8.10.17

Carta de Ibiza

Salí de clase, comimos algo en casa y antes de las tres ya estábamos camino de Barajas. Dos vuelos, dos destinos. Nuestro hijo Alberto se iba a Sofía, en Bulgaria; nosotros, a Ibiza. Una estancia larga y otra breve. La casualidad quiso que al día se uniera la hora: los dos aviones partieron a las siete y media. Aún con la congoja de la despedida, el vuelo a la isla fue tan corto como plácido. Al llegar, ya era noche cerrada. A las nueve estaba prevista la lectura en el Museo de Arte Contemporáneo (MACE) dentro del VI Ciclo de Lecturas Poéticas 2017. La pericia al volante de Pepita Escandell, que nos esperaba en el aeropuerto, nos permitió llegar con puntualidad a la cita. Si suelo leer deprisa, esa noche más. Demasiadas emociones. Mucha velocidad. A las atinadas palabras del coordinador del ciclo, el poeta y crítico de arte Enrique Juncosa, siguieron mis poemas y las consiguientes claves y acotaciones. Salvo el primero, "Mediterránea", escrito a partir de un comentario personal de Antonio Colinas, que residió durante años en Ibiza, en el que recalcaba el parecido paisajístico entre el norte de Cáceres, mi territorio, y el del interior de la isla, ambos "reinos de la huidiza lagartija", salvo el primero, decía, los poemas que leí pertenecen a mi nuevo libro, aún inédito: El cuarto del siroco. Lo ya publicado está en las librerías y en las bibliotecas (y hasta en internet), de ahí que prefiriera ofrecer una primicia a quienes tuvieron la amabilidad de ir a escucharme un viernes por la noche. Siempre lleva uno a mano la frase de Gamoneda, que nos contó la anécdota. Me refiero a la de saludar a los asistente a las lecturas, la inmensa minoría, con aquello de "distinguido público" y añadir: "y digo distinguido porque os distingo perfectamente a todos". Bromas aparte, tuve la suerte de verme rodeado de no pocas personas en aquella placentera "conversación en la penumbra" (Eliseo Diego dixit), el número habitual en cualquier parte cuando uno no es del exitoso grupo de los marwanes y las sastres. Al terminar mi lectura, por supuesto breve, Juncosa propició un sugerente diálogo que ninguno de los presentes se atrevió a interrumpir.
Al salir del bonito museo, nos acercamos a cenar. En la mesa redonda de Ca n'Alfredo, Elena Ruiz Sastre -directora del MACE-, Totona Sert -sobrina del arquitecto catalán Josep Lluís Sert y dueña de Sa Totona-, el citado Enrique Juncosa, el poeta ibicenco Ben Clark (que había leído el día anterior), Yolanda, y yo. En medio de una animada conversación (donde no faltó el espinoso asunto catalán), me comí una exquisita rotja (o cabracho), probé unos calamares estofados y, ya al final, apenas di unos bocados al surtido de tradicional repostería ibicenca. Pisamos la habitación del hotel ya de madrugada y el sueño sólo se vio interrumpido, a eso de las cuatro de la mañana, por una típica discusión de pareja en el cuarto de al lado. 
Ben, que participará el año que viene en Centrifugados, nos facilitó un coche para el sábado. No hay mejor plan para visitar una isla que tiene 41 kilómetros de norte a sur y 15 kilómetros de este a oeste, según la informada Wikipedia. Empezamos por Santa Eulària, que atravesamos sin más, y seguimos por Sant Carles de Peralta donde nos topamos, sin previo aviso (íbamos a la aventura), con el mercadillo hippy de Las Dalias. Lo peor, la cantidad de coches y personas que por allí pululaban. Fue un alivio seguir viaje y ver con calma la preciosa iglesia del pueblo. Más tarde nos dirigimos a Es Figueral, frente a la islote de Tagomago, donde nos dimos unos baños. En una tienda nos aprovisionamos de crema solar y toalla. Aguas limpias, plácidas y transparentes que en poco se parecen a las más bravas y saladas que encontramos cada verano en el atlántico y habitual Conil. Por suerte, apenas había gente. No quiero pensar cómo se pone ese coqueto lugar en verano. Después, nos fuimos a comer un arroz estupendo en Cala Boix. Todo a un paso. La tarde se nos fue en recorrer Sant Joan de Labritja, Portinatx (que me encantó, donde tomamos un café mirando al mar), Sant Miquel de Balansat (en fiestas, con una imponente iglesia en lo alto) y otros pueblos que fuimos encontrando por carreteras intrincadas y secundarias que en nada envidian a las de aquí en lo que respecta a las curvas. Lo mejor, el paisaje. Semejante, sí, en muchos aspectos al de la Extremadura del norte. Vimos viñas, zarzas, higueras, almendros y olivos. Algunos surgen entre rocas, como nuestras encinas. También algarrobos y sabinas. Y pinos, muchos pinos. Bosques de pinos que habrían hecho las delicias de Francis Ponge. Y casas emboscadas con piscinas y jardines donde uno se imagina un modesta representación del paraíso. Aunque nunca había estado en Ibiza, ese paisaje era para mí reconocible. Está en los poemas de mis poetas ibicencos preferidos: Marià Villangómez (vi una calle dedicada a él en Sant Miquel, donde más tiempo ejerció la docencia), Antoni Marí, Vicente Valero, Ben Clark... Y Colinas, claro. O W. Benjamin, que no fue poeta, pero que lo parecía. Terminamos la excursión en Sant Antoni de Portmany, que nos decepcionó un poco. Traíamos demasiada naturaleza idílica en la mirada. Ya en la capital (con un número de habitantes censados muy parecido al de Plasencia, por cierto, al que hay que sumar el de los turistas), salimos a dar un paseo por el puerto, que se veía desde nuestro balcón, y a cenar algo en una de las terrazas de la Plaza del Parque, muy animada. Ya nos explicaron lo de "los cierres", esto es, la clausura de la temporada de discotecas. En el Diario de Ibiza vi un suplemento especial dedicado al tema que me dio la verdadera dimensión de ese negocio del ocio. Dentro de poco la ciudad será otra. Y la isla.
El domingo, en el desayuno, la anécdota de 1-O, dizque referéndum. Una señora con una niña pequeña, al pasar delante de la mesa de al lado, le espetó con desprecio a un señor mayor, que había estado comentando en voz alta (imprudente) y con acento andaluz lo que veía en su tableta sobre los acontecimientos de Barcelona: "¡ignorante, ignorante!". Su tono era de insulto. Su cara, un mal poema. A nosotros, que no habíamos dicho ni pío, nos miró también con conmiseración. Es lo que tiene creerse de una casta superior.
Después, un poco desconcertados, de nuevo paseo por el centro (me gustan los lugares con murallas) y vagabundeo por el puerto para ver barcos y yates con dulces promesas de sitios lejanos y de vidas distintas. Y vuelta al aeropuerto, y a Madrid, y a casa. Qué poco dura lo bueno. En fin, algo es algo. Amigos de Ibiza, gracias. Y a la pobre poesía, verdadera culpable de la efímera escapada.