Siempre que voy a hablar de un presunto desconocido, consulto antes el buscador del blog. Por si lo he mencionado ya, a pesar de que no me lo parezca. La memoria es frágil, ay, más a estas edades. Hice lo propio con Constantino Molina. Me sonaba mucho. Fue después de leer el libro que voy a comentar y antes de ponerme a esta tarea. Di con él. Claro, lo cité porque figura en la antología de poesía joven que prologué hace poco: Nacer en otro tiempo, y a propósito de un verso suyo incluido en la antología Tenían veinte años y estaban locos. Decía: «Ustedes que no han leído nunca a Claudio Rodríguez / me van a comer la polla». "Dan ganas de salir corriendo", añadí. No era para menos. Ahora, tras la lectura de Silbando un eco extraño, me cuesta trabajo reconocer al autor de aquellas palabras y de poemas como el que figuraba en esa antología que critiqué a costa de que la poeta de moda, no sin antes recriminarme la opinión, me retirara el saludo tal vez para siempre. Entonces, Constantino Molina (Pozo-Lorente, Albacete, 1985) aún no había publicado su primer libro, Las ramas del azar, Adonais en 2014. Ahora, se nos informa de que ese libro acaba de ganar el Premio Miguel Hernández, esto es, el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Poesía Joven.
Leído sin prejuicios (ya dije que todo lo que cuento viene más tarde), el libro me ha parecido espléndido. La cabra de la cubierta, de Fernando Ferrara, fue el primer estímulo, además de que lo avalara Hiperión y tuviera por añadidura un premio que tuvo en su jurado al editor, Jesús Munárriz, a Amalia Bautista y a Carlos Marzal. Que Molina fuera de provincias y, en concreto, de Albacete, donde se ha consolidado un grupo de poetas importante (que cuenta ya con su correspondiente florilegio), fue otro acicate. No me equivocaba. Es lo que tiene la madurez, poco importa cuándo se alcance. Así, en "El círculo perfecto" (que me lleva a Vinyoli), leemos: "Ahora ya no buscas la manera / de cerrar ese círculo perfecto. / Ahora sólo aprendes de las cosas / la manera de verte calmo y lúcido, / seguro pero injusto, / incierto pero vivo". "Soliloquio en mí mayor" comienza: "He llegado a un lugar / en el que sólo puedo ya decirme/ de una sola manera". Y termina: "Ya tan sólo me asombro, / escucho y miro. Canto y lo celebro". En "Alfiler", por fin", escribe: "Muchas veces me sobran los adornos / y con saberme vivo / ya tengo suficiente". Creo que estas pinceladas apuntan siquiera por dónde van los tiros. Nada que ver, sí, con viejos alardes vanguardistas ni rancias peroratas provocadoras. La vida y sus consecuencias ("Tú le hablabas al cielo. / Yo tenía los pies en la tierra." reza "Lost in translation"), esto es, un puñado de poemas que hablan de un individuo que vive, observa y se asombra. Dan fe de ello piezas tan logradas como "Piedra negra", "Flores de plástico", "La ducha", "Marathon blues", "Canción atávica", "La caja de zapatos" (paradigma de esta forma de decir, una suerte de poética), "Cuatro poetas", "El olor de la victoria", "La cabra" (tan sustancioso como el dibujo de la portada, un himno vital: "Aunque penséis que no / yo siempre tiro al monte, / lugar que no desgasta las palabras, / y me pierdo en la voz que siempre dice / aquello que se esconde tras el verbo.") o el que cierra el volumen, que da título al libro, que concluye: "Hacia un lugar sin nombre me dirijo, / y camino, desnudo, como el aire, / silbando un eco extraño." Para mí (lo digo como elogio), ese eco no es sino el de la poesía de siempre. Por eso copio "El luthier", que recalca, según creo, cuanto acabo de decir.
Ya afilados la gubia y el formón
elige una madera envejecida.
Con el lento contacto de sus manos
comprueba su secado y su tersura.
Palpa la veta y huele sus aromas.
Respira la madera que se mantiene viva
a pesar de los años sin su bosque.
Al mismo tiempo, en Bosnia,
la semilla de un arce cae al suelo
lentamente, girando en espiral,
al compás de una pieza de Stravinsky.
Leído sin prejuicios (ya dije que todo lo que cuento viene más tarde), el libro me ha parecido espléndido. La cabra de la cubierta, de Fernando Ferrara, fue el primer estímulo, además de que lo avalara Hiperión y tuviera por añadidura un premio que tuvo en su jurado al editor, Jesús Munárriz, a Amalia Bautista y a Carlos Marzal. Que Molina fuera de provincias y, en concreto, de Albacete, donde se ha consolidado un grupo de poetas importante (que cuenta ya con su correspondiente florilegio), fue otro acicate. No me equivocaba. Es lo que tiene la madurez, poco importa cuándo se alcance. Así, en "El círculo perfecto" (que me lleva a Vinyoli), leemos: "Ahora ya no buscas la manera / de cerrar ese círculo perfecto. / Ahora sólo aprendes de las cosas / la manera de verte calmo y lúcido, / seguro pero injusto, / incierto pero vivo". "Soliloquio en mí mayor" comienza: "He llegado a un lugar / en el que sólo puedo ya decirme/ de una sola manera". Y termina: "Ya tan sólo me asombro, / escucho y miro. Canto y lo celebro". En "Alfiler", por fin", escribe: "Muchas veces me sobran los adornos / y con saberme vivo / ya tengo suficiente". Creo que estas pinceladas apuntan siquiera por dónde van los tiros. Nada que ver, sí, con viejos alardes vanguardistas ni rancias peroratas provocadoras. La vida y sus consecuencias ("Tú le hablabas al cielo. / Yo tenía los pies en la tierra." reza "Lost in translation"), esto es, un puñado de poemas que hablan de un individuo que vive, observa y se asombra. Dan fe de ello piezas tan logradas como "Piedra negra", "Flores de plástico", "La ducha", "Marathon blues", "Canción atávica", "La caja de zapatos" (paradigma de esta forma de decir, una suerte de poética), "Cuatro poetas", "El olor de la victoria", "La cabra" (tan sustancioso como el dibujo de la portada, un himno vital: "Aunque penséis que no / yo siempre tiro al monte, / lugar que no desgasta las palabras, / y me pierdo en la voz que siempre dice / aquello que se esconde tras el verbo.") o el que cierra el volumen, que da título al libro, que concluye: "Hacia un lugar sin nombre me dirijo, / y camino, desnudo, como el aire, / silbando un eco extraño." Para mí (lo digo como elogio), ese eco no es sino el de la poesía de siempre. Por eso copio "El luthier", que recalca, según creo, cuanto acabo de decir.
Ya afilados la gubia y el formón
elige una madera envejecida.
Con el lento contacto de sus manos
comprueba su secado y su tersura.
Palpa la veta y huele sus aromas.
Respira la madera que se mantiene viva
a pesar de los años sin su bosque.
Al mismo tiempo, en Bosnia,
la semilla de un arce cae al suelo
lentamente, girando en espiral,
al compás de una pieza de Stravinsky.