Antonio Praena
Visor, Madrid, 2017. 86 páginas.
Praena (Purullena, Granada, 1973), dominico, profesor
de Teología en Valencia y de la romana Domuni Université, ha publicado Humo verde, Poemas para mi hermana (accésit del Adonais), Actos de amor y Yo he querido ser grúa muchas veces (premio Tiflos). Con Historia de un alma ganó
el Gil de Biedma.
Le puede sorprender al lector
que sea un fraile el autor de este libro, pero de inmediato comprenderá que
quien habla no es él, sino un
personaje creado ad hoc. Para dar testimonio
de los signos de estos tiempos. De las vidas de los otros. Con perspicaz ironía.
Praena confiesa que busca “no juzgar”, aunque estemos ante una obra
moral. Es un “fingidor”. De “libro sin poeta”, en fin, lo califica. No diría tanto.
Poeta hay, y acreditado, con solvencia, por momentos virtuoso (“lo hermoso arde
en su orden”), dueño de un lenguaje seductor y preciso que lo mismo bebe de la
Biblia y de los místicos que de modernos y contemporáneos.
El cínico descreído que conduce coches y motos de alta gama,
toma cocaína y alcohol, viste cara ropa de marca o practica el sexo
compulsivamente, no es, claro está, el hombre que, a su sombra, interpela a quien
lee sobre esa forma de vida. No es un maldito al uso. Su extracción social es
otra. Tras la nietzscheana provocación acecha la nada, el vacío nihilista de
Occidente (cuya historia “se funda en la tristeza”) que, paradójicamente, colma
la existencia de personajes como éste. Inventado desde el realismo. “Aquí no
queda espacio para tanto vacío”. “Y estar pleno de nada. / Y no saciarse
nunca”, dice.
Es el monstruo de los cuadros de Bacon, por bello que se
imagine (“Ser feo es una forma de conciencia”). El incapaz de definir el
sufrimiento. El egoísta que compara la historia de su alma con el porno blando.
Quien piensa que “toda felicidad aspira a lo palpable”: “No elijas las verdades
invisible”. El que afirma: “Vertical es vivir. Morir es vertical”. O: “Llevamos
cada uno en las arterias / la hora de la muerte”. En el poema “De una forma u
otra”, sobre la vida de los santos, leemos: “nadie elije el espanto de estar
vivo”.
“¿Cuánto mundos / se esconden en lo oscuro de este mundo”,
se pregunta Praena. De algunos da cuenta este libro sofisticado pero creíble
(“¿Existe el personaje que aquí escribe?”), letra a letra plagiado a la vida.
Vicente Verdú
Bartleby, Madrid, 2018. 70 páginas.
Al lector de poesía le habrá sorprendido esta incursión en
la lírica del periodista de El País Vicente
Verdú (Elche, 1942). Especializado en temas culturales (de la arquitectura al
arte), sociales (el matrimonio, los viajes, el tabaquismo) o deportivos (el
fútbol), columnista con una amplia bibliografía a sus espaldas, no es, sin
embargo, la primera vez que publica un libro de poemas. Ya ocurrió hace casi
treinta años, cuando vio la luz Poleo
menta. Y de nuevo la palabra “menta” se repite en el título. Según su
autor, “el
perfume que dejan los días felices”. Y no es precisamente la alegría el
asunto central de estos versos. Da uno por hecho que para según qué cosas la poesía
sigue resultando útil. Porque consuela, aunque admitirlo sea “desconsolador” –“una
práctica paliativa”–, pero también porque permite que los pensamientos
se anuden a los sentimientos, y viceversa, con una naturalidad y una hondura
tal vez vedadas a otros géneros. “La desinhibición en la escritura sólo es
posible en poesía”, ha dicho. El caso es que, como a tantos, a Verdú le
diagnosticaron un cáncer de pulmón: “los médicos dictaminan males / sobre
breves pozos de llanto”. Entonces, “el entusiasmo por vivir aumenta y el
miedo a morir se multiplica”. En esa peligrosa encrucijada está escrito
este intenso testimonio donde, a un tiempo, se da cuenta de lo vivido y se reflexiona
sobre el momento definitivo en el que alguien ha de enfrentarse a su verdadera
dignidad.
“Sólo
se ama de verdad lo que no existe”, reza el primer verso, de un poema sin
título que sirve de pórtico. El resto va jugando con las tres palabras clave:
muerte, amor y menta. “Porque, efectivamente, / el amor sólo sabe turbiamente
de sí / y no admite investigación alguna”. Más allá, diría, de la pérdida. Sí,
estamos ante una larga meditación que es también un tenso diálogo en torno a lo
fatal. Ante un lúcido paseo por el amor y la muerte, caras al cabo de la misma
existencia. Allí, el miedo, la soledad, el dolor, la culpa, Dios… Y la
felicidad de los recuerdos –la familia en Filadelfia–, de “la vida vivida sin
temor”.
El
lenguaje es sobrio pero plástico (Verdú es pintor), con atrevidas imágenes, sugerentes
metáforas y juegos de palabras que conviven con cierta tonalidad grave y metafísica.
Acaso porque “uno piensa mejor / cuando está solo ante la muerte”.