28.11.16

La poesía de González-Haba

Vayamos por partes. En mi reseña sobre Se pierde la señal, de Joan Margarit, había una postdata que rezaba: «Le queda a este lector una pequeña duda patriótica: quién será ese "Baudelaire / ressec d'Extremadura" (ese "seco Baudelaire de Extremadura") que aparece en el poema "J. A. G. H."». En otra entrada posterior se develaba el misterio. La titulé "El Baudelaire extremeño" y en ella me hacía eco de lo que me contó al respecto el propio Margarit, a quien uno había escrito para que me desvelara el misterio: "Se trata de mi amigo José Antonio González-Haba Guisado, de Trujillo", decía en su carta. En efecto, en la ciudad extremeña nació, en 1948.
Dos personas se pusieron en contacto conmigo a partir de ese momento. Un antiguo compañero suyo en el colegio de Villafranca de los Barros (donde estuvo Ferlosio) que me mandó una fotografía de la orla colegial (de 1955), y un vecino suyo de Madrid que le trató mientras estuvo casado con Marichita. Éste, que tenía 8 años entonces, me contaba que "era una persona divertida, un genio original, cercano y tremendamente cariñoso. Pasaba todo el tiempo que podía con él en su casa participando de tú a tú de todas las genialidades que se nos ocurrían. Los dos éramos personas muy creativas y fue la primera vez que me sentí de igual a igual con un adulto. Pintábamos, escribíamos poesía, forramos una pared de cajas de huevos para insonorizarla, hacíamos maquetas que llenaban la casa entera... Un sueño. Me acuerdo del día que nacieron sus gemelas, Sonia y Eva (a las que Toño y yo llamábamos "Evisonia", como si fueran una sola, dice luego), que lo acompañé al hospital y no hacía más que preguntarme si estaba bien peinado. Luego se separó y no volví a saber de él hasta que he leído tu preciosa entrada". 
Su viejo y fiel amigo Joan Margarit, que coincidió con él -de 1956 a 1961- en el Colegio Mayor San Jorge de Barcelona, ha conseguido que, ya muerto (falleció en 2009), con la ayuda de Eva, una de las hijas de G-H, de Javier Bozalongo, el editor, y de varias personas más a las que menciona en el capítulo de "Agradecimientos", ha conseguido, digo, que la obra de este hombre deje de ser por fin inédita y su poesía pase a formar parte de la literatura española del siglo XX. Gracias a  Puente de Hierro, el libro que publica Valparaíso, rescatado de una carpeta encontrada entre el caos de sus últimos días donde rezaba "papeles importantes". Amén del prólogo de Margarit, cuenta con un epílogo de otro cómplice necesario en esta aventura: Luis García Montero, quien alude a estos poemas como "el testimonio íntimo de un esfuerzo", de "una experiencia solitaria", de "un diálogo de soledades". El libro, afirma, "rescata la experiencia de alguien que buscó en la poesía la configuración de una identidad". Antes, al principio, Margarit, en un prólogo que es más que eso, porque la emoción aflora, nos explica que G-H "había programado una obra mucho más vasta, casi imposible, diría yo", ya con el título de este libro.
Si, como recuerda Trapiello, toda vida da para una novela, la del Einstein, como le llamaban sus compañeros de estudios, es sin duda apasionante. Nació en el seno de una familia trujillana católica, numerosa y acomodada. No terminó Derecho. "No quiso un oficio" (de hecho vivió mucho tiempo de los amigos). Fue un outsider, un desplazado, y "no sólo literario". "Era inteligente y buena persona". Un tipo lúcido de "mente delicada" que no encontró la suya (la vida a que aspiraba o merecía, quiero decir), entre otras cosas porque aquella era la España franquista, una nación que menospreciaba (y menosprecia, ahí seguimos) la cultura. "Temía la complejidad de la vida", según Margarit.
Cuenta éste que tenían su cuartel general en el Café de la Ópera, donde descubrieron a Neruda, ese "gran mal poeta", al decir malévolo de Juan Ramón.
Su periplo empezó, ya se dijo, en Trujillo y pasó por Barcelona, Madrid y Paredes de Melo (Cuenca) donde, tras ser concejal de cultura, acabó viviendo en un edificio abandonado de la estación. Para Margarit, un Hölderlin "ya sin refugio. Ni material ni poético". La suya fue "una larga decadencia". Su matrimonio con Marichita Peña (1970) duró poco, pero le dio lo mejor que tuvo: sus hijas mellizas, Eva y Sonia, a quienes se dedica el libro, que nacieron ese mismo año.
¿Y los poemas? Es posible que el lector desavisado se fije demasiado en esa agitada vida de maldito y no atienda como es debido a los versos que la justifican. Y son, me temo, lo que más importa. Lo que, hijas mediante, queda de él. Su pequeña verdad.
En un momento dado leemos: "Provocadas o sufridas / nunca fueron mediocres mis desgracias". "Estáis solos. Atrozmente solos. / Peligrosamente solos. / Sobre el volcán de toda soledad". "No soy un poeta jubiloso. / No soy un poeta insomne. / No soy un poeta maldito. / Estoy sordo. / No soy un poeta". "Lector, cuánta grandeza en lo que es / y cuánta amargura, cuánta, cuánta, / en lo que nunca fue". "Lector, tampoco yo soy yo". Y: "nada es más que un solo hombre". Son versos que he subrayado y que demuestran de qué poesía estamos hablando.
En otro sitio alude a su "pueblo", con ironía y distancia. Muchas veces se retrata en su cuarto escribiendo: "Esta tarde / estoy sentado a la mesa / de tu cuarto / y sé que soy un extraño". La casa es otro motivo recurrente: "Del mundo de las casas / hay siempre algo que huye".
Y más y más versos: "Por estos tiempos de arrastre / sentimos más que pensamos". "Las noches me aplastan, me derrotan".
Confiesa Margarit que nunca le escuchó hablar de sus padres "en términos de afecto o consideración", de ahí: "Como los potros / olvidad a vuestro padre / y olvidad a vuestra madre".
El poeta que fue se afirma en versos como: "A solas bajo un cielo / espléndido y remoto". O: "el salvaje silencio de mi selva". Los veinticuatro cantos de "El caballo", en fin, ese largo poema que mandaba una y otra vez a su amigo, dan fe de su intensa batalla con la poesía, aunque fuera desde la digna posición del derrotado.
"No es nada la tristeza. / No es nada la alegría", escribió, y cosas tan terribles y lúcidas como "donde yo estoy no está nadie" o "a mí mismo me reúno / y nada tengo que decirme".
Termina Margarit sus memorias de González-Haba -del que ha sido, digamos, su Max Brod- evocando al hombre con sus "eternas gafas oscuras" que él relaciona con el deslumbramiento. El que le produjo "la dureza del mundo y de la vida", pero también, ay, "la belleza".