Es un lugar común que un afamado cocinero dé como causa y razón de su dedicación a los asuntos culinarios que en casa, cuando él era pequeño, se comía muy bien. Con los escritores pasa a veces lo mismo. Quiero decir que justifican esa condición porque en la suya había una estupenda biblioteca familiar. Para uno, nacido a finales de los años cincuenta, cuando España dejó de ser cervantina, ese no fue el caso. Como para tantos de mi generación, los libros fueron llegando a los estantes del mueble del comedor gracias a la benemérita colección Libros de RTVE y a la existencia del Círculo de Lectores. Con todo, en mi imaginario personal no falta una biblioteca privada entre mis primeros recuerdos: la de uno de mis tíos. Tampoco, más adelante, ya adolescente, la pública y municipal de don Gregorio y la del instituto donde terminé el bachillerato. De ahí, me digo a veces, por culpa de esas librescas carencias infantiles, que haya intentado a lo largo de la vida conformar, sin pecar de bibliófilo, una considerable biblioteca, más copiosa de lo razonable si atendemos a las dimensiones de los pisos que he habitado y a la necesidad de conservar según qué títulos. No digamos en esta era tecnológica donde los ejemplares son virtuales y están a golpe de clic. Me acuerdo bien del momento en el que empecé a colocar, poco a poco, libros en la estantería de mi habitación (que entonces compartía con mis hermanos). Gracias a los baratos volúmenes de bolsillo de editoriales como Cátedra o Alianza. Antologías, casi siempre. De mi admirado Cernuda, de Gil de Biedma o Claudio Rodríguez... Cuando nos casamos Yolanda y yo, primeros de los ochenta, uno de mis cuñados y yo armamos la primera estantería digna de tal nombre. Diseñada y fabricada por nosotros. Aguantó cuatro mudanzas. La de ahora, que llena habitaciones, dormitorios y pasillos, es de Ikea.
Es una biblioteca desordenada en su mayor parte. Hasta hace poco lograba encontrar, mal que bien, este o aquel ejemplar. De un tiempo a esta parte, se ha dado más de una vez el caso de adquirir una nueva edición de un determinado título porque, a pesar de numerosos asedios, no he llegado a dar con él por las baldas de casa. A falta de maneras más profesionales, mi preferencia hubiera sido colocar los libros por colecciones. Me da que, para uno, resulta un modo cómodo de localizar la pieza a batir.
Como a todos, me gusta citar a Manguel, lo de que, para cada lector, su biblioteca es "una suerte de autobiografía". Es, no cabe duda, una definición perfecta. En la mía, cuestión de carácter (por seguir a César Simón), abundan los libros de poesía. En uno de los últimos expurgos, desaparecieron casi la totalidad de los de narrativa. El ensayo literario tiene reservado también su espacio, así como ejemplares de revistas, carpetas, plaquettes y todo tipo de curiosas ediciones líricas. Teatro, poco: Shakespeare, algunos griegos...
Letraherido confeso, pocas cosas me gustan más que pararme a contemplar los libros meticulosamente alineados en los anaqueles. Sí, el de formar una biblioteca es uno de mis escasos sueños cumplidos.
Nota: Este texto forma parte de la sección
La Biblioteca de... correspondiente al número 775 de la veterana revista barcelonesa
El Ciervo (desde 1951). La segunda parte -una personal selección de libros- la daré mañana. La fotografía, por cierto, es de José Luis García Martín.