EL POETA SITIADO
Me acojo ahora a lo que recordaba Juan Benet en un
lejano, delicioso texto sobre Baroja: “patria es todo aquello que puede
defenderse sin armas”. Lo traigo a colación para hablar de la poesía de Álvaro
Valverde porque, a estas alturas, y tras convivir un buen periodo de tiempo
en El cuarto del siroco, creo que el poeta extremeño ha modelado,
libro a libro, casi poema por poema, una poética de la cercanía, una defensa
del aquí que caracteriza ya su escritura como un territorio de
“resistencia íntima”, para decirlo con palabras del ensayista Josep María
Esquirol.
El propio autor, en un escrito de hace años, afirmaba
que “al poeta le cabe el honor (dudoso, para unos; necesario, para otros) de
vindicar su arraigo. No hablo de la pertenencia a un determinado pueblo o
nación (…) me refiero al lugar, al punto o al centro sobre el que se
circunscribe el universo, según Valente”. Esa noción de lugar como mundo
primordial y suficiente es la que conviene invocar cuando se trata de la poesía
de Álvaro Valverde. Volviendo a citar a Valente, decía el poeta gallego que era
preciso ser “más lugareño y menos patriota”. Por eso, para hablar de esa
voluntad de merodeo en torno a una geografía íntima que es el cuerpo de la
poesía de nuestro autor, se me ocurre llamarlo a él así, “el poeta sitiado”, el
poeta lleno de sitios y también achuchado por esos asedios del alma que él se
sacude repasando una y otra vez (¿pero no será siempre la primera?) esos
lugares de un entorno que no por ser consabido y real es menos extraño, menos
escurridizo a su mirada. En un lejano poema, titulado “Memoria de Plasencia”,
el poeta sienta ya las bases de su mirada y de su memoria: “Habito una ciudad
de la memoria (…) Se reduce mi afán a contemplarla / en la rara deriva de los
sueños. / Camino por sus calles / sintiéndome un extraño que volviera (…)”. Esa
concepción del lugar como un constructo mental “que es más del pensamiento que
otra cosa” deshace, desde luego, cualquier tentativa de proclamar que estamos
ante un ejercicio meramente realista, descriptivo y sin afán de hondura. Al
contrario, creo que esa geografía de las inmediaciones que marca el perímetro
emocional de esta poesía -también de este último libro- es un paisaje moral, el
paisaje de quien muestra una actitud que hace indistinguibles pensar y actuar,
la huida y la permanencia, “lo que se ve / y lo que se adivina”, resistir y
sucumbir al abismo de una temporalidad que roe misteriosamente y sin descanso
todo lo que nos concierne. No en vano, el último poema de El cuarto del
siroco, titulado “Aquél” termina -y así se remata también el libro- con
estos dos versos que identifican significativamente a quien es un artista de la
perseverancia: “Aquél que no consigue / ni darse por vencido”.
Pero hay otras propuestas -siempre hechas poema, no
teoría ni conjetura- que aseguran este culto a lo cercano, esta voluntad de
Álvaro para creer que las criaturas de la proximidad explican con suficiencia
el mundo. La verdad suficiente que invocaba Juan Ramón. En el poema titulado
“No humo” se expone, tal como una poética personal, esa voluntad de hacer
definitivamente de la poesía un discurso sutil y siempre en torno a realidades
que entrañan lo que entendemos por cotidianidad: un perro lacerado, unos
trabajadores…; hablar, eso es, de lo presente, tan cercano que se nos oculta en
su evidencia el hálito poderoso con el que las criaturas nos entregan, acaso
sin saber, su vida para que sepamos más de la nuestra. Tras esa voluntad, tras
esa convicción de no hacer de la poesía algo parecido a un retablo de vapor
metafísico, el lector ya solo puede leer los poemas del libro de otro modo, con
la agudeza cordial que implica una complicidad sin reservas: la de quien
encuentra en el mundo de Álvaro Valverde una analogía intercambiable consigo
mismo al comprobar que el mirlo del que se habla es el que todos hemos visto,
cuyo vuelo no es lento ni majestuoso “ni siquiera muy hábil” pero que nos
acompaña con su canto: “Posado sobre el muro, / su trino da sentido a la
mañana”; o puede tratarse de un viejo árbol ”sin podar” pero que “alumbra a la
mañana” y cuyo añoso tronco “no se aferra a la tierra. / la sujeta”.
Esa apuesta por lo inadvertido, lo común que todos
podemos encontrar también a nuestro lado -pero que exige mirada, atención,
delicadeza- pone esta poesía de nuestro autor cerca, por ejemplo, de la del
portugués Eugénio de Andrade (y lo traigo a colación porque sé de la devoción
de Álvaro por este poeta de lo inmenso elemental así como por la poesía
portuguesa en general). También él sabía que avanzar no tenía que ver con lo
extenso sino con lo profundo, y por eso mismo apuesta -apuestan Eugénio y
Álvaro- por no abandonar “las mesmas aguas de la vida”, como diría Santa
Teresa, pero sin pertenecer del todo al ruido del mundo, “a debida distancia”,
“desde fuera”, para decirlo ya con expresiones significativas del autor que hoy
está con nosotros.
Termino ya. Sigo hablando de esa dificultad de
permanecer en lo próximo a condición de que parezca distante; de considerar los
gastados itinerarios habituales como posibilidades de llegar a un centro
propio, casi inaccesible, desde donde contemplar con calma, con el alma
absorta, la vida. Álvaro Valverde tuvo siempre la intuición de saber dónde
estaba ese centro, ese lugar de confidencia tan necesario en
época de altisonancias de todo tipo (“sustituye el silencio / a lo que suena y
sobra”). Ese jardín que él nunca tuvo ha tomado forma en él, como en su
venerado Borges, bajo la especie de una biblioteca. Y aunque todas las palabras
de los poetas no valgan lo que el rumor de la lluvia contra una ventana, él nos
propone en este libro que hoy se presenta algo muy importante: compartir un
espacio, una habitación para escapar de las asechanzas del mundo: “siquiera
este refugio”, dijo nuestro llorado amigo común Ángel Campos. En esa
habitación, en ese cuarto del siroco (y no me retraigo: ¿no será también ese
cuarto donde deban estar los extralimitados, los hijos del siroco por no
aceptar al mundo como es?: ‘Le ha dado un siroco’, se dice habitualmente…) nos
espera un poeta que, como aquel Pedro Soto de Rojas en su libro Paraíso
cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, tan alabado por García
Lorca, nos propone un espacio defensivo, de salvación y lleno de fuerza propia:
la fuerza de los que saben resistir en la aventura de fundar cada día el mismo
espacio y pueden proclamar sin reservas, como se lee en el poema “Aquí”: “No
haces tuya la queja / de los que quieren irse / pero que aplazan siempre / la
ocasión de su huida. / Permaneces aquí / por propia voluntad: / es éste tu
lugar. / Tú eres de él”.
Nota: Este texto fue leído por Tomás Sánchez Santiago en la Feria del Libro de León, con motivo de la presentación de El cuarto del siroco. La fotografía es de Maica Rivera.