El que escucha soy yo. La fotografía es de María Jesús Manzanares, que estaba sentada detrás de uno en la presentación placentina de Tratado de ignorancia, el libro con el que José Luis Bernal Salgado ha roto veinticinco largos años de silencio poético. Para esa íntima ceremonia, Bernal eligió, y bien, a otra poeta, Emilia Oliva, de la que él ha presentado, por cierto, numerosos libros estos años de atrás. En esta curiosa inversión de papeles, ganó el poeta. Sin la tensión de tener que ofrecer al respetable alguna explicación coherente sobre la obra. Además, fuera de la cátedra, Bernal opina que la poesía no debe explicarse. Ella, por su parte, estaba nerviosa y algo apurada. Por no estar a la altura, vino a decir, un miedo del todo injustificado pues sus palabras fueron atinadas y llenas de sentido. Su lectura, en suma, fue impecable. Y muy bien dicha. Cuando le llegó el turno a Bernal, pasamos a otra fase. De nuevo, como en la noche de Landero, se obró ese pequeño milagro de la literatura, de la poesía en este caso, y a partir de ese momento, presagiado en el texto de Oliva, todo fluyó entre la perplejidad y la maravilla. Al menos para uno. Fue entonces cuando el tono de voz de José Luis, tan familiar para nosotros, se fue apoderando de la tarde bochornosa y lo que había sido un original mecanoscrito y luego un precioso libro de la colección Luna de Poniente se convirtió, para este fervoroso lector suyo, en otra cosa, y los poemas fluían como si fueran otros o distintos, más hondos, más perfectos. No, sigo sin estar de acuerdo con eso de que la poesía moderna está escrita para ser leída en voz baja. Cuando el poeta lee sus versos en voz alta con la naturalidad debida, la que emana de su intención al componerlos, la experiencia poética se intensifica y gana en claridad y significado. Más cuando el poeta explica siquiera parte de la trama que se esconde tras ellos. Como en el caso del dedicado a la enfermedad de su padre, emocionante hasta decir basta, y más ahora, por razones que compartimos en una sosegada conversación previa a ese acto. También nos hizo partícipes, privilegiados escuchantes, que diría Pepa Fernández, de otras claves. Para eso existen estos encuentros con la inmensa minoría. No pocas veces, desde la complicidad absoluta, Bernal me miraba. Todo es diálogo. El punto álgido lo puso la lectura de "Otoño". En su voz, fue todavía más impresionante: "Pensé que debería decir a mis amigos / que ha llegado la hora de dar un golpe seco / en la mesa del mundo, donde se pasa lista / a las grandes razones y a las definitivas / hazañas de los hombres. / Y escribí este poema. // Decirles que nos queda poco tiempo y maltrecho / para dar las respuestas a todas las preguntas / que la edad nos escupe con obstinada furia." O cuando leyó el dedicado a Castelo, con Pedro de Lorenzo y Eliot al fondo.
En fin, volví a comprobar el pasado 2 de mayo que mi opinión de que estamos ante un libro importante está fundada. Mejor, lo pudimos comprobar todos los que estábamos sentados bajo una carpa suspendida en medio de la plaza de Plasencia; detenida para siempre, gracias a esos poemas, en el tiempo.