Conocí la poesía de Menchu Gutiérrez, madrileña del 57, gracias a Ramón Buenaventura, autor de Las diosas blancas. Antología de la joven poesía española escrita por mujeres, que publicó Hiperión en 1985. Fue para muchos la carta de presentación de las poetas de nuestra generación y uno la reseñó para la revista El Urogallo.
No he seguido su trayectoria literaria al detalle, lo reconozco, pero tampoco la he perdido de vista. No hubiera sido sensato. Más narradora que poeta (aunque su prosa sea lírica y su mundo esencialmente poético), traductora (por ejemplo de Marca de agua, esa pequeña maravilla de Brodsky) y ensayista (no me he resignado a dejar pasar su Decir la nieve), Gutiérrez nos presenta ahora, en Vaso Roto, Lo extraño, la raíz. Por más que hiciera tiempo que no me acercaba a sus poemas, he redescubierto a la poeta que recordaba y lo leído me ha resultado, ya digo, reconocible: suyo.
Su línea es esencialista, muy depurada, cerca siempre del silencio. En eso se parece a otras poetas de esa corriente de la lírica universal (y por eso de la española) que ya hemos citado aquí otras veces. Por acercarnos al presente, distancias mediante, mencionaría a Clara Janés (maestra reconocida), Olvido García Valdés, Chantal Maillard y Ada Salas.
En "Lo extraño", el primer, extenso poema de la obra, ya aparece esa concisión, el verso breve, la enumeración caótica... Termina: "Lo extraño, aquello."
El resto de poemas del libro son también de dimensiones apreciables. A veces un poema consta de varias partes. En este sentido, hay un contraste entre su longitud y su intensidad, que no tienen por qué enfrentarse.
En "El río" el aire es más hermético, más simbólico, más metafórico. Prima la sugerencia. Alrededor de un puñado de palabras que giran y giran.
"La escalera" es un poema significativo del modo de hacer de Gutiérrez: "Subíamos al sotano / y bajábamos al ático", comienza. Lo inquietante y lo paradójico es aquí natural. "En el interior de la casa somos lo que fuimos, / infusiones de la mirada en las ventanas".
"El tren" es uno de mis preferidos. También de los más abiertos y, digamos (no sin pedir perdón a los puristas), comprensibles.
A uno, montañero frustrado, le ha llegado al alma "El dictado de las montañas", un conjunto de poemas en prosa cuyos títulos empiezan por "trans" o "tras". Así, "Transalpino", "Tránsito", "Tránsfuga", "Transtorno", "Trascendencia", "Trans", "Trasvase", "Trasalcoba", "Transmigrar" y "Transformación". "La montaña paraliza la imaginación", leemos, lo que nos da pie a precisar que si algo abunda en lo extraño, la raíz es eso: imaginación a raudales. "Viajar sería ver el otro lado de la montaña", escribe. El tono torna filosófico y a uno le recuerda, siquiera por momentos, al de la pensadora María Zambrano. "Todo tiene un otro lado permanente", dice.
La poesía de Gutiérrez me sugiere espacios o estancias de intimidad. Siempre la he asociado a la palabra delicadeza. Y, por tanto, a lo sutil y a lo frágil. Una fragilidad engañosa, matizo. Por femenina. Me atrevería a decir que su poesía lo es, y en lo más profundo.
"Ni siquiera cuando vienes tienes un lugar a donde ir", leemos en el último poema de esa serie, paradigmático de su forma de concebir y expresar su poética, uno de los más logrados del conjunto. Un poema, sin duda, precioso.
El libro no se podría haber cerrado mejor que con "La nebulosa", otro espléndido poema extenso donde lo espacial predomina y, en consecuencia, la atmósfera de la ciencia-ficción y lo apocalíptico. La protagonista del poema, una astronauta terrícola del futuro, navega por el universo. Visita otros planetas, pero "una y otra vez vuelvo a la Tierra". "Vuelvo a dejar flores en la tumba de Copérnico", afirma. Y se pregunta: "¿Dónde han ido a parar los animales?" O: "¿Dolor? Quizá sea el frío." Y más adelante. "Siento haber alcanzado un lindero, / el borde de otra clase de frío, / de otra clase de tiempo." El final se me antoja perfecto: "Hace frío, / los sensores de la nave se apagan con mis latidos, / sueño con los campos nevados de la Tierra."