Aunque la narrativa no sea a buen seguro lo mío, me declaro rendido
admirador de El gatopardo, la famosa novela póstuma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.
Y de la novelesca vida del aristócrata siciliano. Por eso no podía perderme
este delicioso libro, ya desde la cubierta, que publica Acantilado y que se
titula Viaje por Europa. Correspondencia (1925-1930). La traducción es de Juan
Antonio Méndez, que también tradujo Recuerdo
de Lampedusa, de Francesco Orlando. La edición corre a cargo de Gioacchino Lanza Tomasi, hijo adoptivo y albacea intelectual del príncipe de
Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, y del crítico y filólogo Salvatore Silvano Nigro. La introducción del primero, casi una nouvelle, tiene la gracia de estar
escrita por alguien que estuvo allí, en Capo d'Orlando, la casa familiar de los
Piccolo di Calanovella o “Piccioliti”, los excéntricos primos de
Lampedusa, Lucio y Casimiro. El poeta
(descubierto por Eugenio Montale) y el pintor, respectivamente, socios de honor
del Circolo Bellini, y destinatarios del grueso de esta correspondencia
(veintinueve cartas) que el noble palermitano escribió desde hoteles de París y
Londres, sobre todo, a lo largo del segundo lustro de los felices años veinte
del siglo pasado. Él está en los treinta. Sin esos retratos de Lanza Tomasi
sería más difícil comprender como es debido las cartas que recibieron.
El análisis de Nigro, por su parte, “La novela de un turista”,
es más técnico que literario. De una pulcritud y un rigor destacables. Y qué
decir de las notas a cada una de las misivas. Un prodigio, sin duda, como la
exhaustiva cronología que cierran el volumen.
“Lampedusa -dice Lucio- era un humorista”, algo que el
lector comprende enseguida. Estas cartas se leen con una permanente sonrisa en
la boca. O con una carcajada, como la XVII. A Lucio, precisamente, lo trata de
pena, riéndose siempre que puede de su condición de poeta (“He sufrido los
poemas de Lucio”). Normal. Ya lo dijo Brines: “A debida distancia, cualquier
vida es de pena”. No digamos la de un poeta. Con Casimiro las cosas son
distintas, y mira que era un personaje extravagante.
Destaca Nigro “la honestidad de su inteligencia” que, aunque
mostraba entonces ciertas debilidades fascistas (menores, eso sí, que las de su
señora madre), era “un conservador (que quiere conciliar el progreso con el
orden) cubierto por una capa de resentimiento convencional antisemita,
monstruosamente -es decir, novelescamente- exagerada por el disfraz de la
literatura”. Y ya que lo menciono, en sus cartas, se apoda el “Monstruo” y, por
eso, están escritas en tercera persona. También es necesario subrayar el afán
literario que las mueve. Lampedusa era un animal literario, digamos, alguien
que lo había leído todo y esas lecturas formaban parte de su ser como, pongo
por caso, su sangre. Sí, “la literatura corre por sus venas”, según
Nigro.
Por esta íntima correspondencia pasa la política, las
ciudades de la “vieja Europa supercivilizada” (urbanita confeso, habla con
idéntico arrobo de Londres, “un delicioso infierno” -donde era embajador su
tío, el Marqués della Torretta-, París y Berlín, ”cruelmente metrópoli”, que de
Cambridge o Île-de-France, donde escribe: “la luz se expresa mejor donde menos
abunda”), la belleza y el lujo, la porcelana de Sèvres, la campiña inglesa o la
escocesa, el Circolo y el siroco (al que Lucio dedicó un memorable poema) y la
distante vida de Palermo (“es un error palermitano pensar que lo pintoresco y
la suciedad son inseparables”), los jardines, el “más que humano policemen londinense" o los albañiles berlineses, la pintura (de Degas o Sargent), la cocina suiza (en
la que rige “un ilustrado buen sentido”), el nuevo invento de la radio, los
cafés...
Se califica de “lejano, solitario, errante”. Se ríe de todo
y de todos (tras una visita al Senado de Roma escribe que “entre todos los
senadores apenas si se contarían más de mil pelos”), en especial de él mismo.
Recuerda a otro retirado, Leopardi, “mi insigne primo de Recanati”. Sus
respectivas familias compartían escudo. Anglófilo declarado, resalta Julian
Barnes, era un gran retratista, como se comprueba en El gatopardo.
Se suman a las cartas a sus primos hermanos otras
veintitrés, muy breves, a su amigo Massimo Erede (en una le anuncia “los
inmensos progresos de la homosexualidad”, y sigue: “A este ritmo, dentro de
cien años un hombre que tenga comercio carnal con una mujer será una pieza de
museo”), y tres de carácter familiar: a su madre, Beatrice, “Mi adorado Pony”;
a Alexandra Wolff Stomersee, Licy, su mujer, hijastra del tío embajador, con la
que se casa, a pesar de su “persistente celibato”, en una iglesia ortodoxa de
Riga en 1932; y a su tía Teresa, madre de Lucio y Casimiro.
“El monstruo ha escrito tal número de cartas que, en caso de
ser reunidas e impresas, formarían un conspicuo volumen en octavo”, leemos
proféticamente en la XII. Y sigue: “En ellas se ha mostrado ocurrente,
descriptivo, profundo y sabio; en ellas ha hecho brillar todas las facetas de
una inteligencia que no tiene muchos iguales en la Europa de nuestros días”. Y
es la pura verdad.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Edición de Gioacchino Lanza Tomasi y Salvatore Silvano Nigro
Traducción de Juan Antonio Méndez
Acantilado, Barcelona, 2017
Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 134 de la revista Clarín.
Lampedusa, G. Lanza Tomasi y Lucio Piccolo |