Cirlot: ser y no ser de un poeta único,
de Antonio Rivero Taravillo, Premio de Biografías Antonio Domínguez
Ortiz 2016 de la Fundación José Manuel Lara, que publica el libro, es, en
efecto, la biografía de uno de los poetas fundamentales del siglo XX español,
Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973),
cuando se conmemora el primer centenario de su nacimiento.
En noviembre de 2005, daba
uno cuenta aquí de su alegría: la editorial Siruela
empezaba a publicar la poesía completa de este poeta secreto, entonces y ahora. Gracias al bibliófilo José Manuel Fuentes, hace años que tengo a mano Poesía de J. E. Cirlot, la edición que Leopoldo Azancot preparó para Editora Nacional en 1974, dirigida en
aquel entonces por el periodista Juan Pedro Quiñonero. Junto a la antología que ordenó Clara Janés para la benemérita colección Letras Hispánicas de Cátedra: Obra
poética (1981), han sido para los lectores de
mi generación el camino de acceso a su poesía.
Después, ya digo, fueron llegando otros libros. Y no sólo. Cómo olvidar la
extraordinaria exposición Mundo de Juan-Eduardo Cirlot, que
comisarió otro poeta, Juan Manuel Bonet, en el IVAM de Valencia, cuyo catálogo
atesoro.
Sí, uno se ha definido alguna vez
como cirlotiano, siquiera sea porque ha leído la poesía del barcelonés con
tesón y fervor a lo largo del tiempo. Y porque lo considera un maestro. De ahí
que esperara esta biografía como agua de mayo. Más si, como hace al caso, ha
sido escrita por alguien que conoce bien no sólo su poesía (cómo abordar si no
la vida de un poeta que, como sentenció Octavio Paz, sólo está en sus versos),
sino también las tradiciones en la que aquella se inscribe; la céltica, por
ejemplo. Alguien, cabe añadir, que ya demostró su solvencia en el género con la
modélica biografía de Luis Cernuda.
Si somos lo que escribimos, o
viceversa, si el estilo es el hombre, a nadie le puede extrañar que alguien tan
raro como Cirlot haya dado a luz una poesía tan rara como la suya. Uso el
término en su sentido más literario y, espero, que en el más profundo. Raro
porque él y su obra, al menos la de creación, no tienen parangón ni con el
común de la gente ("Yo soy un ser humano a pesar mío") ni con otras
maneras de decir, y menos en el ámbito del español ("mi poesía está al
margen de la hispana"). Sin embargo, y de eso se encarga antes que nada
Rivero Taravillo, su poesía se nutre de fuentes tan concretas como diversas,
perfectamente rastreables. Eso sí, el resultado, su voz, su tono, es único,
como su personalidad. "¿Dónde colocar a Cirlot?", se pregunta el
biógrafo. Sin duda, fuera del mapa, extramuros, en el exilio. De ahí, acaso, su
importancia. “El mundo en el que vivo no es el mío”, sentenció. "Yo limito
conmigo mismo y nada más", dijo, y era verdad. O: "Yo soy mucho más
que yo. Mejor dicho, soy «otra cosa»". Y: "El artista debe ser
inventor o perecer". "Sólo lo inédito vale. Es la ley del arte del
siglo XX, incluida la poesía". Por eso es "un poeta de hoy, cuya
eternidad es de ayer y de mañana", según Ruano, si bien, como expresó él
mismo, asumido su "ostracismo" (le escribió a Gimferrer) eso
supusiera que su obra poética estuviera "sepultada en la sombra por los
que dirigen la vida literaria del país". Un país que "me oculta y me
niega".
Imposible resumir aquí esta
biografía que es, al mismo tiempo, un ensayo de crítica literaria. En Cirlot,
como en tantos, vida y obra son una y la misma cosa. Era uno y múltiple,
diremos para empezar. Dual y contradictorio. Su personalidad es una
confederación de almas asentada en las polaridadades: "Yo soy mucho más
que yo. Mejor dicho, soy otro".
Era un hombre alto y elegante, con unos ojos bonitos. Ni fumaba ni bebía. Triste, negativo y pesimista: "Dios no me concedió esa terrible cualidad del hombre «simpático»". Que sufrió distintas crisis nerviosas a lo largo de su vida. Coqueteó con el suicidio y dijo que "la vida es más espantosa que la muerte". La muerte, para él, una pasión: "Hay mucha muerte dentro de mí". Obsesivo y neurótico. Nihilista. Su angustia era metafísica, como sus versos. Siempre con prisa. De habla torrencial, caminaba a zancadas. Un gran, vertiginoso trabajador. Autoexigente. En lo laboral (Argos, Gustavo Gili) y en lo literario y ensayístico, así como en la traducción y la crítica de arte (fue un crítico de ámbito internacional). Solitario, pero siempre con otros: los de Dau al Set o El Paso, aunque renunciara a pertenecer al cogollito del grupo surrealista parisino con Breton al frente y le rechazara los postistas y la barcelonesa gauche divine (ni en Boccaccio ni de manifestaciones). Un hombre familiar, con Gloria, su esposa, y Victoria y Lourdes, sus hijas (tan importantes a la hora de reivindicar la figura de su padre). Conservador en lo personal (cita a Blake, uno de su estirpe: "El progreso es el castigo de Dios") y uno de los más innovadores en lo que a la poesía y al arte se refiere (defensor a ultranza del informalismo y de la pintura abstracta). Siempre en lucha entre la ortodoxia y la heterodoxia. Simpatizante del nazismo (un asunto que se explica bien en la obra, nada fácil de digerir) pero aún más de lo hebreo ("un feroz mediterráneo, complicado de judío"). Amigo de los diccionarios (Giralt Miracle le definió como "jardinero de abecedarios"), para leerlos y escribirlos; no en vano su obra más conocida es el Diccionario de símbolos. Cinéfilo. De ahí salió su ciclo más importante: el de Bronwyn, a partir de El señor de la guerra y su protagonista, Rosemary Forsyth. Amigo de Jean Aristeguieta, Carlos Edmundo de Ory (ante todo), Tàpies, Perucho, Canogar, Antonio Saura... Habitaba en un mundo que no era el suyo. Ah, su "extrañeza de vivir en un mundo ajeno". Cirlot, el coleccionista de espadas. Un ser "conflictual" e "imposibilista". Un visionario.
Era un hombre alto y elegante, con unos ojos bonitos. Ni fumaba ni bebía. Triste, negativo y pesimista: "Dios no me concedió esa terrible cualidad del hombre «simpático»". Que sufrió distintas crisis nerviosas a lo largo de su vida. Coqueteó con el suicidio y dijo que "la vida es más espantosa que la muerte". La muerte, para él, una pasión: "Hay mucha muerte dentro de mí". Obsesivo y neurótico. Nihilista. Su angustia era metafísica, como sus versos. Siempre con prisa. De habla torrencial, caminaba a zancadas. Un gran, vertiginoso trabajador. Autoexigente. En lo laboral (Argos, Gustavo Gili) y en lo literario y ensayístico, así como en la traducción y la crítica de arte (fue un crítico de ámbito internacional). Solitario, pero siempre con otros: los de Dau al Set o El Paso, aunque renunciara a pertenecer al cogollito del grupo surrealista parisino con Breton al frente y le rechazara los postistas y la barcelonesa gauche divine (ni en Boccaccio ni de manifestaciones). Un hombre familiar, con Gloria, su esposa, y Victoria y Lourdes, sus hijas (tan importantes a la hora de reivindicar la figura de su padre). Conservador en lo personal (cita a Blake, uno de su estirpe: "El progreso es el castigo de Dios") y uno de los más innovadores en lo que a la poesía y al arte se refiere (defensor a ultranza del informalismo y de la pintura abstracta). Siempre en lucha entre la ortodoxia y la heterodoxia. Simpatizante del nazismo (un asunto que se explica bien en la obra, nada fácil de digerir) pero aún más de lo hebreo ("un feroz mediterráneo, complicado de judío"). Amigo de los diccionarios (Giralt Miracle le definió como "jardinero de abecedarios"), para leerlos y escribirlos; no en vano su obra más conocida es el Diccionario de símbolos. Cinéfilo. De ahí salió su ciclo más importante: el de Bronwyn, a partir de El señor de la guerra y su protagonista, Rosemary Forsyth. Amigo de Jean Aristeguieta, Carlos Edmundo de Ory (ante todo), Tàpies, Perucho, Canogar, Antonio Saura... Habitaba en un mundo que no era el suyo. Ah, su "extrañeza de vivir en un mundo ajeno". Cirlot, el coleccionista de espadas. Un ser "conflictual" e "imposibilista". Un visionario.
Hijo de militar, soldado en los
dos bandos durante la Guerra Civil, hizo la mili en Zaragoza y nunca dejó de
interesarse por lo bélico: “Más que Horacio hubiera querido ser un jefe de
legión romano”.
Su escritura refleja no sólo
quién era sino, además, sus intereses, obsesiones y complejos: "nihilismo,
padecimiento ante el «mito» femenino, germanismo, arqueologismo, cierta
tendencia neonazi contrarrestada por mi pasión por Israel y por la
Cábala", celtismo, angeología, medievo, esoterismo, gnoseología,
psicoanálisis, los cátaros (y Carcasona)... Lo onírico tampoco puede faltar en
el recuento.
Su poesía fue saliendo a golpe de
cuadernos autoeditados con tiradas muy reducidas (de 50 ejemplares las últimas
entregas). Una obra "presentada al instante" que sólo con la llegada
del citado volumen de su poesía publicado en 1974 por la Editora Nacional
se puede decir que empieza a existir. Luego vino lo demás: la antología de
Cátedra y, sobre todo, los volúmenes de Siruela, quien más ha hecho por su
obra. Faltó que la joven editorial Visor se decidiera a publicarla, como
pretendió en su momento. Otro hubiera sido, ay, el escenario.
Es una poesía que se comprende
como forma de conocimiento y que aúna lo experimental y lo clásico, la
permutatoria y la combinatoria junto a la aliteración, las homofonías y los
sonetos. Ajena a la de su momento: ni arraigada ni social. Cirlot creía, con
Mallarmé, que la poesía se hace con palabras, pero también con sílabas y
fonemas. Y con técnica. Era su “droga”, si bien confesó conocer y utilizar
cuatro: “el sufrimiento, la música, el trabajo poético y la lectura de
determinados libros”. Sí, ya que se menciona, renunció a la música por ella,
aunque compuso algunas obras. Se tenía que obligar a no escribir. Destruyó
mucho. Diarios, pongo por caso, por culpa de un rechazo de Barral, e incluso un tanteo de
autobiografía. Acerca de los primeros escribió: “Un verdadero diario es un
instrumento de tortura –para sí y para los suyos- y un falso diario es el peor
y más innoble género literario”.
Rivero Taravillo dice, con humildad,
que ésta no es la biografía definitiva. Reconoce lagunas. Con todo, es la
primera y fija con solvencia su vida y su obra, ambas inseparables. En un
momento dado escribe: "Se aprende más sobre los poetas leyendo los poemas
admirados por ellos que fatigando muchos manuales de crítica". Es el
procedimiento que él ha empleado. El mejor: leer los poemas de Cirlot para dar
con el hombre que está a su sombra. Lo ha conseguido.