¿Por qué persiste uno en la lectura de los diarios de Andrés Trapiello diecinueve tomos después, diez mil palabras mediante, a lo largo de veintiséis largos años? La respuesta me la ha proporcionado Manuel Borrás. uno de los pretextos, colaborador necesario de esta aventura editorial y literaria con tintes, a qué negarlo, épicos: son "adictivos". Sí, eso va a ser, porque si no... Juan Bonilla, en la revista Anáfora ("Auge de un género: los diarios. Literatura del yo") se ha referido al Spp como "el más colosal de la literatura en español", "una obra grande y magistral". Uno, por su parte, ha vuelto a encontrar en este nuevo volumen, Seré duda, setecientas quince apretadas páginas que he leído más despacio y concienzudamente que los anteriores, disfrutándolas con la intensidad adecuada, uno ha vuelto a encontrar aquí, decía, lo que siempre busco y, claro, encontré desde el principio: un lenguaje (esto es literatura), una forma de decir, y, por añadidura, un tono, porque "la mitad de un camino en un escrito lo tiene uno hecho con el tono adecuado". Y el de Trapiello en esta "novela en marcha" es inconfundible. Pero, con ser bastante (y a mí me sobra), busco más. El sentido del humor que le caracteriza, por ejemplo, agudizado en estas páginas dedicadas al año 2005; "un año extraño", dice. Antes de entrar en materia, T. coloca al frente seis prólogos: el sentimental, el anormal, el confesional, el profesional, el accidental y el final. Y concluye: "Si por mí fuera, haría libros sólo de prólogos". A lo que uno añade: y bien estaría que reuniera los delantales de todas las entregas porque, como Borges, sería bonito leerlos todos seguidos, además de que darían en algo singular y a todas luces apetecible. Del mismo modo, podría hacer lo que hizo con JRJ y entresacar los aforismos que pueblan estas hojas para editar otra obra modélica.
En los cuadernos de 2005, ante todo un deseo, si que quiere paradójico: "no hacer literatura". Es la primera frase de Seré duda. Y una respuesta a esa paradoja, de la mano de Azúa: "la ficción en literatura no debiera aspirar a ser real, sino a la verdad (verosímil lo llamaba Aristóteles)".
¿Qué pasó ese año? Para él, fue el de la muerte de amigos muy queridos. De Ramón Gaya. Nunca ha faltado en estos diarios, pero en éste tomo cobra un protagonismo radical. Fue un ejemplo. Un maestro, en el mejor sentido. Genuino representante de la "tercera España", la que sigue perdiendo todas las guerras. De Fernando Pérez, que tanto le quiso, con quien había coincidido, como relata, en Badajoz, hacía poco, en aquel momento en la plaza de san Atón que nos proporcionó una suerte de testamento literario, digamos, de nuestro amigo: "Académicos de Argamasilla". "Era en verdad un hombre de una bondad inigualable, encarnación de un antiguo institucionista", dice de él, y: "Era de otra época, silencioso y reflexivo". De Haro Tecglen, con quien trabajó en la radio de "opinativo" y a quien desenmascara, y de Victoria de los Ángeles, tan admirada. Y ya que menciono Argamasilla, el 2005 fue un año cervantino, siquiera sea por la "vida de escritor ambulante" que llevó a resultas de la publicación de Al morir don Quijote, premio Lara (uno de los que ganó T. aquel año junto a los que obtuvo en China y en la capital de Francia). Viajes en tren (los que prefiere), en coche (con taxistas) y en avión (uno de ellos con su íntimo amigo JM. Bonet quien, a pesar de que se pasa el día volando, le teme también a los aviones) a multitud de lugares de la geografía española, que diría el otro, de Valencia a Santiago, de Almería a León ("donde hay más realidad de España") y de Sevilla a Barcelona, pasando por Albacete, Concentaina, Ferrol, Granada, Segovia, Alcoy, Burgos, Tenerife, Aranjuez, Moguer, Santander, Cádiz o Matalascañas... Sin olvidar Bucarest y París. Ni el norte de Marruecos y mi querido Tánger, al que dedica algunos párrafos memorables.
Cervantes, sí, es otro personaje imprescindible. Y luego vienen A. (es hilarante su encuentro en Chinchilla, camino de Hellín, tanto como el que tuvo con R.), VLl., PR., J. y JM., CS., IR., los rusos (con Brodsky al frente), los del CAS Internacional, Camus (que no sale bien parado), los críticos C. y E., G... Equis que yo transformo en siglas, pero que se desvelan fácilmente, aunque uno no se atreva a despejarlas, pues, como insiste T., eso no es lo que importa. Están también esos otros autores a los que estima y elogia, como Ferlosio ("el más insobornable de nuestros escritores"), A. Mª. Matute, Jacobo Cortines (que le aloja en su impresionante casa sevillana), Jiménez Lozano (con el casi va a Utrecht), Benítez Ariza (con quien pasea por La Caleta y el barrio de La Viña) o Rosillo (en Murcia o Valencia). A estos sí me apetece nombrarlos.
Y está El Rastro, que da para historias divertidas, como la del baúl del gitano. Y las bibliotecas ("Dice mucho de un hombre su biblioteca"). Y los bibliófilos (como los barceloneses, un capítulo que hará las delicias de Melero). Y el jardín de Lope. Y la sed de su padre en La Atalaya, en Onda, donde pasó, durante la guerra, momentos decisivos. Y el arte (siempre contra Tápies y López, abstractos y realistas: la visita al Musac es de traca).
Fue el año del rodaje del capítulo que le dedicaron en Esta es mi tierra. Y del estreno del documental de Gonzalo Ballester sobre Gaya en Venecia.
Y Las Viñas, claro, aunque en este tomo aparezca menos de lo que a uno le gustaría. Y allí, historias estupendas, como la de los mastines o la de los pozos. Y sus hijos: R. y G., que empieza a leer los diarios de su padre y le duele calificarle de "mezquino" con "la gente que no te trata bien". Y, por fin, está la enfermedad de M., un gran susto. Y, a ese propósito, están las palabras de amor que le dedica a lo largo del volumen, en los peores y en los mejores momentos ("El amor es una despedida continua"), otra de las marcas de esta casa que algunos habitamos desde hace años y a la que volvemos, ya se ve, en cuanto podemos, Como si fuéramos de familia. Uno de esos primos desconocidos que aparecen por la vivienda familiar de León, ya sin vistas, por Navidades.
No me han pasado desapercibidas las alusiones a "la dolorosa casta de los maestros de escuela" y su heroica defensa de la lectura de El Quijote.
Para quejarse de que "no me sucede nada", este "escritor en diferido", en su bien vivida "vida de ambulancia", da para mucho. No, "ningún parecido con la realidad es pura coincidencia", como afirma. Porque "la vida es frágil, pero es bonita mientras no se rompe", merece la pena visitar este lugar que no deja de ser un estado de ánimo. Melancólico y triste muchas veces. Lleno de felicidad otras. Nunca unas "poquiterías" dieron acaso para tanto. Me quedo con este párrafo: "Si un escritor no puede mirar limpiamente a los ojos de cuanto escribe, y los lectores no pueden mirarle a él del mismo modo, y tenerlo por un verdadero amigo, como ellos se dicen de sus obras, no vale la pena nada, y sería mejor ir pensando en hacer otras cosas".
En los cuadernos de 2005, ante todo un deseo, si que quiere paradójico: "no hacer literatura". Es la primera frase de Seré duda. Y una respuesta a esa paradoja, de la mano de Azúa: "la ficción en literatura no debiera aspirar a ser real, sino a la verdad (verosímil lo llamaba Aristóteles)".
¿Qué pasó ese año? Para él, fue el de la muerte de amigos muy queridos. De Ramón Gaya. Nunca ha faltado en estos diarios, pero en éste tomo cobra un protagonismo radical. Fue un ejemplo. Un maestro, en el mejor sentido. Genuino representante de la "tercera España", la que sigue perdiendo todas las guerras. De Fernando Pérez, que tanto le quiso, con quien había coincidido, como relata, en Badajoz, hacía poco, en aquel momento en la plaza de san Atón que nos proporcionó una suerte de testamento literario, digamos, de nuestro amigo: "Académicos de Argamasilla". "Era en verdad un hombre de una bondad inigualable, encarnación de un antiguo institucionista", dice de él, y: "Era de otra época, silencioso y reflexivo". De Haro Tecglen, con quien trabajó en la radio de "opinativo" y a quien desenmascara, y de Victoria de los Ángeles, tan admirada. Y ya que menciono Argamasilla, el 2005 fue un año cervantino, siquiera sea por la "vida de escritor ambulante" que llevó a resultas de la publicación de Al morir don Quijote, premio Lara (uno de los que ganó T. aquel año junto a los que obtuvo en China y en la capital de Francia). Viajes en tren (los que prefiere), en coche (con taxistas) y en avión (uno de ellos con su íntimo amigo JM. Bonet quien, a pesar de que se pasa el día volando, le teme también a los aviones) a multitud de lugares de la geografía española, que diría el otro, de Valencia a Santiago, de Almería a León ("donde hay más realidad de España") y de Sevilla a Barcelona, pasando por Albacete, Concentaina, Ferrol, Granada, Segovia, Alcoy, Burgos, Tenerife, Aranjuez, Moguer, Santander, Cádiz o Matalascañas... Sin olvidar Bucarest y París. Ni el norte de Marruecos y mi querido Tánger, al que dedica algunos párrafos memorables.
Cervantes, sí, es otro personaje imprescindible. Y luego vienen A. (es hilarante su encuentro en Chinchilla, camino de Hellín, tanto como el que tuvo con R.), VLl., PR., J. y JM., CS., IR., los rusos (con Brodsky al frente), los del CAS Internacional, Camus (que no sale bien parado), los críticos C. y E., G... Equis que yo transformo en siglas, pero que se desvelan fácilmente, aunque uno no se atreva a despejarlas, pues, como insiste T., eso no es lo que importa. Están también esos otros autores a los que estima y elogia, como Ferlosio ("el más insobornable de nuestros escritores"), A. Mª. Matute, Jacobo Cortines (que le aloja en su impresionante casa sevillana), Jiménez Lozano (con el casi va a Utrecht), Benítez Ariza (con quien pasea por La Caleta y el barrio de La Viña) o Rosillo (en Murcia o Valencia). A estos sí me apetece nombrarlos.
Y está El Rastro, que da para historias divertidas, como la del baúl del gitano. Y las bibliotecas ("Dice mucho de un hombre su biblioteca"). Y los bibliófilos (como los barceloneses, un capítulo que hará las delicias de Melero). Y el jardín de Lope. Y la sed de su padre en La Atalaya, en Onda, donde pasó, durante la guerra, momentos decisivos. Y el arte (siempre contra Tápies y López, abstractos y realistas: la visita al Musac es de traca).
Fue el año del rodaje del capítulo que le dedicaron en Esta es mi tierra. Y del estreno del documental de Gonzalo Ballester sobre Gaya en Venecia.
Y Las Viñas, claro, aunque en este tomo aparezca menos de lo que a uno le gustaría. Y allí, historias estupendas, como la de los mastines o la de los pozos. Y sus hijos: R. y G., que empieza a leer los diarios de su padre y le duele calificarle de "mezquino" con "la gente que no te trata bien". Y, por fin, está la enfermedad de M., un gran susto. Y, a ese propósito, están las palabras de amor que le dedica a lo largo del volumen, en los peores y en los mejores momentos ("El amor es una despedida continua"), otra de las marcas de esta casa que algunos habitamos desde hace años y a la que volvemos, ya se ve, en cuanto podemos, Como si fuéramos de familia. Uno de esos primos desconocidos que aparecen por la vivienda familiar de León, ya sin vistas, por Navidades.
No me han pasado desapercibidas las alusiones a "la dolorosa casta de los maestros de escuela" y su heroica defensa de la lectura de El Quijote.
Para quejarse de que "no me sucede nada", este "escritor en diferido", en su bien vivida "vida de ambulancia", da para mucho. No, "ningún parecido con la realidad es pura coincidencia", como afirma. Porque "la vida es frágil, pero es bonita mientras no se rompe", merece la pena visitar este lugar que no deja de ser un estado de ánimo. Melancólico y triste muchas veces. Lleno de felicidad otras. Nunca unas "poquiterías" dieron acaso para tanto. Me quedo con este párrafo: "Si un escritor no puede mirar limpiamente a los ojos de cuanto escribe, y los lectores no pueden mirarle a él del mismo modo, y tenerlo por un verdadero amigo, como ellos se dicen de sus obras, no vale la pena nada, y sería mejor ir pensando en hacer otras cosas".