Esta extensa entrevista, realizada por Beatriz García Ríos, se ha publicado en el número 786 de la veterana revista Cuadernos Hispanoamericanos.
1-¿Hay un momento en el que usted percibió que quería ser poeta, o dicho de otro modo: que necesitaba una expresión que no era la de la prosa? Si es así, ¿podría contarnos cómo fue?
1-¿Hay un momento en el que usted percibió que quería ser poeta, o dicho de otro modo: que necesitaba una expresión que no era la de la prosa? Si es así, ¿podría contarnos cómo fue?
Sí, más bien lo segundo, que lo necesitaba. Eso
de “querer ser poeta” me parece peligroso. Suele dar en nada. O en poetastro,
con perdón. Forzar esa situación, digo. Ya se sabe que en poesía no suele haber
términos medios. El título de poeta siempre te lo dan los otros: los lectores,
los críticos, los compañeros de viaje, los estudiosos… “Soy poeta” es algo que
no creo haber dicho nunca. Por lo demás, cabe recordar los versos de Caeiro:
“Ser poeta no es una ambición mía. / Es mi manera de estar solo”.
En un
momento dado, al final de mi desdichada adolescencia, como la de casi todos,
encontré en la poesía, más que nada como lector, un modo perfecto de expresar
sentimientos y pensamientos. Y una forma de consuelo. Mi primer contacto
directo con ella había sido sencillo: memorizando, primero, y recitando,
después, un poema de Gabriel y Galán (el paradigma de poeta extremeño, y en castúo,
que sin embargo nació en Castilla, para que luego digan los nacionalistas). Se
titulaba “Lo inagotable”, una suerte de definición anticipada de la poesía, y
lo hice por obligación, como tarea escolar. Estaba en 2º de Bachillerato, pero
del plan anterior a la EGB. Tendría 11 años. De alguna manera quedó en mí un
poso, por remoto que fuera, de eso que llamamos poesía. Un fervor, que diría
Zagajewski. En COU, el curso preuniversitario, el año de la muerte de Franco,
tuve la suerte de caer en manos de Gerardo Rovira, un malogrado profesor joven
de Literatura (murió electrocutado al año siguiente) que consiguió que me
convirtiera, y ya para siempre, en lector; una de las mejores cosas que a uno
le han pasado en la vida. Y a base de comentarios de texto (un perverso método
didáctico que, aplicado al pie de la letra, tantos lectores de poesía ha
malogrado) y lecturas obligatorias de clásicos antiguos y modernos (por suerte,
eso ocurrió antes de que inventaran la Literatura Juvenil). Fue cuando entré de
verdad en la poesía, al leer a poetas extraordinarios como Antonio Machado y
Luis Cernuda, los más grandes, para mí, de la poesía española contemporánea.
Unos
años más tarde di el salto a la escritura de versos; tan confusos y perdidos
como uno mismo, sí, pero que me ayudaban a salir del estado depresivo y
melancólico en que estaba sumido en aquel remoto entonces, justo al abandonar
mi casa, mi familia y a mi novia para ir a estudiar fuera, por cerca que
estuviera Cáceres de Plasencia. No, no era una cuestión de kilómetros.
De lo
que sí tengo nítida conciencia es del momento, posterior, en que creí que lo
que había escrito era un poema. El primero, para uno, digno de tal nombre. Está
publicado en La generación de los ochenta,
la antología de García Martín, y en Un
centro fugitivo, la que editó Jordi Doce para La Isla de Siltolá en 2012.
Me acuerdo de cómo, cuándo y dónde lo escribí, en qué concretas circunstancias.
Es un poema muy breve sin título cuyo último verso no ha dejado de ser un lema
para mí: “hagamos de este lugar un territorio”. Es el que abre mi primer libro,
titulado, no por casualidad, Territorio;
un título que bien podría servir para toda mi poesía reunida. De eso hace ahora
treinta años. El jurado que lo premió estaba presidido por el catedrático Juan
Manuel Rozas, que tanto bien hizo, desde la recién creada Universidad y a pie
de calle, por la normalización
literaria de la atrasada Extremadura y, en concreto, por la poesía. Como el
desaparecido Ricardo Senabre. Me refiero a la promoción de poetas extremeños a
la que vinculamos a Campos Pámpano, Ada Salas, Basilio Sánchez, etc.
En
cuanto a la prosa, de cuyo uso inevitable ya advirtiera Auden, y a pesar de
haber publicado dos novela, o así, y un par de libros de artículos, además de
ser asiduo colaborador en periódicos y revistas, y de editar desde hace una
década un blog, por una cuestión, me temo, de carácter (César Simón, en la
estela cernudiana, afirmó que "la poesía es, antes que nada, una cuestión
de carácter"), no tengo un espíritu narrativo, por decirlo de algún modo.
Me cuesta rellenar una página con lo que puedo expresar en unas pocas líneas. Y
cortas, para colmo. La digresión no es lo mío. Ni inventar situaciones ni
personajes. La ficción, en suma. Prefiero, entre otras muchas cosas, la
exactitud y la brevedad de la poesía, sin duda. Su condición austera. Pobre
incluso. Siempre he tenido muy presente lo del don de síntesis. Y la intensidad, que lleva aparejada ese
concepto.
A esto habría que añadir que la narrativa exige una
dedicación incompatible, según creo, con el trabajo de maestro de escuela. Al
menos para uno. Conozco, eso sí, novelistas que han conseguido conciliar el
trabajo de profesor con el de escritor; mi amigo Gonzalo Hidalgo Bayal, sin ir
más lejos, y con resultados excelentes. Sí, en mi caso será una excusa.
2-En algún lugar usted ha declarado que, aunque tenía
otras lecturas, los poetas novísimos son los que le marcan más en su escritura
inicial. ¿Podría explicar cómo? ¿Tal vez porque había un interés en casi todos
ellos en otra poesía (Eliot, Pound, Paz,
etc.), más abierta e imaginativa que la que se estaba haciendo entonces en
España?
En
principio, supongo, por una mera cuestión de actualidad. Me imagino que
cualquier poeta en ciernes empieza
leyendo lo que tiene más a mano, esto es, sus contemporáneos. Los míos, antes
de que surgiera la promoción en la que se me encuadra, la que Prieto de Paula
denominó “de la Democracia”, mis padres poéticos,
podemos decir, fueron los novísimos,
un término que agrupa no sólo a los famosos nueve vates reunidos por Castellet
en su mítica antología. Es más, mis novísimos
de cabecera, como en el caso de Antonio Colinas o Eloy Sánchez Rosillo, no
figuraban ni siquiera allí. Por suerte, he sido un lector ecléctico, lo que no
significa sin criterio, y leí desde el principio con la debida pasión a esos y
a todos los poetas que caían en mis manos. Precisamente, si algo bueno tenían
los venecianos, por usar otro de sus
rótulos, era que, a través de los epígrafes de sus poemas y en sus entrevistas,
ensayos y artículos, te facilitaban una lista de poetas impresionante, como
bien sugiere en su pregunta. De Perse a Hölderlin. De Cavafis a Pessoa. De
Stevens a Borges. Defensor a ultranza de la traducción, bastaba con ir hasta
ellos. Algunos eran, de hecho, traductores. Siles, Álvarez, Sarrión, Talens...
Por otro lado, nunca descuidé, por mi falta de formación filológica, la lectura
de los clásicos, de todas las tradiciones que tenía a mi alcance. De la china
(para eso estaba, en principio, Marcela de Juan) a los poetas griegos y latinos
(adquiría los ejemplares azules de Gredos a plazos) pasando por los primitivos (cuyas versiones ofrecía
Ernesto Cardenal) y, cómo no, por los españoles del Siglo de Oro, Garcilaso y
Quevedo ante todo. En esos años de formación hubo colecciones beneméritas: la
de bolsillo de Alianza, donde uno leyó por vez primera a Claudio Rodríguez o a
Gil de Biedma. Hay que tener en cuenta que los del Cincuenta, tan fundamentales
para los poetas de mi promoción (y para mí, como en el caso de Brines), tenían
en aquella época, finales de los setenta y primeros ochenta, sus primeros
libros agotados. O la amarilla de Júcar (“Los poetas”), por no mencionar la
negra (y la blanca) de Cátedra. Sin olvidar, cómo no, a Hiperión, Visor,
Renacimiento y Pre-Textos, que están en el origen de mi educación poética y
donde publicaban sus libros esos contemporáneos.
Que los novísimos ampliaron el panorama es algo
incontestable. La dictadura franquista no pudo impedir que se abrieran algunas
ventanas. Pronto, eso sí, me agotaron, como a tantos, sus excesos culturalistas
y otras retóricas que, como suele ocurrir con todas las tendencias, hicieron
ilegibles sus propuestas. El exceso de epígonos e imitadores colapsó al final
el movimiento. Es verdad que ya entonces algunos coetáneos, como los citados,
habían iniciado otras andaduras que coincidían a veces con las de sus
antecesores, los del Grupo del 50. Lo señaló con acierto la antología Las
voces y los ecos, de García Martín, un crítico clave a la hora de
comprender el posterior fenómeno dominante, el de la “poesía de la experiencia”
(o figurativa, según él), que enlaza con la manera de decir de muchos de los
poetas que integran el florilegio que acabo de mencionar. El mismo crítico, por
cierto, que dio a conocer a través de otra antología, La Generación de los 80, el grupo al que uno al parecer
pertenece.
Siguientes entregas: 2, 3, 4 y 5.
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