lo oral es aquí ley. De ahí la importancia que cobra el lenguaje (de "arqueología verbal" se habla en la página 283), dúctil y musical, cargado de palabras y giros propios de aquel mundo. Un mundo que habrá de evocar en el lector español resonancias exóticas, sensuales y míticas. "Mirar como el que escucha", escribe. Y: "Somos testigos no de un pasado sino de un habla que lo narra, que lo describe".
Y lo novelesco, que es un tono que recorre todo el volumen. "Capillas imperfectas" es, en rigor, un conjunto de relatos. Barreto habla, en fin, de "historias esenciales" y define a los poemas como "vasijas donde guardamos el curso de la sensibilidad".
Venezuela también es un referente ineludible. En un momento dado la compara con "los restaurantes nocturnos de carretera". Al país dedica el último poema que, aclaro, no pertenece a su último libro publicado, el ya citado Annapurna, sino a los poemas rescatados de sus dos primeros.
Y la luz, que ilumina de principio a fin esta poesía poblada de gallos, caimanes, caballos (a los que dedica, con Esopo, Ovidio, Jenofonte y otros clásicos de por medio, El duelo) donde siempre es verano.
Hay poemas estupendos -breves y largos, en verso y en prosa- que forman parte de libros deslumbrantes: Crónicas llanas, Tierranegra, Carama, El llano ciego (el que prefiero, donde se mezcla la prosa del ensayo, el relato, la poética y el aforismo con la poesía, digamos, más formal) o Carreteras nocturnas (donde lo urbano predomina y en el que hallamos, pongo por caso, "Volando sobre Dachau", un poema que anuncia su fascinación por Google Earth, tan patente en el arriesgado Annapurna).
De acuerdo, no podemos proclamar cada día una obra maestra o maravillosa que, además, ponga patas arriba el rígido canon literario hispanoamericano. Con todo, cualquiera que haya leído o lea El campo / El ascensor tendrá que convenir conmigo que no estamos ante un libro más ni ante un poeta como tantos. Por eso, la decisión está tomada, uno lo dejará cerca y a mano, localizable entre los volúmenes que pueblan las estanterías de este cuarto donde escribo.
No creo, como él dice, que el poeta sea "un erizo de egoísmo". Si así fuera, el gran Ígor Barreto, traductor del rumano Lucian Blaga ("El silencio es mi espíritu"), no nos hubiera dejado este puñado de versos tan intensos como extensos, tan horizontales como verticales, tan suyos como, ay, nuestros: sus afortunados lectores.
"Ígor Barreto o la refiguración de la tierra", el excelente prólogo de López Ortega (que hace nada publicaba en la revista un precioso artículo en la revista Clarín titulado "Un país llamado Cadenas" del que uno podría sacar el título de esta entrada: "Un país llamado Barreto", donde se daba un repaso general a la poesía de esa nación de poetas), es lo suficientemente extenso y minucioso como para introducir al lector, de la mejor manera posible, en la obra barretiana. Aunque las notas de lectura que he tomado ocupan varios folios doblados por la mitad, según vieja costumbre, no entraré en los pormenores de ese ensayo (al que remitiré más de una vez) y voy a limitarme a exponer algunas consideraciones sobre los versos que le suceden y que ocupan casi quinientas páginas.
Para empezar, la sorpresa. El descubrimiento, sí, de un mundo nuevo y de una voz distinta que al principio te descoloca, pero que apenas empiezas a habitar, por el mero hecho misterioso de leer, uno hace suyos y dialoga, con uno y con otra, como si esa primera sensación no fuera tal.
No por eso faltan homenajes y maestros: unos nombrados, como Kavafis, Benn, Walcott (del que coge un concepto capital: amnesia), Bishop, Caeiro, Montale, León de Greiff, Drummond de Andrade (del que toma el título: "Cuando estoy en el ascensor pienso en el campo / cuando estoy en el campo pienso en el ascensor"), la desconocida (para uno) Enriqueta Arvelo Larriva, la de la "hendija", etc. Otros, intuidos: Perse, Mutis. No, no estamos ante un poeta adánico, costumbrista o provinciano (que no se olvida, por cierto, de los malogrados poetas nativos que se acaban perdiendo en sus derivas municipales), sino ante alguien que, como él mismo ha dicho, intenta, viajando de lo local a lo universal, "sincerar una visión urbana de la naturaleza, donde estos temas como la memoria, el olvido, el juego de las representaciones dentro de una cultura comiencen a ser planteados como temas poetisables". Consciente de que ya no existe una "imagen arcádica de la naturaleza". "El paisaje ha muerto", leemos en un verso.
Foto de Vasco Szinetar |
El poeta se considera "un extranjero", un solitario desterrado, y eso incluso en San Fernando, su ciudad.
Dije paisaje (el gran pretexto), mencioné llano, y se podría decir que estamos ante el campo desde dentro. Visto por un poeta, digamos, "posterrestre", en absoluto telúrico. Y ya allí, los lugares: casas, ríos, pueblos... Soul of Apure, uno de las entregas, lleva por subtítulo: "Anotaciones sobre el alma de un lugar". En más de una ocasión se alude a la "noción de lugar", una compartida obsesión por el espacio de la que este lector no ha podido sustraerse.
"Imágenes de la soledad" que vienen envueltas de aires épicos (por más que aquí no hay batallas ni héroes) o bíblicos. Alguien dice: "he visto" y este es su testimonio, un término clave a la hora de interpretar la exigente obra de Barreto. De un mundo que ni siquiera sabemos si llegó a existir y que, de haberlo hecho, ya no existe. "La pureza mayor / es la intemperie mayor", leemos en "Carmelitas". "Porque lo incierto / pesa más sobre nuestro ser / que aquello que conocemos."
Eso sí, precisa el poeta, "En mis oídos están mis ojos". Lo oral es aquí ley. De ahí la importancia que cobra el lenguaje (de "arqueología verbal" se habla en la página 283), dúctil y musical, cargado de palabras y giros propios de aquel mundo. Un mundo que habrá de evocar en el lector español resonancias exóticas, sensuales y míticas. "Mirar como el que escucha", escribe. Y: "Somos testigos no de un pasado sino de un habla que lo narra, que lo describe".
Y lo novelesco, que es un tono que recorre todo el volumen. "Capillas imperfectas" es, en rigor, un conjunto de relatos. Barreto habla, en fin, de "historias esenciales" y define a los poemas como "vasijas donde guardamos el curso de la sensibilidad".
Venezuela también es un referente ineludible. En un momento dado la compara con "los restaurantes nocturnos de carretera". Al país dedica el último poema que, aclaro, no pertenece a su último libro publicado, el ya citado Annapurna, sino a los poemas rescatados de sus dos primeros.
Y la luz, que ilumina de principio a fin esta poesía poblada de gallos, caimanes, caballos (a los que dedica, con Esopo, Ovidio, Jenofonte y otros clásicos de por medio, El duelo) donde siempre es verano.
Hay poemas estupendos -breves y largos, en verso y en prosa- que forman parte de libros deslumbrantes: Crónicas llanas, Tierranegra, Carama, El llano ciego (el que prefiero, donde se mezcla la prosa del ensayo, el relato, la poética y el aforismo con la poesía, digamos, más formal) o Carreteras nocturnas (donde lo urbano predomina y en el que hallamos, pongo por caso, "Volando sobre Dachau", un poema que anuncia su fascinación por Google Earth, tan patente en el arriesgado Annapurna).
De acuerdo, no podemos proclamar cada día una obra maestra o maravillosa que, además, ponga patas arriba el rígido canon literario hispanoamericano. Con todo, cualquiera que haya leído o lea El campo / El ascensor tendrá que convenir conmigo que no estamos ante un libro más ni ante un poeta como tantos. Por eso, la decisión está tomada, uno lo dejará cerca y a mano, localizable entre los volúmenes que pueblan las estanterías de este cuarto donde escribo.
No creo, como él dice, que el poeta sea "un erizo de egoísmo". Si así fuera, el gran Ígor Barreto, traductor del rumano Lucian Blaga ("El silencio es mi espíritu"), no nos hubiera dejado este puñado de versos tan intensos como extensos, tan horizontales como verticales, tan suyos como, ay, nuestros: sus afortunados lectores.