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La poesía parece relegada hoy al interés sólo de los que la escriben, y
quizás hay un debilitamiento en los nuevos poetas del esfuerzo
necesario para escribir un poema, donde encuentro demasiadas veces un
uso arbitrario, y no surgido de la necesidad o la fatalidad, de las
imágenes. ¿Cómo ve el momento actual de la poesía? ¿Le preocupa? ¿Está siendo sustituida por la prosa? ¿Es posible esa sustitución?
La
mala salud de la poesía es crónica. ¿Cuánto tiempo hace que está
encerrada en las catacumbas, como anunció Paz? ¿Cuánto que es leída por
los propios poetas o los aspirantes a ello o, en fin, por los
aficionados y domingueros líricos? El caso es que la poesía está. Y se
la sigue esperando. Dicen que incluso de moda, como algunos poetas. De
vez en cuando se ocupan de ellos y de ellas en los suplementos y
revistas de papel couché. Bromas aparte, lo cierto es que vive.
Uno no concibe su desaparición. Era, es y será necesaria para según
quiénes, letraheridos que precisan de ella para intentar comprender lo
que son y cuanto les rodea. Nótese que esa necesidad suele fundamentarse
en torno a la turbulenta adolescencia. No es casual. Basta pasarse por
cualquier instituto de Secundaria para dar una lectura o una charla. En
su forma más elemental, de acuerdo, en los ripios de sus carpetas o en
formas no menos rudimentarias de rap, la poesía resiste. Mientras un
chico o una chica echen mano de ella para declararse, explicar su
desconcierto o para aliviar este o aquel dolor.
Después
de unos años alejado de los nuevos nombres y, por tanto, de las nuevas
corrientes de la poesía española, de la escrita en suma por los jóvenes,
gracias a la publicación del blog (que lleva ya una larga década
alojado en una esquina de Internet) he vuelto a leer bastante y, sin
estar al día ni mucho menos pretenderlo, algo podría decir al respecto.
Por ejemplo, que entre la morralla, que abunda, hay un puñado de poetas
jóvenes excelentes, aunque prefiero no nominar. Es lo único que importa.
Por otra parte, coincido con algunos analistas de lo poético en que la
prisa, signo de nuestra época, que el deseo de llegar (no sabemos a
dónde: esto, señores y señoras, es poesía), de triunfar y ganar premios y
publicar y publicar libros, es un síntoma demasiado evidente. Una
conducta temeraria, cabe añadir. Hay de todo, claro. Quienes a pesar de
eso han logrado libros dignos de tal nombre y quienes, hagan lo que
hagan, vayan deprisa o despacio, ni han llegado ni, nos tememos,
llegarán. Con independencia de las campañas de mercadotecnia (en forma
de antología o de festivales) que lancen. Luego está el espinoso asunto
de los egos hinchados, de esos nombres a los que me refería hace un
momento que uno nunca sabe bien por qué han sido encumbrados y no dejan
de aparecer, día sí y día también, en los medios de comunicación, algo,
ya se dijo, del todo anómalo cuando de la pobre poesía se trata. Mala
cosa: nada peor que estar de moda. Con todo, hay poetisos y poetisas que
no cesan, como el rayo de Miguel Hernández.
Un
amigo me lo recuerda con frecuencia: creamos monstruos. Entre todos,
quiero decir. Luego pasa el tiempo y algunos se preguntan: ¿y éste o
ésta qué pintan aquí? Demasiado tarde. Los caprichos del canon.
Sí,
se repite que la poesía está de nuevo aquí. Que nada incluso en la
abundancia. O eso quieren que creamos. La falta de una crítica
responsable significativa (asunto nada baladí) y la democratización de
Internet, unido a la abundancia de premios (muchos de ellos destinados
en exclusiva a los jóvenes, que son, o eso creo, sus destinatarios
naturales) facilitan el acceso a mucha poesía, es cierto, pero no toda
vale o en rigor lo es. El mismo rigor o nivel de exigencia que a tantos
le falta por carencia de lecturas. Sí, sobre todo, de lecturas. No hablo
de formación. Se puede ser filólogo titulado y no haber leído a poetas
anteriores al siglo XX, y puede que me vaya demasiado atrás. Por eso hay
tanta ocurrencia por ahí suelta. No pocos descubren a diario
mediterráneos ya muy descubiertos. A partir de Simic o de Ashbery, pongo
por caso, que además tienen el pedigrí de extranjeros. O de estrictos
contemporáneos que además son amiguetes.
El
incisivo Juan Bonilla, por ejemplo, ha puesto hace poco en solfa a un
grupo de “jóvenes bardos españoles” que, según él, “entre la cursilería y
la sentimentalidad”, han saltado de las redes sociales a las listas de
los más vendidos. No he leído a ninguno, por supuesto, pero ahí están.
Lo
que está claro, al menos para uno, es que la poesía y la prosa son dos
cosas distintas y que una y otra pueden complementarse pero nunca
intercambiarse. Por narrativa que resulte la poesía y por lírica que sea
la prosa. Los códigos son distintos. Cada texto exige su forma, eso es
todo. Y el carácter de cada escritor elige la manera también. Algunos
son capaces de expresarse, y bien, en distintos géneros, dependiendo del
momento. No es lo habitual. Eso si cabe todavía seguir hablando en esos
términos: los géneros se mezclan, se diluyen. Se dice que, de hecho, ya
han muerto.
También
es cierto que la prosa (en especial la novela) se lee mucho más que la
poesía, pero no está mal que así sea. Ya lo dijo Juan Ramón. Uno está
cómodo con los lectores (Brines dixit) y con la inmensa minoría.
Para el público y las masas hay otras opciones, bardos al margen. Al
lector de poesía (y al que la escribe) siempre le ha venido bien la
repetida frase de Nietzsche: “Nosotros, los solitarios”.