Robert Lowell
Traducción de Andrés Catalán (tomo I) y de A. Catalán y José de María Romero (tomo II). Vaso Roto. Madrid, 2017. 672 páginas y 1.104 páginas.
Traducción de Andrés Catalán (tomo I) y de A. Catalán y José de María Romero (tomo II). Vaso Roto. Madrid, 2017. 672 páginas y 1.104 páginas.
Mientras las listas españolas de libros más vendidos son
acaparadas por la lírica dizque “juvenil”, se suceden las apariciones de sólidas
obras monumentales, en tamaño y excelencia, como las poesías de Eliot, Bishop, Williams
o Frost. Andrés Catalán, traductor de este poeta, lo es también de los poemas
del yanqui Robert Traill
Spence Lowell IV (Boston,
1917- Nueva York,
1977), cuya
obra no había gozado hasta ahora de la recepción que merece, algo llamativo si tenemos en cuenta su importancia
en el panorama poético contemporáneo. Dos breves antologías (en Visor y Cátedra)
y un libro (en Losada) era todo su legado
en España cien años después de su nacimiento. Conviene
decir cuanto antes que la reparación de ese olvido llega de la mejor manera
posible, en fondo y forma. Dos gruesos y elegantes volúmenes bilingües reúnen
su poesía completa. El primero, los libros publicados entre 1946 y 1967 y el segundo
los de la década siguiente. Los tomos se abren con sendos prólogos y ambos
cuentan con un abundante capítulo de notas al final, algo, explica Catalán,
imprescindible si se quiere comprender cabalmente esta poesía culta y compleja.
Se basa en la edición de Frank Bidart (Collected
Poems, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2003), aunque para algunos
libros elige otras fuentes.
A
Lowell se le considera fundador de la “poesía confesional”, un “concepto polémico,
parcial y confuso” que reacciona contra el Modernism y el New Criticism; un movimiento
en el que, además de Lowell, se incluye a poetas tan influyentes como sus
alumnas Sylvia Plath y Anne Sexton. La “vida íntima” y el “devenir diario”
están en su centro de atención, expresados de una forma conversacional. De ahí
que sea tan importante la novelesca biografía de Lowell. Nunca fue más cierto lo
que dijo Paz: que la biografía de un poeta está en sus versos. Sin olvidar que
propició “una confusión entre lo público y lo privado”; entre lo “personal y
familiar” y “la historia americana”.
Este
hombre “excéntrico”, “inteligente y ambicioso” que escribió: “un poema es un
acontecimiento, no la descripción de un acontecimiento”, “cambió las reglas del
juego” al publicar en 1959 Estudios del
natural, el libro que le ha dado justa fama. Para entonces, “Cal” (mitad
salvaje Calibán shakesperiano, mitad loco emperador Calígula) ha vivido una
infancia digna de un hijo de madre dominante y padre fracasado (que están en el
origen de su grave conflicto emocional) en el seno de una patricia familia
bostoniana (lo relata a la perfección en “91 Revere Street”), ha sorteado una
adolescencia turbulenta, ha obtenido un título universitario (aunque no en
Harvard) y ha hecho escala en Iowa, se ha casado dos veces (con Jean Stafford y
Elizabeth Hardwick) y se ha divorciado una, ha sido diagnosticado de trastorno
bipolar (que le obligó a numerosos ingresos en sanatorios mentales a lo largo
de su vida), se ha convertido al catolicismo del que luego ha abjurado, ha sido
recluido en una cárcel por declararse objetor de conciencia durante la Segunda
Guerra Mundial, ha conocido a Bishop y Berryman, ha ganado con El castillo de Lord Weary (1946) el
Pulitzer y una beca Guggenheim, ha naufragado con Los molinos de Kavanaugh (1951)
y ha renegado para siempre de su secreta ópera prima: Tierra de desemejanza (1944). Con el poema “La hora de las mofetas”
todo cambia. Pertenece al citado Life
Studies. Se trata, dice, de “un problema técnico, como la mayoría de los
problemas en poesía”.
En
los sesenta se enfrenta de nuevo al poder del que forma parte como miembro de
honor del “panteón de la poesía norteamericana”. Contra la Guerra del Vietnam.
Publica Por los muertos de la Unión (1964), las primeras imitaciones,
esto es, versiones de poemas extranjeros, y Junto
al océano (1967), ejemplo de poesía política.
Lo
que ocurrió desde el año 1967, “punto álgido” (fue portada de Time), hasta 1977, el de su muerte de
novela en un taxi neoyorkino abrazado a un retrato de su segunda mujer, no es
menos llamativo. José María Valverde, en un lúcido artículo de El País, manifestó que era “en
este momento el más importante y el más típico de los poetas de Estados Unidos”. En el 72 se casa con Caroline
Blackwood. Aquélla (y su hija) inspira su libro Para Lizzie y Harriet y ésta (y su hijo) el polémico El delfín, un intenso poema de amor con
Lowell en estado puro. Los dos son del 73. Como Historia, parte de Cuaderno
(del que procede también Para Lizzie…),
un “largo poema”, comentó, una “genealogía” compuesta por una suerte de sonetos
donde aparecen innumerables personajes que conforman “una épica de su propia
conciencia”, según Axelrod, el mismo crítico que señaló la habitual mezcla de
memoria y ficción en sus versos.
En esos años, el litio mejora su salud, pero por poco
tiempo. Su última, extraordinaria obra, Día
a día, es de nuevo un autorretrato,
un capítulo más de la autobiografía en verso de alguien suyo lema fue “lay my
heart out”. “Ay, yo sólo sé contar mi propia historia”, escribió. Walcott dijo
que ofrece entre líneas “una confesión”. Luis J. Moreno, que lo tradujo, habló de
“obsesiva subjetividad”. Un ejercicio más de “catarsis” –un “dotar de orden al caos”– para
quien usó la poesía como terapia, a sabiendas de que ningún poema “puede curar
la melancolía o la artritis”.
“Tú no escribías, reescribías”, dijo de él Bidart. Desde
el principio, aunque fue un tenaz revisionista, se mantuvo fiel a la
aliteración, y el encabalgamiento. Afirmó: “el verso libre no existe”. Valverde
destacó su “rigor formal”. Fue un artesano que alcanzó la maestría.
El lector, lowelliano o no, reparará, por ejemplo, en la
fuerza de El castillo de Lord Weary, se dejará seducir por la cuarta
parte de Estudios del natural y apreciará
los matices psicológicos de El delfín.
No será lo único que le sorprenda de esta “incomparable y errante voz”, como recordó
Heaney, que el los traductores vierten al español con solvencia. Una
titánica empresa digna, sí, de elogio.
Nota: Esta extensa reseña se publicó en El Cultural el pasado viernes, 8 de diciembre. La nota de lectura va ilustrada con dos de los mejores poemas del autor estadounidense. Ah, se me olvidó incluir un nombre capital a la lista de monumentales obras poéticas completas que alegran nuestro panorama, la de Larkin.