Hoy cumple años mi hija Leticia y hace diecinueve que murió mi padre. Sí, los dichosos contrastes de la vida. Para recordar a Ramón en este aniversario echo mano de un hermoso texto de Fernando Aramburu, de su libro Vetas profundas, que acaba de aparecer. Se publicó por primera vez el 5 de febrero de 2015 en el suplemento Territorios del diario El Correo. El extremeño Hoy lo dio cinco días más tarde.
Paseos con el padre
Necesitamos
palabras. Las necesitamos a todas horas, en cualesquiera circunstancia. También
durante el sueño o cuando estamos solos. Es cosa triste no tener nada que
decirse. Por lo general, las palabras están en nosotros, en nuestra competencia
lingüística, esperando a ser dichas, escritas, cantadas; pero no siempre es
así. A veces las necesitamos en momentos especiales y no acuden a la boca que
quisiera pronunciarlas, a la mano que se empeña en escribirlas. Momentos
particularmente emotivos, intensos, dolorosos, que no se dejan expresar
articulando el lenguaje de la manera acostumbrada.
Se nos ha
muerto, pongo por caso, un ser querido. Deseamos evocarlo, rendirle homenaje o
despedirlo con una nota necrológica, con unas pocas frases para una esquela
mortuoria, dignas de la estimación que le tuvimos o de sus méritos. En fin, es
nuestro propósito honrarlo sin caer en las trivialidades propias de quienes se
limitan a despachar un trámite o de los que por desgracia (o por formación
deficiente) no están dotados del debido talento.
Perspectiva del
poeta
En tales
ocasiones, no haremos mal en pedirle a la poesía que nos provea de palabras; se
entiende que de palabras hondas, consoladoras, bellas. Cierta clase de poetas
cumple con singular acierto dicho cometido. Son aquellos que conciben el poema
como un espacio para la meditación a partir de una mirada serena, a veces
conciliadora, a veces crítica, hacia las cosas comunes, los paisajes y las
gentes de cada día. Sus poemas adoptan a menudo la forma de un soliloquio
caracterizado por la expresión clara y sobria, con rasgos narrativos. Álvaro
Valverde (Plasencia, 1959) es un destacado cultivador de este género de poesía.
En 2008,
Valverde publicó Desde fuera, libro de poemas en el cual se incluye, con el
título de 'Entonces la muerte', una serie de cuatro piezas dedicadas a la
muerte de su padre, acaecida unos años atrás. El difunto no aparece en el texto
singularizado con nombre propio ni señas personales. Uno de los poemas sitúa el
fallecimiento en un hospital. Otro alude al hábito que practicaban padre e hijo
de pasear juntos por el campo. Dichos detalles confieren humanidad a la figura
rememorada, pero son transferibles a otros hombres y están, por consiguiente,
lejos de trazar un retrato individual.
Al lector,
pues, no le cabe otra posibilidad que situarse en la perspectiva del poeta. La
novela, el cine, el teatro, admiten espectadores de vidas ajenas. La poesía,
no. El poema se asume o nos negará su sustancia poética. Por fuerza el padre
fallecido es el del propio lector (reemplazable en el pensamiento por otro ser
querido), como también es del lector, durante la lectura, la voz del poeta.
Esta implicación sin fisuras hace que la poesía pueda proporcionarnos las
palabras de las que a veces carecemos en los momentos especiales de nuestra
vida.
La cuarta pieza
de la serie evoca los paseos del padre y el hijo por el valle del Jerte, no
lejos de Plasencia. Y no sólo los evoca: los actualiza en forma ritual tras
haber asumido el hijo la ausencia física del padre. Porque una cosa es morir y
otra desaparecer, borrarse para siempre en la memoria de los vivos, a lo cual
se opone el poema. Este ha sido escrito desde la superación del duelo,
simbolizado por la tormenta reciente. Disipadas las nubes negras,
interiorizados el dolor y la pena, el poeta entiende que ahora el padre
fallecido perdura como recuerdo, pero también como destinatario de su amor
inquebrantable. Y puesto que el buen tiempo y la hermosura del paraje invitan a
hacer camino, el poeta reanuda el hábito que lo vinculó con su padre, al par
que mantiene vigente, en la esfera de la conciencia, dicho vínculo.
Se trata de un
paseo en dirección contraria al rumbo de la muerte. Recordemos los célebres
versos de Jorge Manrique: «Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la
mar,/ que es el morir.» En el poema de Álvaro Valverde, el poeta remonta el río
al modo de quien retrocede en el tiempo y se dirige de vuelta hacia su
infancia, textualmente hacia las fuentes de la vida; por tanto, hacia las
épocas pasadas en que su padre aún vivía, lo cual constituye una forma de
reencuentro.
Y, en efecto,
allí está el padre transformado en los componentes actuales del paisaje. El
hombre aquel que un día de tantos perdió la vida consiste ahora en río y
cerezos, en bancales y cascadas, con los que le es posible al hijo huérfano
cruzar la mirada o entablar diálogo. Todo es igual a primera vista (la flora,
los accidentes del terreno, la luz de la tarde), pero un factor nuevo confiere
apariencia familiar al paraje. Se abre allí, en aquellas soledades naturales,
un espacio de honda intimidad, incluso de recobrada camaradería. Por obra del amor
filial, el padre no sólo reside en el paraíso. Es el paraíso.
Fidelidad y
afecto
Lo imaginamos
hablando con el hijo a través del canto de los pájaros, mediante el rumor de la
corriente o de las hojas agitadas por el viento. Se da a este punto un encaje
admirable entre la emoción y la escritura, sin el cual un texto, aunque
contenga versos, difícilmente se constituirá en poema, entendiendo por poema el
lugar donde se da, donde ocurre en grado de excelencia (o punto menos) la
poesía. Y no admira menos el que la complejidad del mensaje se compadezca con
un estilo claro y llano, lo que prueba una vez más que los poetas, para decir
cosas profundas, no necesitan ser oscuros. Todo se entiende y nada es trivial
en estos versos de Álvaro Valverde.
El poema entero
es una invocación serena a la figura del padre. A él están dirigidas las
palabras, con él habla directamente el poeta. Te has muerto, pero yo hago que
vivas, aunque no en tu cuerpo, y seguimos juntos como en los viejos tiempos.
Tal es la idea sustentadora de este poema conmovedor.
Aquellos paseos
de ambos por la campiña extremeña no se limitaban a un simple y quizá deportivo
pasatiempo. Brindaban, además, la ocasión para que el hijo se adentrase de la
mano paterna en los secretos de la naturaleza, obtuviese provechosas lecciones
de vida, se formara en el respeto de los animales y las plantas, desarrollara
el gusto estético y aprendiera los criterios morales que hacen de nosotros
hombres positivos.
Hay en el poema
de Álvaro Valverde gratitud, fidelidad, afecto, pero también un noble gesto que
en mi modesta opinión constituye uno de los mayores homenajes que pueda
hacérsele a un progenitor: el de mostrarles los hijos a los padres su
disposición a hallar satisfacción, bienestar, alegría, en las cosas sencillas (tal
vez «vulgares o anacrónicas», dice el poeta) que nos rodean y, por tanto, en el
mundo no exento de infortunio en el que fueron sin su voluntad depositados.
Ello implica para los padres una grata confirmación. ¡Qué mayor victoria contra
la condición trágica de la especie que haber propiciado un hijo dotado para la
felicidad!
Todo me lleva a ti; así, esta tarde
abierta al cielo azul que ha sucedido
al airado negror de la tormenta,
bajo esta luz que, más que vespertina,
me parece cegante y de mañana,
cuando atravieso el valle
y vuelvo a Jerte, sin saber por qué,
siguiendo no sé bien qué raro impulso,
curva a curva, ya sabes, cauce arriba,
hasta las mismas fuentes de la vida.
Todo es igual, pero también distinto,
y me remite a ti. Y las cascadas,
y los bancales y el río y los cerezos
parecen ser mirados por tus ojos
y a su través me hablas todavía
y vuelves a explicarme lo que importa:
sentirse aquí, feliz, y rodeado
de cuanto cualquier hombre necesita:
la luz, el campo, el árbol, la montaña,
cosas, tal vez, vulgares o anacrónicas
pero que nos confortan y nos salvan;
los seres y las fuerzas de ese mundo
solar donde vivías;
donde, para mi bien, conmigo vives.
Nota. En la fotografía, mi padre con catorce años. Está fechada el 6 de febrero de 1944 y dedicada "A mi buen amigo Orantos".